La élite dirigente, esa que está empeñada en borrar nuestras señas de identidad y nos quiere sumergir en un caos multicultural, es de extracción urbana y universitaria; su ecosistema es el chalé de lujo en una próspera urbanización llena de gente como ellos —blanca, con mucho dinero, sofisticada— que tiene una idea muy peculiar acerca del pueblo, la naturaleza y el campo, realidades que conoce por estadísticas o por emotivos publirreportajes de alguna oenegé ecologista. Son los que se van de vacaciones a casas “rurales” decoradas en estilo neorrústico, donde se les ofrecen unas vivencias agrarias que consisten en sesiones de reiki, shihatsu, masaje linfático, meditación zen, hathayoga y sauna finlandesa; cosas que, como bien se sabe, es a lo que quienes vivimos en los villorrios serranos nos solemos dedicar mayormente desde hace siglos.
No ha habido nada peor para el campo español que el dominguero ecologista con su bici o sus bastoncicos de trekker.
No ha habido nada peor para el campo español que el dominguero ecologista con su bici o sus bastoncicos de trekker, esos que dejan abiertos los cierres de las explotaciones y revientan el trabajo de un día con las vacas; esos que financian a las oenegés que sueltan especies protegidas en las fincas de caza y arruinan varios negocios de una tacada; esos que pretenden prohibir los toros y que, de conseguirlo, provocarán la ruina de las dehesas, un hermoso paisaje natural que vive por y para la lidia y que sin ella carece de sentido. Hace poco, unos fantasmones veganos dieron en la extravagancia de manifestarse delante del Museo del Jamón de la Gran Vía madrileña en protesta por nuestras matanzas, contra nuestro aprovechamiento del cerdo y de sus deliciosos productos. Indudablemente estas payasadas sólo pueden producirse en una gran ciudad y sus protagonistas hieden a asfalto. Ya sé que es una pérdida de tiempo hacerlo, pero habría que recordar a esos orates urbanos que sin el cerdo, en especial el de pata negra, las dehesas del oeste español serían taladas y convertidas en campos de cereales, en baldíos o en vertederos atómicos, en lo que sea, ya que sin la cría del porcino ese paisaje carece de utilidad económica y la gente tiene que vivir de algo.
Los enemigos del campo español tienen nombre: son los ecologistas, los animalistas, los veganos y los prohibicionistas de la caza y los toros. Pertenecen a los estratos urbanos de clase media supuestamente ilustrada y abundan como topillos meapilas en los ambientes universitarios. El campo sólo lo visitan algunos fines de semana de primavera y verano. Nuestro sistema político, tan ansioso por incorporar nuevas minorías (especialmente si su fin es destrozar las tradiciones españolas), les ha dado el poder y los medios de comunicación, donde son presentados como los héroes defensores del medio ambiente frente a los torvos ganaderos y agricultores, gente de cortas entendederas que no respetan su propio medio de vida: ¡hay que ver qué tontos somos los de pueblo, menos mal que vienen los señoritos de la ciudad a enseñarnos a vivir en nuestra propia casa! De esta chusma subvencionada han salido leyes como la que protege a las mascotas riojanas, que permite a los inspectores de las oenegés asaltar los domicilios particulares con la excusa de investigar cómo le damos el alpiste al canario o si el caniche ha trabajado más de las ocho horas diarias que por ley le corresponden. No es choteo, coña ni broma, es un texto legal aprobado por PSOE, Podemos y Ciudadanos: los enemigos jurados del ganadero ibérico.
Aunque estas barbaridades tengan un lado cómico, sus consecuencias son trágicas. Pongamos un ejemplo entre varios: el meloncillo, especie de interés especial hasta 2013 según la legislación extremeña; alimaña infecta desde siempre según los ganaderos. Este bicharraco no ha dejado un conejo ni una liebre vivos en su entorno y es devastador para reptiles y mamíferos. Pero no se le puede cazar a no ser que se demuestre ante los técnicos de la Junta que ha provocado daños y previo informe correspondiente. Es decir, que un ganadero o agricultor sólo podrá liquidar a esa alimaña una vez que le haya causado un grave perjuicio. Como podemos observar,
Un meloncillo tiene más derecho a la presunción de inocencia que un hombre acusado de violencia machista.
un meloncillo tiene más derecho a la presunción de inocencia que un hombre acusado de violencia machista.
Pero los daños del meloncillo no son leves. Un ternero atacado por esta bestezuela no es un espectáculo agradable de ver: la alimaña se come los morros del choto y puede hacerle un agujero en el cuerpo para chuparle la sangre. Una vaca mordida por uno de estos bichos queda contagiada de tuberculosis y debe ser sacrificada. Matar a un animal en Cáceres, por ejemplo, no es tarea fácil. Sólo hay un matadero en la provincia, el de Almaraz, y el transporte por esta enorme provincia es en sí un gasto importante. Si a eso le unimos las colas enormes que se forman en el lugar nos podemos imaginar lo engorroso que resulta librarse de la res, por la cual el matarife monopolista de la Junta paga lo que quiere. Pero no es ese el único daño que inflige el meloncillo al ganadero: basta con que esta alimaña ataque e infecte a una sola res para que toda la explotación quede paralizada y el valor del animal decaiga en un treinta por ciento.
Son los cómplices de meloncillos, ginetas, garduñas y demás compañeras alimañas, a las que han empoderado legalmente.
Es decir, de una vaca que vale unos 1.500 euros, el ganadero sólo obtendrá cuatrocientos. Si tenemos en cuenta que el margen de beneficios de las explotaciones es mínimo, el lector comprenderá que los ecologistas y las administraciones que los amparan son la peor plaga de nuestra ganadería y los cómplices de meloncillos, ginetas, garduñas y demás compañeras alimañas, a las que han empoderado legalmente.
La Unión Europea en contra del campo
En el oeste español, el sector primario sobrevive de milagro, acosado por una Unión Europea cuyo modelo es el intensivo, frente al carácter extensivo de la ganadería tradicional española, y que persigue y sanciona a la dehesa con, por ejemplo, los coeficientes de admisibilidad de pastos (CAP). Las administraciones autonómicas, por supuesto, rehenes de las políticas de Bruselas y del chantaje del ecologismo animalista, no hacen nada por facilitar las cosas a los que de verdad viven del campo. El resultado está a la vista: fincas en las que vivían treinta familias de medieros hace una generación ahora están vacías y las pequeñas explotaciones de cuarenta vacas desaparecen dejando el campo yermo. Un país se muere. España no es una excepción: las granjas francesas están en plena crisis y el año pasado los suicidios de agricultores eran la norma en el país vecino.
El campo es la base de la identidad patria, su raíz. No es de extrañar que quienes quieren matar a las naciones persigan a sus campesinos.
El campo es la base de la identidad patria, su raíz. No es de extrañar que quienes quieren matar a las naciones persigan a sus campesinos, que encima suelen ser prolíficos. En ellos, como en la familia natural, reside la Tradición, algo que hay que erradicar para que sobre los futuros baldíos y ruinas de la Europa multicultural y urbana que se prepara reinen garduñas, meloncillos y otras alimañas.
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