La Transición
Juan Manuel de Prada
07 de abril de 2014
Casi todas las calamidades que hoy padecemos son hijas (y además hijas legítimas, nacidas de una coyunda feliz, no hijas bastardas nacidas de un desliz, o al calor de la clandestinidad) de la Transición.
Coincidió la muerte de Adolfo Suárez con la invasión de Madrid que aquel domingo volvió a ser «rompeolas de todas las Españas» por un gentío malhumorado en la llamada Marcha por la Dignidad. La coincidencia de estos dos acontecimientos nos permite hacer algunas reflexiones.
La primera y más evidente nos obliga a enjuiciar la llamada (la mayúscula que no falte) Transición, a la cual aquellos dos acontecimientos coincidentes enterraron simbólicamente, de maneras bien distintas. De la Transición, tal vez el más desquiciado fetiche político que vieron los siglos, se ha dicho a modo de mantra o ensalmo que trajo la ´reconciliación´ a los españoles, cerrando las heridas de la Guerra Civil; cuando lo cierto es que trajo una demogresca que, bajo la coartada del ´sano debate ideológico´, resucitaría el fantasma del ancestral cainismo hispánico, que hoy campa por sus fueros. Treinta años después, lo cierto es que aquella ´convivencia pacífica´ entre españoles que los protagonistas de la Transición invocaban es ya un sueño irrealizable: las viejas heridas provocadas por la división de las ´dos Españas´ están más enconadas y supurantes que nunca; los conflictos separatistas (que la Transición reavivó y exacerbó de modo irresponsable) empiezan a conducirnos hacia irresolubles callejones sin salida; y las tensiones sociales, adormecidas mientras la prosperidad acompañó el proceso de cambio político, están cada vez más presentes en la vida española, acicateadas por una crisis económica que ha hecho patente la existencia de una crisis institucional de fondo, que contamina por igual la organización administrativa del Estado y sus más altas magistraturas, incluida la propia monarquía, cada vez más execrada. Estos son hechos; y, como reza el adagio latino, contra facta non valent argumenta. Los panegiristas de la Transición siempre niegan los hechos, en su obsesión enternecedora por crear una realidad paralela y de merengue; pero lo cierto es que, cuando despertamos del ensueño, los hechos, como el dinosaurio de Monterroso, siguen ahí. Casi todas las calamidades que hoy padecemos son hijas (y además hijas legítimas, nacidas de una coyunda feliz, no hijas bastardas nacidas de un desliz, o al calor de la clandestinidad) de la Transición.
La segunda reflexión nacida de la coincidencia de los dos acontecimientos que citábamos más arriba nos obliga a aceptar que los manifestantes de la Marcha por la Dignidad son los hijos más auténticos de la Transición: hijos cruelmente engañados con el placebo de ´los derechos y las libertades´ que la Transición les trajo; y que ahora se revuelven contra la opípara madre que ni siquiera les garantiza el sustento. Y es que si hay una nota distintiva que caracterice nítidamente a la Transición, una vez despojada de farfollas retóricas, es la entrega que en aquellos años se hizo de nuestra riqueza nacional y hasta de nuestra propia alma a las fuerzas desembridadas de la plutocracia, muy atildadamente disfrazadas de respetabilidad internacional. Estas fuerzas desembridadas fueron (excúseme la utilización sarcástica y malévola de una expresión tan cursi) los auténticos ´fontaneros de la Transición´; y los políticos que todavía hoy son presentados como tales no fueron sino títeres (algunos, gustosos; otros, inconscientes; todos, generosamente recompensados) a las órdenes de tales fuerzas plutocráticas, que ahora, después de exprimirnos, nos han empujado hasta el precipicio, donde inevitablemente afilan sus uñas los demonios de la revolución, que en aquella Marcha por la Dignidad ya lanzaron algún zarpazo.
Tales zarpazos se saldaron con varios policías heridos; y a los autores de tales fechorías los panegiristas de la Transición, en sus tertulias y demás aquelarres contra la gramática, los llamaron ´violentos´ y ´totalitarios´ (cuando tendrían que haberlos llamado ´hijos legítimos de la calamidad que tanto celebran´). Curiosamente, estos mismos panegiristas llamaban ´demócratas´ a los tipos que en Kiev no solo herían, sino que además mataban policías (confirmándose, como nos enseñase Gómez Dávila, que «nada enternece más al burgués que el revolucionario de país ajeno»). ¿Y cuál es la diferencia entre los revolucionarios de Kiev (tan demócratas) y los revolucionarios españoles (tan violentos y totalitarios)? Que los segundos se revuelven contra la plutocracia que los han empujado a la miseria, después de engolosinarlos con el placebo de ´los derechos y libertades´; mientras que los primeros se disponen a abrazarla gozosos, mientras saborean por primera vez, como ingenuos neófitos, el placebo. Les deseo que disfruten de su Transición tanto como nosotros de la nuestra.
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