El pasado mes de octubre la ciudad de Pontevedra acogió un congreso mundial de “ciudades saludables”. Más de 300 expertos internacionales acudieron a la ciudad del Lérez, ensalzada para la ocasión como faro planetario de la salud, la inclusión y la calidad de vida.
Lamentablemente, en el programa de actividades no figuraba un paseíllo desde la zona vieja, pasando por la calle Echegaray y por el Puente de la Barca hasta culminar en el Vao. De haber transitado por ahí, los congresistas hubieran podido contemplar el trasiego incesante que, a pie, en moto, en bicicleta o en coches a toda carrera y haciendo eses, confluye día y noche en un peculiar y conocido “supermercado”; un asentamiento que, al margen de cualquier norma de salubridad o urbanismo, aquilata a Pontevedra desde hace décadas como capital de la droga en toda Galicia. Los expertos internacionales en “salud urbana” hubieran podido observar a yonkis y camellos arrastrándose por la cuesta de la Caeira, hubieran podido verles lavando agujas en las fuentes de Riestra, hubieran podido verles comprando sus dosis y, entre peleas y broncas, hubieran podido verles pinchándose por los parques y defecando por las escaleras, como digna conclusión del saludable paseo. Todo ello entre las principales arterias de la ciudad, entre vecinos, bloques de viviendas, comercios, chalets y colegios. ¡Bienvenidos a Pontevedra, el narco-paraíso de las Rías Bajas, la ciudad inclusiva y yonki-friendly!
Que Pontevedra es desde hace décadas un centro neurálgico en la geografía nacional de la droga, eso lo saben hasta en Pekín.
Que Pontevedra es desde hace décadas un centro neurálgico en la geografía nacional de la droga, eso lo saben hasta en Pekín. Que Pontevedra es un polo de atracción creciente para una población marginal de drogadictos, es evidente para quien la conozca un poco. Por eso es extraño que el Sr. Alcalde, en su bulimia de pompas y reconocimientos internacionales, no atesore algún galardón en la materia. Para ello debería hacerse acompañar por el Alcalde de Poio. No en vano Pontevedra y Poio componen el ying y el yang de la geografía provincial del trapicheo, una sístole y diástole periurbana en la que Pontevedra pone los toxicómanos y Poio pone el Zoco. Este dúo de alcaldes (ambos del Bloque Nacionalista Galego – BNG) podría así recibir la “Jeringuilla de oro” de la Asociación de dealers de Rio de Janeiro o el “Canuto de Plata” del Club de Camellos de Baltimore, en justo reconocimiento a los méritos de Pontevedra.
Hablábamos de Baltimore. Como muy bien saben los amantes de las series de televisión, esta ciudad posindustrial y deprimida de los Estados Unidos es el escenario de The Wire: una premiada ficción de la HBO que retrata una urbe en la que los narcotraficantes campan a sus anchas, amparados en una turbia red de complicidades. Es el retrato de una ciudad en declive, ante la impotencia de unos, la incompetencia de otros y con un ejército de yonkis como telón de fondo. Para muchos vecinos de Pontevedra y Poio la vida cotidiana se parece, cada vez más, a un episodio de The Wire.
En la serie de televisión, el epicentro de la actividad narcotraficante son unas torres. En Pontevedra se trata de un monte o narco-monte que, a su vez, alberga un narco-poblado. Pero aquí se añade un toque surrealista: en las faldas del narco-monte se yergue… ¡una Comandancia de la Guardia Civil! La estampa del narco-monte y la instalación de la Guardia Civil componen ya una imagen icónica de Pontevedra, junto a la Virgen Peregrina y el Loro Rabachol. Los drogatas transitan con desenvoltura y se pinchan a escasa distancia de la benemérita, mientras que los del narco-poblado suben y bajan y transitan y aquí no pasa nada. La actividad de las fuerzas del orden sigue su ritmo rutinario de controles aleatorios y esporádicos, en los que unos aparecen, otros desaparecen y la cosa nunca pasa a mayores, en una especie de juego de la gallina ciega que dura ya cerca de cuarenta años. A veces la cosa se pone más seria y hay una redada en uno de los poblados. Tranquilidad: en ese caso el tráfico se traslada al poblado de al lado. Todos parecen asumirlo: se trata de un negocio que pasa de padres a hijos y ya se sabe, la familia que trapichea unida permanece unida. El Vao de arriba y el Vao de abajo componen un complejo empresarial aparte, un modelo de economía a escala humana, alucinógena, enraizada y eco-sostenible.
Evidentemente, todo esto arroja una imagen de dejadez, de pasividad y de resistencia a abordar las verdaderas raíces del problema. Una vergüenza colectiva en la que las culpas están sin duda repartidas y no hay responsables únicos. Alguien debería alzar la voz, pero sin duda es más grato transitar por el circuito endogámico de los premios internacionales que hacerlo por las calles del Vao.
El problema se ha agravado de forma acelerada en los últimos meses. Después de muchos años, parece que los más afectados ya no aguantan convivir con toxicómanos pinchándose en el portal, con hijos que no pueden salir a la calle, con telefonillos arrancados, con excrementos proliferando por doquier, con individuos buceando en cubos de basura, con merodeadores de inciertas intenciones, con tribus urbanas a pedradas entre sí, con maneras y ademanes amenazantes y con gente que piensa que hay dos clases de personas: los que respetan la ley (los tontos) y los que pueden hacer lo que les da la gana. Algunos de esos vecinos fueron a ver hace unos días al Sr. Alcalde de Poio, regidor que lleva 24 años en el puesto. Un día antes de la entrevista, su equipo se había apresurado a filtrar que “las mejoras y avances permiten que hoy se detecten más delitos que antes pasaban desapercibidos” y que “la seguridad ha aumentado considerablemente”. Lo que traducido significa: no vean visiones, señores vecinos, que todo está mejor que nunca. Nos imaginamos al Sr. Alcalde escuchando a los vecinos y pellizcándose el culo en gesto de interés y qué me cuentas. Los vecinos fueron después a ver a la Subdelegada del Gobierno. No sabemos en qué quedó la cosa, pero nos tememos lo peor.
Lo que nos tememos –nos gustaría mucho equivocarnos– es que, conforme a su inveterada costumbre, las administraciones empiecen a pasarse la pelota. Lo que nos tememos es la formación de algún tipo de mesa de coordinación, de redacción de protocolos y subprotocolos, de formación de comisiones y subcomisiones, todas ellas con tareas bien precisas. Lo que nos tememos, en fin, es una respuesta tan aséptica, tan huera, tan funcionarial, tan tecnócrata y tan polvorienta como sólo la burocracia y los políticos profesionales saben producir cuando no les da la gana de abordar un problema. Porque parece que aquí hay un status quo cómodo para algunos, convendría saber para quién. “Es un problema complejo”, dirán los sesudos expertos. “Es un tema de marginalidad y falta de integración”, dirán los opinadores orgánicos. “Es un fracaso colectivo”, dirán los más campanudos. ¡Autoculpabilicémonos todos, pues! Sobre todo, no caigamos en la demagogia. No nos precipitemos. Así hemos estado durante cuarenta años y así podemos seguir otros cuarenta.
Pero los que hemos nacido y crecido en Pontevedra conocemos el trasfondo de todo esto. ¡Cuántas vidas de jóvenes pontevedreses destrozadas, cuántas familias de luto, cuanta miseria sembrada por los mercaderes de veneno! Y así durante décadas. En una de sus campañas de imagen, el Ayuntamiento afirmaba “querer fomentar hábitos de vida saludables entre sus ciudadanos”. Loable empeño. ¿Y si empezamos por erradicar el supermercado de drogas del Vao? Porque lo que aquí tenemos es un Batustán de narcotraficantes que se expande sin freno, una organización criminal que amenaza con engullirlo todo a su alrededor. Estamos cruzando un umbral peligroso, algún día sucederá algo grave y entonces veremos lo que ocurre. Entretanto ¡sigan ustedes hinchando el pecho y recogiendo premios, señores! A este paso Pontevedra va a dejar en pañales a Baltimore.
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