España como problema

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Revisitando las páginas del docto Laín Entralgo en su cardinal obra España como problema  uno se ve sobrecogido por la desazón. Desazón provocada por la constatación de que los males históricos que el sabio rector sacaba a la palestra de la historia nacional hace setenta años no sólo no se han diluido con el paso de los años sino que se han reproducido y abotargado.

Tres fueron los problemas sempiternos que generaciones sucesivas de intelectuales, separadas en edad, método, sensibilidad, cosmovisión, afectos y  militancia, pero unidas por un acendrado amor a España identificaron meridianamente desde el trágico desastre de 1898: el separatismo, la división política, y la lucha de clases.

Laín, que ensayó un arriesgado proyecto (arriesgado para su reputación personal) de rescate de Ortega para el franquismo oficial, se adscribía a la visión orteguiana de la España invertebrada con un matiz propio que le faltaba al erudito filósofo, la fe.

Catolicismo como hilo y aguja para coser las cicatrices que atravesaban a España de punta a punta dividiendo sus históricos y todos ellos muy españoles reinos, como amalgama que uniera en una sola materia sobre la que edificar la historia futura de la nación a proletarios y burgueses, que es la manera académica de hablar de ricos y pobres, y  como argumento de autoridad que serenase las discrepancias entre izquierdas y derechas, donde la verticalidad de la jerarquía convierte en estéril toda pugna horizontal.

Los problemas de España perviven. La fe, murió. Por matizar, murió el catolicismo como protagonista principal del gran teatro de lo político.

La solución de Laín nos parece a los nietos de esa idea, ingenua, posibilista, cándida y por todo ello hermosa. Diluido el barniz religioso, permanece sin embargo Ortega. Más frío, más analítico, desprovisto de las alharacas sentimentales de otros, Unamuno, Valle Inclán, que querían enmendar a España a golpe de lirismo. Ortega que era visto por los acérrimos enemigos del grupo de Burgos al que pertenecía Laín, los adictos a Calvo Serer y su revista Arbor, al Opus en definitiva, como un peligroso liberal, antirreligioso, y dinamitador de las esencias patrias, es hoy para el progresismo como  un doppleganger de Gentile en versión española. Esto es, para los pocos que sepan quién es Gentile.

Ortega fascista. ¡Cuánto trabajo se habría ahorrado Lain en 1949 de haber sido cierto! Le habrían sobrado los ejercicios de equilibrismo retórico, midiendo cada línea para no decir más de lo que le expusiera a la herejía nacionalcatólica, ni menos de lo necesario para rescatar al filósofo de la ciénaga de la antiespaña. Se percibe en cada párrafo: es una misión vital, un intento de restañar heridas, un ejercicio de reconciliación sincera y táctica como no se intentó otro jamás. Acoger a los hijos pródigos, a los descarriados, a todo aquel que era faro de luz de quienes habían sido adversarios puntuales, pero no enemigos de la patria, y arrastrar con ellos a todo aquel que los tuviera como referentes. Perdonar, si se me permite la expresión, a los “caudillos” intelectuales de la España progresista, pero española, y redimir así a sus lectores, a sus creyentes, a sus epígonos. A los Machado, Dámaso Alonso, Zubiri, Madariaga, etc, y a través de ellos  a media España.

Ejercicio estéril por la ciega soberbia del vencedor, por el rencor del vencido.  Ochenta años después el campo cerrado de Max Aub sigue más cerrado que nunca. Hiede a odio. La antiespaña ha macerado en su  jugo de bilis y se ha desbordado triunfante.

Los problemas avizorados por Laín persisten, algunos con mayor protagonismo, otro adoptan nuevas formas que a buen seguro habrían repugnado al erudito falangista. El separatismo rampante como nunca antes, la(s) lucha(s) de clases multiplicadas ad infinitum, en una vorágine maniquea empeñada en reducir cualquier fenómeno social a un dualismo simplón y frentista, y la sempiterna náusea de la vida política que en una especie de burla a los egregios intelectuales aquí citados se apropia del lema de “la nueva política”, desprovisto de todo lo que Ortega quiso atribuir y ejecutar a dicha leyenda.

Sin embargo, allí donde existe un problema impera la necesidad de una solución. España como problema nos marca el camino, pero nos corresponde a nosotros ser originales e históricamente actuales, sin apegarse a fórmulas  amortizadas, pero respetando lo que hombres de talla superior pergeñaron. Implacables, generosos, audaces, espirituales, universales, e integradores, es decir, netamente españoles.

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