Pareciera que a los españoles nos encanta balancearnos entre aparentes realidades y ocultas conspiraciones. Aquello que se nos dibuja en la mente como oculto, aquello que es prohibido, se nos presenta en el paladar de la conciencia como de degustación obligatoria. Descreídos de toda esa información que los medios de comunicación intentan inocular al vulgo para tener perfectamente adiestrado y controlado al inconsciente colectivo, nos aferramos pasionalmente a cualquier teoría de la conspiración, por descabellada que nos parezca, merced a la instintiva e innata necesidad que tenemos de satisfacer una explicación a todo lo que sucede bajo nuestros pies. Necesitamos, desde los albores del pensamiento, dar rienda suelta a esas conjeturas que puedan explicar aquello que nos resulta, pese a las verdades oficiales, objeto de sospecha.
Y estas teorías de la conspiración, si bien otrora desembocaban en un atractivo debate en torno al cual, y junto a la chimenea, se presumía de miles de posibles oscuros escenarios, en la actualidad quizás no se les pueda tildar de conspiración, ni de obscuros escenarios. Quizás sean mucho más reales que la realidad misma. Más aún, y a tenor de lo que el imaginario colectivo parece estos días sospechar con fuerza sospechar, quizás la realidad vivida a pie de calle sea más ficticia que la propia sombra de la sospecha. Dicho de otra forma, quizás estemos viviendo ya de lleno en las fauces de una conspiración que no fuera tal cosa, y despertando ante el asombro de una realidad —la que hasta ahora hemos estado viviendo— que quizás es, y era, la verdadera ficción.
La realidad parece repentinamente y sin avisar transformarse en ficción, mientras que la ficción y la conspiración se nos truecan en realidad demasiado real. Esto está ocurriendo hoy en nuestra cansada y envilecida España, en nuestra España hecha jirones. Los españoles, hastiados ya de una mediocre (a izquierdas y a derechas) clase política, descreídos ya de una clase periodística amamantada y nutrida por el poder, empiezan a sospechar que lo que en otro tiempo fue simple y excéntrica teoría de la conspiración, quizás sea hoy un acontecimiento real con el que están conviviendo, y con el que temen haber estado compartiendo cama durante años.
Es lo que, a tenor de los flecos que asoman bajo las faldas de la recientes elecciones generales, parecería que podría estar pergeñándose en el interior de unas quizás ficticias urnas. Se verá que hay de cierto o no en todo ello, pero el mero hecho de que la teoría de la conspiración, de ser sólo una romántica compañía frente al calor de la chimenea, haya pasado a ser quizás la verdad misma, nos puede llevar a desembocar, y sin vuelta atrás, en un escenario nacional sin precedentes en el inconsciente colectivo. Ya nadie confía en nadie.
Y resulta imposible ver, al trasluz de los ventanales de la imaginación, cuál de los dos escenarios podría resultar más abyecto: el de que finalmente resultase cierto que se ha fraguado un fraude electoral, o el de que no siendo cierto, se haya instalado de forma subrepticia en el inconsciente colectivo español la idea del pucherazo.
Si (por falta de pruebas) el pucherazo quedase finalmente reducido a una mera sospecha fabricada y lanzada como un cóctel molotov a las redes sociales en aras a dañar nuestra ya pésima y indeleble imagen de país norteafricano, entonces sería para hacérnoslo mirar, al tiempo que quedaría demostrado que ya no nos fiamos unos de otros. Se abriría en este caso, en el horizonte, una desértica y árida senda para la supervivencia de los filántropos...
Si finalmente resultase cierto que ello es así (y eso sólo lo pueden decidir los jueces en base a pruebas objetivas), entonces resultaría que vivimos en un país enfermo, muy enfermo, con una calidad democrática similar o peor a esos países a los que tanto acusamos de repúblicas bananeras. En éste otro caso, el exilio sería ya una obligación por razones de salud mental.
Sea cual fuere el escenario final, estamos ya, de lleno, en el laberinto de un paisaje profundamente desolador.
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