-Vamos a ver, Almirante en Tierra Firme… Esto es una paradoja flagrante, una contradicción manifiesta. Los almirantes lo son de mar, no de tierra. Seguro que está usted apuntando algo con semejante título. Pero ¿qué?
Se trata de un juego de palabras que denota a su vez una realidad histórica. Por una parte, Blas de Lezo, durante la guerra entre España e Inglaterra conocida como “del Asiento” o “de la Oreja de Jenkins”, entre 1739 hasta su muerte en septiembre de 1741, fue Comandante General de Mar y Tierra en el reino de Nueva Granada y Cartagena de Indias. Aparte de eso, por “Tierra Firme” se conocía a la antigua demarcación establecida por el emperador Carlos I para toda la zona entre el golfo de México, Panamá y la Colombia atlántica. Y tierra muy firme fue y se mostró aquel enclave del imperio español ante el colosal ataque inglés, entre marzo y mayo de 1741. El título tiene por consiguiente pleno sentido y bastante acento literario, ¿no le parece? A mí, desde luego, me lo pareció cuando se lo puse a la novela.
-Blas de Lezo. Extraordinario personaje, en efecto. Amputado de una pierna, de un ojo, de un brazo… Vencedor de los ingleses pese a la aplastante inferioridad de sus fuerzas ante las de quienes pretendían acabar con el imperio español en América. Y, sin embargo, le pasó algo parecido a Colón: enfrentado con el Virrey, acabó destituido de su cargo… y lo que es peor: olvidado hasta ahora en la memoria de los españoles. ¿Qué nos pasa para que nos comportemos de forma tan ignominiosa con nuestros héroes?
Cada caso es cada caso, supongo; aunque hay desde luego cierta tendencia nefasta por parte del poder, en cualquier época, a mostrarse rácano cuando no beligerante con los héroes que, por decirlo así, no son “salidos de fábrica”, es decir, gente que mantiene un empeño extraordinario en empresas grandes sin que nadie se lo haya ordenado, por puro amor a su bandera y su rey, o por dignidad y estima propia, valor y sentido de la responsabilidad, lealtad hacia quienes le siguen… También es cierto que el siglo XVIII español ha tenido siempre mala prensa entre muchos historiadores. A pesar de que en esa época las posesiones españolas en el mundo fueron inmensas, mucho más extensas que en cualquier otra época, y se mantuvieron intactas e incluso se acrecentaron en lucha contra la gran potencia emergente que era Inglaterra (sin duda hegemónica en los mares), sobre los grandes hombres y hechos de la época ha caído el baldón de la “decadencia”, como si el XVIII hubiese sido un siglo de retirada y no de crecimiento como en realidad sucedió. Yo tengo una teoría. La “grandeza” de nuestra presencia en el mundo, desde 1492, se medía por la expansión de la fe y la exaltación de nuestra gran literatura del VXII. Los nombres rutilantes del Siglo de Oro español son escritores o santos. En el entorno ideológico, resulta indudable que la cultura española y su literatura dieciochesca están contaminadas por la pujanza de las letras francesas. Hablamos por tanto de un siglo “afrancesado”. Tan afrancesado que incluso un rey ilustrado como Carlos III expulsó a los jesuitas de España (una barbaridad cuyas consecuencias se tardó mucho en reparar). Si consideramos ambas cuestiones, no es de extrañar ese ninguneo de los hombres notables y hazañas memorables del XVIII. Todo el mundo ha oído hablar de Colón, Pizarro, Cortés, Sebastián Elcano… Pero epopeyas como las de Malaspina, Bernardo de Gálvez o Blas de Lezo, entre otras muchas, no han tenido en nuestra historia el eco que merecían. Particularmente pienso que esto es una gran injusticia, entre otros motivos porque el XVIII, a diferencia del “siglo de oro”, es una época vivaz, llena de inquietud, de interés por la geografía y la ciencia, las grandes expediciones y alguna que otra descabellaba aventura. Un siglo mucho más interesante que el de los dramaturgos, los ascetas y los pintores de corte (Velázquez y Quevedo salvos, por supuesto).
-Hablemos más detenidamente de su novela. ¿Qué es lo que más secreta, hondamente, trata de plasmar en ella? ¿Pretende contarnos simplemente una historia de la Historia, digámoslo así? ¿Hacernos revivir unos momentos de nuestro pasado y que merecen ser mucho más conocidos? ¿O es otra inquietud lo que bulle a través de todo ello?
No intento hacer novela de la historia porque la vida de Blas de Lezo, sus hechos militares y la batalla de Cartagena de Indias han sido ya tratadas, estudiadas y descritas con mucho rigor y bastante amenidad por autores más cualificados que yo. Sí he echado en falta una visión literaria del personaje. A ver si me explico… Un héroe no puede ser de mármol, eso lo aprendimos de Homero y su obra inmortal, titulada “La cólera de Aquiles”. “La Iliada” es buen título, pero “La cólera de Aquiles” nos remite de inmediato a un héroe de carne y hueso, lleno de pasiones, sentimientos, emociones, ambición por la vida y codicia por los gozos de la victoria. Los héroes de mármol sirven para que, en los parques, las palomas les caguen encima. Y hasta hora, con todo respeto desde luego, todo lo que había leído sobre Lezo, tanto en ensayo histórico como en novela, lo convertía en personaje enmohecido por la gloria. La literatura sirve pata humanizar al héroe, convertirlo en un igual sólo distinguido por el valor inagotable de lo bello instaurado en su existencia. Esa belleza, se denomine “valor”, “lealtad”, “obediencia”, “honor”, tiene que expresarse de manera forzosa en clave poética, literaria. Ese era mi afán cuando escribí la novela, y por ese lo hice desde un punto de vista ajeno a la propia figura de Lezo, recabando la presencia de un narrador que es la antítesis del héroe: un contrabandista redimido por la guerra que, por un sesgo del azar, entra al servicio del Almirante. Necesitaba un Sancho para hablar de un Quijote. ¿Sabe por qué ni Aquiles ni Sancho ni don Quijote se han desmoronado jamás de sus pedestales? Porque nunca nadie los puso ahí. No fueron nunca de mármol ni de bronce y las palomas no les cagaron encima. Me he propuesto que a Blas de Lezo tampoco. Me niego a que sea una vistosa estantigua. Fue un hombre cabal, cumplidor de su deber, sereno ante lo adverso y valiente como pocos. Obcecado, astuto, impávido ante la adversidad, celoso de su fama y su honra, enamorado de su esposa, desdeñoso con el peligro y el dolor de las muchas heridas que recibió en combate. Tenaz e inteligente. También vulnerable ante la deslealtad, cuando no la traición, el desprecio y la difamación. Orgulloso y, en ocasiones, depresivo. Enfermo y resignado a morir pero no a ver su fama enlodada y a su familia baldonada por el descrédito ante la corte de Felipe V. Eso, en suma, es ser un hombre, no una estatua.
Y un mensaje (horrible terminajo) para mis contemporáneos: si aquellos españoles y criollos, con barcos de madera, cañones de mecha, pólvora mojada, fusiles de avancarga y bayonetas oxidadas fueron capaces de construir un imperio en lucha contra el poderío militar de Jorge II, y echaron de todas partes al inglés, desde las Malvinas a la Florida… ¿Por qué no vamos a ser capaces hoy de vencer a nuestros propios infortunios como nación? Alguien ha dicho por ahí que España es la nación más poderosa del planeta: lleva cinco siglos intentando destruirse y aún no lo ha conseguido. De manera que está claro, como afirmaba el viejo teórico de Hunan: “Quien no avanza, retrocede”. Y como parece que la historia nos ha privado del privilegio de retroceder, tendremos que empezar a avanzar, digo yo…
-Uno de los rasgos que más me ha llamado la atención leyendo este Almirante en Tierra firme es la pujanza del lenguaje con el que se expresan sus personajes: un habla frondosa como una selva virgen, con el sabor y la sensualidad de unos tiempos en los que las gentes podían ser analfabetas, es cierto, pero mantenían una relación viva y sustanciosa su lengua, nada que ver con el lenguaje estereotipado y adocenado que hoy conocemos. Dos preguntas: ¿qué puede decirnos de todo ello, y cómo lo hace para impregnarse hasta tal punto de un lenguaje que nadie habla hoy en la calle, pero que aparece bajo su pluma de una forma absolutamente comprensible para todos?
Cierto que la gente en el XVIII, en el XIX, en el XX e incluso en el XXI, dependiendo de en qué ámbitos, continua teniendo en la expresión oral el medio más importante para manifestar su personalidad y forma de ser y entender el mundo. En tiempos más pretéritos no había televisión, ni radio, ni apenas periódicos (por otra parte, el analfabetismo era un obstáculo para la mayoría de la población). La manera de “estar” y recibir información sobre el mundo y todo lo que interesaba del mundo era conversar. Hablar. Por eso, aquellas épocas son de “grandes habladores y movedores de manos”, como definía Washington Irving a los españoles. Quien sabía expresarse con amenidad, era el centro de atención y “sus noticias” más importantes que las del tímido o el menguado de oratoria. El lenguaje no estaba entonces estereotipado, constreñido a un segmento fijo de referencias obligatorias que determinan, hoy, la cantidad de saber que almacena un individuo. El lenguaje, en esos tiempos pasados, necesitaba ser imaginativo, original, creativo, evocador… No se puede por tanto escribir una novela ambientada en tales tiempos sin que los personajes y el narrador (otro personaje en este caso), se expresen de esa manera. Si Miguel Santillana (voz narradora de la novela), comparece veinte años después ante el oidor-relator enviado por la Audiencia de Cádiz, para contar lo que sabe sobre el Almirante y la defensa de Cartagena de Indias frente a los ingleses, y se comporta como un tipo cortado, remiso, sombrío por lo lacónico, entonces no hay novela. Necesito un compareciente decidor, y así me salió Miguel, el descarado y simpático excontrabandista.
Sobre las fuentes de ese lenguaje, hay tantas escritas, y tan enjundiosas, que no representa problema alguno embeberse de ellas. Eso sí: hay que leer unos miles de folios, aunque no de golpe. Se puede graduar el trabajo y repartirlo, por ejemplo, en 57 años. Al final resulta sencillo.
-No es ésta su primera novela histórica, un campo que parece gozar de su particular predilección. ¿Por qué le atrae tanto? ¿Y por qué la novela histórica atrae tanto al público de hoy? ¿No le parece curioso? Nunca había habido una época más desarraigada que la actual, una época que, envalentonada, se cree superior a todos los tiempos de un pasado que desprecia o ignora. Y, sin embargo, nunca se había escrito y leído tanta novela histórica como en los tiempos que nada quieren saber con la historia y la tradición.
Qué pena de pregunta tan larga para una respuesta tan corta. ¿Usted cree que estos tiempos tan horteras, grises y groseros que vivimos, le interesan a alguien desde el punto de vista literario? Alguno habrá, no digo yo que no… Pero la épica de la clase dominante en los ámbitos ideológicos, que es la pequeña burguesía, no da mucho más de sí. Los novelistas se asoman al pasado para tomar aire y no morir de asfixia por aburrimiento en el presente de flores de plástico, paisajes anestesiados por Instagran y opiniones bendecidas por el “Me Gusta” de Facebook. Ya le digo: una horterada. Lamento parecer radical en esto, pero más o menos es lo que hay.
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