Los parlamentos de las Españas periclitan, fenecen, postrimerizan; se van convirtiendo, con rapidez inusitada, en parlamentos chechenos, malayos, bielorrusos, bananeros. Los hemiciclos vuélvense cuadriláteros; los foros de la palabra, ferias de la provocación, del insulto, del despropósito; y quién sabe si pronto serán escenarios de mordiscos y zapatazos. Los parlamentos de las Españas cambian en todo menos en una cosa: reflejar fidedignamente al pueblo que representan. El ruedo ibérico se ha llenado, en los últimos lustros, de atorrantes y malcriados; de vagos, de consentidos, de palurdos voluntarios y de maleantes cursis o arrabaleros; de un ejército de las tinieblas incapaz de visión colectiva y perspectiva social que, sin embargo, vota —para todo hay requilorios menos para votar—, y colma los parlamentos de galloferos, baladrones y jaranistas que nada más encaramarse a la poltrona se fijan, entre asombros y fueralugarismos, el noble objetivo de asegurarse los gabrieles, la permanencia y la sinecura; de aplicar entero el grimorio de Cantaclaro y de no apartar nunca de su lado, cueste lo que costare, la cuadrilla de mucamos, asistentes, porteadores y empleados de hogar que los llevan en volandas con cargo al erario.
El producto del voto mastuerzo son parlamentos desquiciados y una gravísima polarización del populacho. La hez de la sociedad, que vota porque no se legisla sobre tan peligroso extremo, y se multiplica —cham-piñones apantallados— a la sombra de la telebasura y la pornografía, sube a sus elegidos en el carrusel parlamentario; así han surgido los nuevos fantasmones de la exasperación política, con su lucha extemporánea y sus consignas anticuadísimas: una cáfila entera de arribistas en traje de carbonarios, de cachicanes empingorotados, de camastrones a la que salta, espoliques amotinados y chinchorreros hiperactivos. No hay debate que no acabe siendo un torzón dialéctico, una bullanga, un antruejo, un carnaval de disparates y un aviso muy serio de lo que se acerca. Se nos echa encima el escañazo limpio, la falacia, el silogismo y el orneo. Se nos vuelve todo vesania ideológica, revancha inmemorial y regreso a los infiernos. Retumba el trueno espantable de la rabia improductiva y la ninguna gestión; el estridente rechinar del falso republicanismo que derroca un rey para entronizar a la masa rebelada. Los andularios de Robespierre —llamas pintadas, ínfulas aristocráticas, zancarrones fosforescentes— planean sobre la escena. Envuelto en el susto de la pandemia, en el fragor del combate sanitario, va el rejonazo bolchevique, la refriega subversiva, el oscuro designio del bolivarianismo rasputiniano: la trapisonda institucional, que se sabe apoyada por la fuerza plebiscitaria de la ignorancia. Tienen bases de sobra —una cantera infinita—; y la ocasión, completamente calva —loca
tú—, pide alboroto. Por eso tanta crispación. Por eso tanto dislate. Nos quieren a la greña, polarizados, divididos. Nos quieren comparsas de una representación forzada, figurantes en la escenificación postiza de una contienda remotísima, personajes ectoplasmáticos vagando en la imagen espectral y costosísima de un conflicto revivido con el único propósito de mixtificar el final. Después —no se nos ocurra dudarlo— nos pasarán el facturón. Porque somos los paganos, los borregos, los tontos, los ingobernados. Porque ya nos dijo Michael Jackson que no cuidarían de nosotros, pero no le hicimos caso. Y ahora nos ilustran la sesión parlamentaria con fotos en blanco y negro, con retratos antediluvianos y con instantáneas prehistóricas por predemocráticas. Y adscriben al rey a un partido. Y se fustigan unos a otros con estas y otras memeces ante los ojos alegres y el silencio marrajo de los cizañeros. Y dan cuerpo a una división que languidecía en las zahúrdas del olvido y en los plutones del pasado mientras la crisis arrecia, la España se hunde y el Covid enloquece los atardeceres con el estrépito de su carroza fúnebre.
Nos inyectan, a falta de vacunas, rencores purulentos. Avivan, en lugar de la ciencia, el rescoldo mortecino de un odio vetusto. Trocan la entraña benigna en víscera belicosa. Llega la polarimaquia. Y lo hacen porque saben que la masa no rebelada fenece de pasmo audiovisual. Hubo aquí, hace siglos, un rey pasmado —aquel rostro panoli que hundió el imperio a mediados del XVII—; y hay, ahora, una ciudadanía pasmada, idiotizada, lobotomizada, enfosada, boloña, que volverá un instante la carántula obtusa para ver najarse al rey —este rey serio, preparado y eficaz de ahora— y seguirá mascando, con bovina indiferencia, su enorme rosquilla de fracaso.
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