La inercia de este tiempo consiste en ignorar la muerte. Un componente sustancial de nuestra época estriba en el éxito con que se la había conseguido desplazar hacia espacios estratégicamente dispuestos para que su impacto apenas se acusara. Llegaba hasta allí sin grandes alborotos, envuelta en un halo de discreción que mitigaba su dramatismo. Poco a poco, el comprensible estupor que su irrupción siempre provoca iba asumiendo las trazas de un reflejo de incredulidad cada vez más breve. Prevalecía la determinación de salvaguardar la cálida ficción de unas existencias, las nuestras, nunca ensombrecidas por el reconocimiento de sus límites. A lo largo de las últimas décadas, la tendencia había adquirido rango de lugar común: en un Occidente abducido por el ansia de novedades tecnológicas y provisto de inagotables recursos con que distraer nuestra atención, ningún suceso aciago debía oscurecer la satinada superficie de los días.
No resulta del todo extraño, pues, el modo en que el poder actuó cuando estalló la pandemia. Al cálculo político, al interés partidista de ocultar las consecuencias del desastre, es muy probable que se sumara la certeza gubernamental de estar asumiendo una táctica en consonancia plena con el espíritu del tiempo. Desde las terminales mediáticas, se procedió a componer un relato extrañamente periférico. Las palabras eran manejadas en todo momento con una muy medida equidistancia técnica. Las noticias daban cuenta de la evolución de la enfermedad, actualizaban a diario el cómputo exponencial de su incidencia, pero eludían el testimonio carnal de sus efectos. Las evidencias acerca del desbordamiento del sistema sanitario se sometían al dictado de la censura previa. Alguien, desde el inicio mismo de la hecatombre, se arrogó la potestad de establecer cierto umbral crítico más allá del cual los objetivos de las cámaras jamás debían aventurarse. Quién sabe si, de no haber existido esa determinación de esconder los hechos, hubiéramos tomado todos conciencia mucho antes del verdadero alcance de la devastación.
Como es de sobra conocido, la extrema capacidad de propagación del virus indujo al aislamiento de quienes mostraban síntomas de haber desarrollado el mal. A los estragos de los padecimiento físicos, los enfermos debieron añadir el suplicio psicológico de tener que hacerles frente en una soledad que para muchos de ellos iba a convertirse en su horizonte último. La pandemia tuvo así el involuntario efecto de resaltar ese afán de desacralización de la muerte que a todas luces representa una de las señas de identidad del mundo hacia el que nos dirigimos. La muerte, como apuntó Houellebecq, se hizo entonces más discreta que nunca. Fue una muerte sin testigos, desencarnada, diariamente transcrita bajo la forma de un somero apunte estadístico que, a pesar del horror de su magnitud, la acabó reduciendo a la categoría de un suceso tan distante como abstracto.
La lectura política de semejante modo de proceder debe contemplar la eventualidad de que detrás de todo ello alentara la voluntad de despojar a la muerte de su potencial subversivo: desactivar, por parte del poder, la tentación de que la estremecedora acumulación de fallecimientos se transformara en un acontecimiento susceptible de desencadenar una contestación social a gran escala.
Pero los hechos admiten asimismo una interpretación antropológica que acaso se perciba como mucho más relevante. Al referirme a ella, me declaro incapaz de ir más allá de lo que Fernando Muñoz expuso en un artículo memorable publicado el 14 de mayo en El Imparcial (La paz del Camposanto). Allí, su autor daba cuenta de la quiebra humana que se vislumbra tras algunas de las decisiones con que se ha elegido afrontar la crisis: el distanciamiento, la soledad de los afectados –paliada no obstante por la labor inconmensurable de los sanitarios-, la ausencia de cualquier manifestación de duelo, el tenaz escamoteo de las imágenes del sufrimiento… Se nos privaba así, en tanto miembros de una comunidad pretendidamente solidaria con los padecimientos de nuestros conciudadanos, de la posibilidad de honrar su memoria mediante la ubicación de su infortunio en el centro de una dimensión trascendente, y no sólo en un sentido religioso, sino también como indispensables artífices de nuestro presente, como eslabones venerables de esa continuidad generacional que Burke juzgaba constitutiva del ser de las naciones.
En su lugar, el enfoque político ha fagocitado cualquier otra consideración. “De todo se ha hecho política –escribía Fernando Muñoz-, quizá por eso no hemos visto las muchedumbres de cadáveres, los gestos del miedo y la ausencia, la larga extensión de los ataúdes sellados para siempre. Porque de todo se ha hecho política se ha hurtado la imagen, sello imprescindible de la realidad, que precisa nuestro conocimiento de las cosas”. Así ha sido exactamente. De nuevo, la política se ha impuesto como ámbito totalizador de la experiencia.
¿Y cómo podía ser de otra manera, por otra parte? Al hombre de la modernidad se le ha configurado no sólo para que abomine de los lazos que le anclan a su fondo más preciado, sino para que confunda el estado de servidumbre al que se le conduce con la apoteosis victoriosa de su propia liberación. En ese sentido, la política no hace sino llenar un espacio que ha sido vaciado con antelación por los agentes que urden el nuevo orden de cosas. Se nos ha inducido a creer, entre otros desatinos, que vivir de espaldas a la muerte era condición indispensable para alcanzar una dicha completa. Se nos ha vedado ese dato específico de nuestra humanidad y, a cambio, se nos ha ofrecido reemplazarlo por un muestrario de risueñas patrañas y fugaces ensoñaciones.
Al hombre que se resiste a esta amputación no le queda sino la tentativa de reconquistar los dominios vitales que la barbarie ideológica ha usurpado. Nos queda, en medio del bullicio embrutecedor del mundo, bajo la creciente subordinación a un poder degradado y a una técnica tantas veces alienante, volver a pensar la vida desde nuestra condición finita y vulnerable. Y, en consecuencia, hacer presente la muerte. Pero no para rendirnos pasivamente a su imperio, sino para –tan alejados de la fría racionalización a la que pretende someterla el materialismo en auge, como de la inconsciencia lúdica con que esta época infantilizada opta por desentenderse de ella- proclamar que la muerte, precisamente por tratarse del hecho definitivo que, al margen de la edad o la circunstancia en que acontezca, frustra el empuje de una voluntad que nunca se contempla a sí misma colmada, nos sitúa en el único ángulo posible desde el que tasar el valor de los dones que nos han sido otorgados. Sólo así, tomando conciencia de hasta qué punto resulta absurdo el empeño deshumanizador en ignorar esta verdad que nos dignifica, podremos abrir un resquicio por el que, junto al dolor y al peso grave de la fatalidad, despunte la posibilidad de una luminosa esperanza.
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