La batalla más larga y profunda que se libra en el teatro del mundo es por la conquista del imaginario. Por imaginario me refiero al conjunto de mitos y creencias (conscientes o no) con las que cada individuo –y cada sociedad en su conjunto– se explica a sí mismo y al mundo.
Lo que caracteriza al ser humano, lo que lo diferencia radicalmente de cualquier otra criatura conocida, es que, para ser hombre, necesita un imaginario: una imagen de sí mismo y del mundo, su origen y sentido (o falta de él), más o menos elaborada. No importa tanto que esta autoimagen sea cierta o radicalmente falsa, extravagante, loca, siempre que sea operativa: es decir, que enraíce y perdure.
Relacionado tanto con el mundo de los sueños como con el de la vigilia, pues a ambos atraviesa y a ambos nutre, el imaginario es consciente e inconsciente, racional y emocional; impregna los sentidos y transforma lo que ve: lo explica, lo mastica y lo digiere. En los mundos del imaginario humano no hay evolución o progreso, simplemente hay cambio. Si miramos atrás, hemos de aceptar que el tiempo dará al traste con todas nuestras cábalas.
Era Borges quien decía que el número de metáforas de las que es capaz la humanidad es limitado. Tal vez por eso las ideas siempre vuelven, cíclicamente, aunque continuamente transformadas. Y las civilizaciones nacen y mueren, o así nos lo han dicho, pues lo que sucede ha de ser contado, y lo que no se cuenta, no existe.
Hay quienes olfatean las ideas, y hay quienes saben amasarlas. Antaño eran poetas, profetas, sacerdotes, reyes, filósofos, historiadores y políticos quienes guiaban a la tribu, a los pueblos o a las masas. Hoy se han añadido toda clase de ingenieros sociales, think–tanks, asesores, psicólogos, pedagogos, publicistas y guionistas. Respecto a estos últimos, los guionistas, si en el siglo XX era Hollywood “la fábrica de sueños”, encargada de transmitir los valores del mundo Occidental a todo el orbe, en el XXI esa inteligencia se ha trasladado a las productoras de series de TV: Netflix, HBO o cualesquiera.
Una revisión antropológica de las series producidas en EE.UU. y Europa a partir de 2001, ayudaría a entender cómo hemos llegado a una situación como la actual, en que puede reivindicarse que desfile una carroza de drag queens en la cabalgata de Reyes de Madrid, como signo de normalización. ¿No suena a distopía, a un mundo de locos? Y entiéndase que pongo el caso como mera anécdota simbólica, sin ningún interés religioso ni moral por el asunto concreto. Cabe preguntarse ¿quién o qué ha conquistado y cautivado el imaginario de tanta gente, y con qué fines? Buena investigación para un sociólogo sería analizar las series y su relación con el cambio de costumbres y creencias en el mundo moderno occidental.
Pero la conquista (a veces al asalto) del imaginario, no es cuestión teórica, materia de eruditos, sino que es algo que sucede ante nuestros ojos, se cuela por nuestras orejas, y tiene consecuencias muy reales sobre nuestras vidas.
El caso catalán: un ejemplo de “astroturf”
Un caso de éxito dramático de asalto al imaginario en España es el del nacionalismo catalán. El independentismo ha pasado de su 15% “natural”, al 25% (en los peores años de la crisis, cuando muchos calcularon, absurdamente, que España era un lastre para Cataluña), y desde 2013 a 2017 casi se ha duplicado la cifra, alcanzando el 45% de los catalanes.
Aquí pasa algo. Y no puede ser por la educación. La educación está sobrevalorada en cuanto a su capacidad de adoctrinamiento y de manipulación de las mentes. Aunque ciertamente lo tiene, y antes era el principal y casi único medio, actualmente ha sido superado con creces por nuevos sistemas. Hoy en día, en que la figura de la auctoritas ha sido demolida por las hordas bárbaras (y no me estoy refiriendo a los talibanes), lo que se escucha en clase se olvida pronto. Ayudaría más a la recuperación del espíritu nacional español elaborar una buena serie comercial sobre cualquiera de las increíbles gestas de nuestra historia (la conquista de México, la del Perú, la expedición de Magallanes o la de la vacuna), que ocupar los colegios de Cataluña e imponer una enseñanza unificada de la historia de España (al margen de que algo de esto deba hacerse, tarde o temprano).
Pero volvamos sobre nuestros pasos ¿Qué paso en 2013? Que el presidente autonómico de Cataluña, Artur Mas, puso en marcha oficialmente el procés, al aprobar junto a ERC una resolución que definía a Catalunya como sujeto político, jurídico y soberano; es decir, que podía ejercer la autodeterminación.
Y el catalanismo lanzó una exitosa campaña de marketing, organizada de arriba abajo, pero que aparentaba sustentarse en una gran base social, surgida de las legítimas aspiraciones del pueblo, a las que los políticos no tenían más remedio que dar expresión, pues son sus servidores y se deben al “mandato de las urnas”. En inglés, a estas operaciones de marketing político se las conoce con el nombre de “Astroturf”, una conocida marca de césped artificial, por oposición al término “grassroots” (literalmente, “raíces de hierba”) que se utiliza para designar a los movimientos “de base”, que surgen originariamente y de manera espontánea de una gran base social.
En Cataluña se crearon organizaciones “surgidas” de la “sociedad civil”, aparentemente independientes de los partidos, como ANC y Ómnium, que son los que van marcando la agenda de actos y movilizaciones (el 21D, a la vista de los acontecimientos, Jordi Sánchez iba ya abiertamente integrado en la lista de sus promotores, los convergentes de Puigdemont).
Las masas que se han sumado al proceso en los últimos cinco años, todos esos que no eran nacionalistas, sino que eran indiferentes y sabían que los políticos catalanes –sobre todo los de CIU– eran tan corruptos como los del resto de España, han olvidado todo eso, porque han escuchado una música que les atrae más, les suena bien, vibra en sus pechos y, como las ratas hechizadas por el flautista del cuento, han seguido inconscientes las consignas emanadas desde el poder nacionalista: Diadas espectacularmente organizadas, canto colectivo de Els segadors, danzas, gestos y actos simbólicos eficaces para conmover a las masas, consignas emitidas en los medios de forma coordinada, luego los fraudes plebiscitarios, los porrazos de Rajoy, los lazos amarillos… todos obedeciendo, pero a la vez creyéndose que estaban siendo “espontáneos”, legítimos y democráticos.
Como buenos profesionales, estos guionistas han sabido tocar las fibras inconscientes y, de la nada, crear un sentimiento identitario nacional, hasta entonces inexistente (he discutido con madrileños, andaluces, castellanos y gallegos que viven en Cataluña y que afirman que ellos no son españoles, sino catalanes, porque así se sienten; algo que era impensable hace muy poco tiempo). La torpeza alicorta y el cobarde egoísmo del gobierno del PP han ayudado mucho, sin duda, al triunfo de esta operación de marketing independentista, pero no han sido los únicos responsables.
Gracias a esta operación de “astroturf”, el viejo y corrupto partido nacionalista de Jordi Pujol y Artur Mas (del que ya ni se recuerda el nombre) se ha transformado en el moderno y revolucionario partido de Carles Puigdemont, heroico representante de las legítimas aspiraciones del pueblo catalán. Qué mágica transformación del imaginario, ante las narices de los propios catalanes.
Y el relato épico y fantástico de una nación catalana conquistada, expoliada y oprimida por España, y que aspira a liberarse, junto con los otros pueblos oprimidos, de un país de franquistas y represores inquisitoriales, identificado con el corrupto gobierno del PP, ha conquistado el imaginario de una buena parte de los catalanes.
Los efectos contrarios e indeseados en la conquista del imaginario
Claro está que, en la guerra de los imaginarios, se han producido efectos secundarios no deseados, que no entraban en los cálculos de sus promotores ocultos: a) se ha despertado el genio dormido de la hispanidad, que yacía sepultado bajo el yugo franquista, y que las acomplejadas izquierdas españolas [al igual que las derechas.N. d. R.] no han sabido defender; b) los balcones de toda España (¡Cataluña incluida!) se han inundado de banderas españolas; c) un libro serio, riguroso y científico, como “Imperiofobia y leyenda negra” se ha convertido en un éxito de ventas (enhorabuena a la autora, María Elvira Rico Barea, y a Siruela por la muy oportuna edición); d) ha expuesto las vergüenzas del Estado de partidos y el expolio que supone el sistema autonómico, que está quebrado; e) ha mostrado el colmillo del perro rabioso que se escondía tras la máscara sonriente; f) ha dejado en ridículo al partido “Podemos” y quitado a los conservadores el miedo a no votar al PP (dos pájaros de un tiro); g) ha conseguido que un partido españolista sea el más votado en Cataluña; h) ha reforzado la imagen de la monarquía en la figura de Felipe VI, que ha mostrado a los españoles para qué sirve un Rey; i) incluso ha alumbrado un contramito nuevo: el de Tabarnia (una zona de Cataluña que pretende la independencia de ésta para integrarse en España), que con fino humor está desbaratando el discurso victimista del nacionalismo; j) sin olvidar el toque surrealista de habernos descubierto a Manolo Escobar como cantautor contestatario. Pues hay que saber que, cuando se juega con el imaginario, se juega con armas de fuego. Y puede salirte el tiro por la culata.
Otro caso de asalto exitoso al imaginario, aunque muy diferente al comentado, es la victoria de Donald Trump, pero esto quedará para un próximo artículo.
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