En el año 2005, una profesora neozelandesa llamada Joanna Bourke publicó un ensayo titulado Fear, que en inglés significa “Miedo”. De las muchas historias que cuenta, una de las más interesantes es la relativa a la disputa “científica” existente entre los galenos, los enterradores y los embalsamadores respecto a cuál de tres gremios poseía mejores conocimientos acerca de la certidumbre de la muerte de una persona. Porque uno de los mayores temores que han tenido los hombres, hasta décadas relativamente recientes, ha sido el de ser enterrados vivos.
Cuenta esta historiadora que los más pudientes se hacían colocar en sus sepulcros artilugios para evitar tan macabro fin, ya que no resultaba del todo infrecuente que cuando se producía la exhumación de algunos féretros los cadáveres aparecieran vueltos de lado e incluso boca abajo, con las paredes interiores del ataúd llenas de arañazos y golpes, lo cual denotaba que el ocupante no estaba tan “muerto” cuando lo enterraron. Una práctica acostumbrada durante cierto tiempo consistió en clavar una aguja, como las que se utilizan para hacer calceta, en la yugular del presuntamente fallecido, para despejar de este modo cualquier género de duda. En fin, dado que tanto el médico como los empleados de las pompas fúnebres (e incluso los familiares) habían decidido que uno estaba muerto, mejor estarlo de veras que padecer tan horrorosa agonía.
En la película de Quentin Tarantino Kill Bill (volumen 2), estrenada más o menos por las mismas fechas, Beatrix, el personaje interpretado por Uma Thurman, es enterrada viva, logrando escapar del que podría haber sido su postrer cautiverio.
Pues bien, Inés Arrimadas ha debido de pensar que es como Uma Thurman y que será capaz de sobrevivir (políticamente se entiende), después de dejarse dar “el abrazo del oso” por el mefistofélico Pedro Sánchez. Miedo, pavor, terror (que, aunque se parezcan, son distintas emociones) ha debido de sentir la actual líder de Ciudadanos para tener que recurrir a una artimaña que seguramente significará su desaparición. Pensó, “de perdidos al río”, tras el resultado de las últimas elecciones generales y catalanas, en las que la supuesta formación de centro-liberal ha quedado reducida a la insignificancia.
Arrimadas parece querer buscar su espacio político en el llamado “centro-izquierda”. De ahí las mociones de censura presentadas con el PSOE contra el otro partido centrista, el PP. Sin embargo, desconoce varias cosas:
La primera, que el centro ya no existe, pues fue una ideación de algunos teóricos y oportunistas que tuvo utilidad mientras la división entre izquierda y derecha estuvo vigente. Cosa que dejó de suceder el día que la lucha de clases (más o menos abierta o encubierta) fue desplazada por los conflictos identitarios.
La segunda, que el PSOE nunca será su aliado, sino su mayor competidor, pues ambos partidos políticos forman parte de la misma oferta globalista; pues las “soluciones” económicas, morales y jurídicas que ofrecen al electorado son iguales. Por consiguiente, según la regla de hierro de la política, uno de los dos deberá desaparecer y, obviamente, será el grande (PSOE) el que se comerá al pequeño (Ciudadanos).
La tercera es que, como escribió Unamuno, uno (en este caso “una”, sin pretender ser políticamente correcto, sino todo lo contrario) no es quien piensa que es, sino el que los demás “dicen que es”. Ciudadanos y Arrimadas sólo brillaron y tuvieron una oportunidad de consolidarse mientras hicieron lo que la gente opina que debe hacer un partido “de derechas” (hoy diríamos un partido patriótico o constitucional). Y eso sucedió mientras defendieron la unidad de España y la aplicación del derecho español en el Parlamento de Cataluña. Desde que dejaron de hacerlo (pactar con el PSOE es percibido por sus antiguos votantes como una traición) y focalizaron su interés y su discurso en otras cosas no han hecho más que perder votos.
Ya sé que en el baile de sillas en que consiste la política centrista –globalista, quiero decir— el PSOE, Ciudadanos y PP están compitiendo por los mismos asientos (escaños). Lo vamos a volver a ver, con absoluta claridad, en las próximas elecciones madrileñas, en las que Isabel Díaz Ayuso –mal que le pese a Casado, que se va a tener que comer con patatas todo lo que dijo durante la última moción de censura– representará la oferta patriótica y constitucional, defensora de los derechos y libertades individuales, frente a la globalista y pseudoizquierdista, que aglutina al resto de los partidos, con la lógica excepción de Vox.
Parece mentira, pero apenas hace unos años hubiéramos sido incapaces de imaginar que globalización y Constitución (es decir, democracia) llegarían a ser términos antitéticos: pues los avances del globalismo son a costa de restar soberanía a las naciones y de debilitar sus respectivos ordenamientos jurídicos (empezando por la propia Constitución, como es lógico).
Aunque en su momento me repugnó el sintagma “patriotismo constitucional” –acuñada por el politólogo alemán Dolf Stemberger en 1979 (pero difundido por Habernas durante la década de los ochenta del siglo pasado), y que empezaron a utilizarla en nuestro terruño gentes tan diversas como Pascual Maragall (que después se traicionaría a sí mismo por medio del Estatut de la discordia) y José María Aznar–, lo cierto es que en la actualidad las Constituciones nacionales se han convertido en uno de los pocos baluartes que quedan frente a la deriva antidemocrática global. Y ello, a pesar de que los tribunales constitucionales de cada nación están plagados de consumados y reconocidos globalistas, algunos de los cuales aspiran a ser promovidos a altas instancias globales como la Corte Penal Internacional (en la que estuvo dirigiendo la fiscalía un juez prevaricador, expulsado de la carrera judicial, llamado Baltasar Garzón), o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
De manera que Arrimadas se ha dejado enterrar viva, pues no otra cosa son las mociones de censura que se ha dejado caer encima.
No sé si alguien se lo ha dicho, pero salir vivo después de ser enterrado sólo pasa en las películas.
La única duda que tengo es si –como Beatrix, la protagonista de Kill Bill–, en la tesitura de tener que elegir entre ser inhumada por la fuerza, golpeada y ciega, o dejarse arrastrar a la tumba con una linterna, pero sin lesiones, ha elegido “susto” en lugar de “muerte”. Sin embargo, por muy “guapa” y “lista” que se considere, no se parece en nada a Uma Thurman. Y, además, no sé si alguien se lo ha dicho, pero salir vivo después de ser enterrado sólo pasa en las películas.
Juanma Badenas es catedrático de Derecho Civil de la UJI, ensayista
y miembro de la Real Academia de Ciencias de Ultramar de Bélgica.
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