El barrizal catalán

Inevitablemente, una Constitución sustentada en el más aciago nihilismo no podía defendernos de un desafío como el actual.

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No hay oficio en el mundo tan ingrato como el de profeta. Cuando sus palabras se demuestran erradas, el profeta se gana el escarnio de las gentes; y cuando se demuestran certeras… ¡se gana su cólera y animadversión! Desde que se desatase la crisis catalana hemos escrito decenas de artículos augurando el barrizal en el que ahora tristemente chapoteamos; y no hemos hecho sino recibir vituperios del periodismo farlopero y sus secuaces, que pretenden solucionar este desafío con «mano dura» o –con expresión más eufemística– mediante la aplicación del llamado «Estado de Derecho», que tiene sus fetiches en la nihilista Constitución de 1978 y en la llamada Unión Europea, ese engendro ideológico vacío de todo contenido moral.

La Constitución ampara la libre expresión de ideas contrarias a la comunidad política que supuestamente defiende; y permite también que tales ideas se articulen a través de partidos que subvenciona en su conquista del poder… ¡Pero luego, una vez que han conquistado el poder, no les deja ejecutar sus ideas! Esto es puro y despepitado nihilismo. Pues el más natural anhelo de los seres humanos es plasmar sus ideas en instituciones. Un orden legal que fomenta –por puro tacticismo– las ideas que destruyen la comunidad política y luego pretende impedir su realización es un orden legal aberrante que pone tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. Cualquier constitución nos parece mala, por consagrar una visión del Derecho contraria a la tradición política española; pero al menos otras constituciones (¡como la alemana!) tienen la coherencia de prohibir lo que nuestra malhadada Constitución ampara y fomenta, para luego tratar de impedir absurdamente su encarnación en instituciones.

Inevitablemente, una Constitución sustentada en el más aciago nihilismo no podía defendernos de un desafío como el actual. Sus recursos, lastimosos y tardíos, son la pura discrecionalidad (pues eso es, en puridad, el artículo 155) o bien la incitación al macaneo jurídico, que sólo conduce a la melancolía (contorsión de las leyes, forzamiento de la tipicidad, etcétera). Un barrizal patético que compromete gravemente el prestigio de nuestros jueces y los expone al ridículo universal, a la vez que concede a jueces de naciones extranjeras (¡como la alemana!) la ocasión pintiparada para humillarnos y escarnecernos ante el mundo entero. Así, al menos, Europa ha mostrado su verdadero rostro; pero los fetichistas seguirán quemando incienso en sus altares.

El problema catalán no se resuelve aplicando leyes, como si fuera un problema de delincuencia común; y mucho menos pretendiendo que las apliquen desde naciones invadidas por las nieblas germánicas. Los catalanes que han pretendido independizarse, aunque engañados por demagogos, no han hecho otra cosa sino querer encarnar en instituciones unas ideas amparadas por un orden legal nihilista. Y pretender que el nihilismo nos saque del barrizal que él mismo ha creado es locura. Tal vez pueda llenar las cárceles de independentistas y hasta bombardear Cataluña (como ya ha pedido algún adalid del periodismo farlopero); pero toda unidad que no se funda en el amor es un Frankenstein putrefacto que tiene los días contados. Esta situación sólo la pueden arreglar gobernantes patriotas llenos de amor a España y Cataluña, capaces de inmolarse sin mirar por el rabillo del ojo las encuestas, capaces de poner bálsamo en las heridas y de reintegrar en España la realidad distintiva de Cataluña, envenenada por siglos de errores que comenzaron con la abolición de sus fueros y se han culminado con un régimen político que ha consagrado el nihilismo más despepitado.

© ABC

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