Nuestro colaorador Adriano Erriguel acaba de editar sus artículos publicados en El Manifiesto en forma de dos series ahora reunidas bajo el título de ¿Rusia o América? Metapolítica de dos mundos aparte.
Nuestro colaorador Adriano Erriguel acaba de editar en forma de libro sus dos series de artículos sobre Rusia y EE. UU. publicados en El Manifiesto y ahora reunidos bajo el título de ¿Rusia o América? Metapolítica de dos mundos aparte. Dicha publicación ha corrido a cargo de Ediciones Insólitas, el flamante sello editorial que toma el relevo de las antiguas Ediciones Áltera. Nos complace publicar con tal ocasión la Introducción de dicho libro.
INTRODUCCIÓN
Vivimos en una de las épocas más conformistas de la historia. Algo difícil de admitir, en este mundo de revoluciones digitales e indignaciones huracanadas,cuando cada hijo de vecino cuenta con opiniones propias y tribuna global para berrearlas.
Pero opiniones propias –puntualizaba el filósofo Gustavo Bueno– no quiere decir originales. La papilla televisiva y digital –democrática, moralista, buenista, mundialista– formatea opiniones globales y predecibles, en las que el storytelling de buenos y malos está a la orden del día. Es lo que ha venido a llamarse, en fórmula ya manida, “manufacturación del consentimiento”.
Y puestos a endosar a alguien el papel de malo, pocos candidatos hay con tanta solera, en la política internacional, como la madre Rusia.
Frente a la cruzada cósmica para implantar la sociedad abierta, la parusía de los derechos humanos y el reino de la bondad universal, la Rusia actual –ese pretendido ectoplasma del zarismo y del comunismo– se nos describe como un energúmeno deplorable siempre dispuesto a aguarnos la fiesta. Frente al abrazo multicultural, el buenismo candoroso y los axiomas virtuosos de la corrección política, el oso ruso se nos aparece como un Otro arcaico, inmune al desparrame de tantas bendiciones. Aborrecido por derechistas pavlovianos y por progres gayfriendly, por pacifistas y neocones, por rojos y fachas, el Kremlin es el malo par excellence; un malo para todos los públicos; el enemigo que aporta el suplemento de negatividad necesario para reafirmar la superioridad moral de occidente.
Nada nuevo bajo el sol: la nueva “guerra fría” responde a un imaginario acrisolado, que remonta no ya a la vieja “guerra fría” sino a una época precedente: a los siglos de confrontación imperialista en los que la cultura anglosajona, finalmente hegemónica, impuso su peculiar distribución de roles. Algo sabemos en España sobre ese tema.
¿Frente a eso que tenemos? Tras la caída de la Unión Soviética, América se consagró como Imperio benéfico. Un Imperio que viene a liberarnos de la pesada carga de nuestra historia y de nuestra cultura; porque América prefigura el fetiche progresista de todos los tiempos: la sociedad mundial sin fronteras, la religión de la Humanidad.
Las páginas que siguen tratan de abundar en la intrahistoria –cultural, ideológica, política– de esa confrontación entre América y Rusia. Que no es tanto una confrontación entre países, gobiernos o sistemas políticos, sino entre dos mundos aparte.
Futuro posnacional versus orden multipolar
No ofrecen estas páginas un análisis geopolítico al uso. No se trata de un ensayo objetivo y ponderado, de esos que engrosan trayectorias académicas, discursos institucionales y publicaciones subvencionadas. Tampoco esbozan estas páginas denuncias moralizantes o teorías conspirativas; ni siquiera intentan convencer a nadie de nada. De lo que se trata es de ofrecer una interpretación y un criterio que, lejos de deslizarse de forma sibilina, se arroja bien a las claras a los ojos del lector. Un criterio que podrá chocar, repeler, provocar urticaria, pero que al formularse trata de empujar a ese lector por vericuetos ajenos a esa “manufacturación del consentimiento” a la que nos referíamos arriba.
Podríamos ponernos cursis y decir que éste es un texto comprometido. Sólo que al revés. Frente al pensamiento desnatado y la moral de lacitos, aquí nos situamos en la órbita del Mal.
Lo que ocurre es que el Mal y el Bien ya no son lo que eran. Durante la guerra fría, no pocos adalides del “mundo libre” decían que Rusia era revolucionaria, internacionalista y atea. Y eso era malo. Hoy en día el “mundo ruso” sigue siendo malo, pero por todo lo contrario: demasiado conservador, religioso y patriota.
Y el Bien ¿dónde se encuentra hoy? El Bien consiste en un totalitarismo relativista hecho de moral indolora y de emociones gratificantes. Una amalgama entre la religión de la humanidad y la imposición, más o menos armada, de la ideología de los “derechos humanos”.
Nos encontramos además ante un fenómeno curioso: el comunismo era, antaño, una ideología “progresista” que del pasado quería hacer tabla rasa. Pero hoy, ante las cruzadas progresistas, ante la ingeniería societal que trata de “liberar” a la humanidad del peso de su identidad y de su historia, las sociedades más reacias a evacuar su pasado –y, por tanto, las más religadas a su identidad– son precisamente las que fueron en su día moldeadas por el “socialismo real”.
Muchos cambios en muy poco tiempo. Las coordenadas de referencia mutan a ritmo acelerado, demasiado rápido como para no extraviar el hilo conductor. Entramos en tierra ignota. Estas páginas se empeñan, precisamente, en proponer un hilo conductor para explorar el gran tema de nuestro tiempo, que no es otro que el de la batalla final de la modernidad: o bien un futuro postnacional en un gran mercado global –la “gobernanza” neoliberal–, o bien un mundo multipolar, en el que las culturas y los pueblos se manifiestan en diferentes visiones del mundo y en diferentes sistemas políticos. Las espadas están en alto. Y para entender cómo hemos llegado a esta situación, nada mejor que acercarse a la metapolítica de América y de Rusia.
Utilidad de la metapolítica
¿Metapolítica? Decía Hegel que la Historia es el desenvolvimiento de la Idea. Aquí no llegamos a tanto, pero sí pensamos que todos los fenómenos políticos, económicos, culturales y sociológicos responden, de algún modo, a la cristalización de determinadas concepciones del mundo. Dicho de otro modo: bajo la agitación, los temblores y las crisis de superficie se encuentran las placas tectónicas de ideas en movimiento. Observar esos movimientos –y ésta es la tarea de la metapolítica– nos ayuda a cernir el sentido profundo de los acontecimientos, a sortear el extravío de aquél personaje de Shakespeare que definía la vida como “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido”.
El enfoque metapolítico no reposa sobre modelos teóricos o paradigmas “científicos”, más propios del discurso universitario. El enfoque metapolítico opera, sobre todo, a través de interpretaciones en clave cultural, ideológica, axiológica. Lejos de ser una ciencia exacta, suele recurrir a analogías y comparaciones. Como todas las interpretaciones, la metapolítica tiene mucho de intuitiva y subjetiva; no es neutral sino creadora de sentido. Está sometida, por tanto, a debate en esos mismos términos. Su perspectiva temporal es obligadamente amplia y nos permite extraer, más allá de la espuma de los días, algunas conclusiones sorprendentes. Tales como, por ejemplo – y para no salir del ámbito de estas páginas – las implicaciones ocultamente antimodernas, tradicionales e incluso conservadoras de la revolución bolchevique de 1917. Y es que la metapolítica razona desde una lógica propia –que puede a veces ser muy contradictoria– y nos confirma en la idea de que la Historia, al final del día, puede escribir derecho con renglones torcidos.
Al analizar la evolución de las sociedades, la metapolítica huye, sobre todo, de cualquier tipo de determinismo, recusa la idea de que puedan existir unas “leyes de la Historia”, abomina de la pretensión “progresista” según la cuál la humanidad avanza, de forma ineluctable, en un sentido único ante el que debemos doblegarnos. Frente al tiempo “lineal” del progresismo, la metapolítica reivindica el tiempo “esférico”: la historia es caos, es azar y tragedia inconmensurable, el futuro lo construyen los hombres cada día y está, por definición, siempre abierto. Pero la metapolítica, al auscultar el humus de los fenómenos sociales, ve crecer la hierba. Por esopuede ser útil para prevenir determinadas sorpresas.
¿Sorpresas? Un ejemplo reciente es la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas de noviembre 2016. Un hecho que revela el hartazgo de una parte del pueblo americano frente a algunas de las realidades que se describen (y se denuncian) en estas páginas: la arrogancia de las élites de la globalización, el secuestro de la democracia por una “Nueva clase” privilegiada, la tiranía de la corrección política, la arrogancia de los disciplinadores del pensamiento. Pero lo interesante no es tanto Trump –un personaje que encarna, para lo bueno y para lo malo, las extravagancias y contradicciones americanas– como el fenómeno que subyace bajo su éxito. Y para comprender –o anticipar– algo de ese fenómeno hubiera sido útil, más que escuchar a los opinadores en nómina, haber leído (entre otros) a un gran historiador metapolítico: el americano Christopher Lasch. A algo de todo eso nos referiremos en nuestro libro. ¡Atención! Entre los bálsamos del conformismo y los emplastos del pensamiento débil, nuestra época incuba una rebelión de contornos todavía impredecibles. Cada vez que la Historia se da por finiquitada, ésta nos da una sorpresa.
Baste todo ello como introducción a lo que en estas páginas se dice. Aludiremos ahora, de forma somera, a un aspecto que no se aborda suficientemente en ellas: a las afinidades entre Rusia y América.
¿Dos mundos aparte?
Este ensayo – que no sin cierta razón, alguien podría denominar panfleto – se divide en dos partes confrontadas, al modo de tesis y antítesis. En ellas se presentan dos mundos aparte. Pero aparte no quiere decir extrañados en galaxias remotas, inmunes a toda similitud o correspondencia. Si bien en términos metapolíticos la diferencia entre Rusia y América es grande, notables son también sus paralelismos.
El primero de ellos –ridículamente obvio– se plantea en términos de espacio físico. Sabemos que el espacio moldea a los hombres, que permea en sus actitudes y visiones del mundo. La amplitud, la majestuosidad, la inabarcabilidad de los espacios de Eurasia y de América alimentan la sed de absoluto, las visiones de totalidad, el sentido épico de una misión universal. Ambos países son bigger than life y tienen plena conciencia de su excepcionalidad. En correspondencia, el temple de sus opiniones públicas tiende a ser asertivo, resolutivo, a la altura de su importancia a escala global. Es un temple que acepta el desafío y que no rehúye el conflicto. En cierto modo, la historia late todavía por sus venas.[1]
Otra afinidad, vinculada también a la inmensidad del espacio, es la juventud. La conciencia histórica de una frontera recién conquistada –la gran expansión de ambos países tiene lugar durante las mismas décadas del siglo XIX– confiere a ambos una impronta de civilizaciones jóvenes, en cierto sentido bárbaras, que vienen a tomar el relevo de otras civilizaciones más sofisticadas y cansadas, ante las que resienten, no obstante, cierto complejo de inferioridad cultural.
Y esa vitalidad juvenil, casi adolescente, permea tanto las grandes empresas como los detalles nimios de la vida cotidiana. Es el sentimiento difuso –sin duda engañoso– de que cualquier cosa es posible. Es ese espejismo de libre albedrío que suele brotar en los grandes espacios. Y ése es quizá el elemento más chocante para cualquiera que, viniendo de la atmósfera tabulada de Europa, haya vivido en América o en Rusia. Arriesgarlo, apostarlo todo –la pasión rusa por el azar, tan bien descrita por Dostoyevski; la obsesión americana por el juego y la fortuna, simbolizada en Las Vegas–, apurar la vida hasta los límites y el exceso. En pos del éxito material, sin duda, como en el caso de los “nuevos rusos” surgidos de la gran almoneda de los años noventa y de la prosperidad de los años de Putin.
En cierto modo, la Rusia postsoviética de los “oligarcas” es un reflejo tardío de la era de los “barones bandidos” (robber barons) americanos, a fines del siglo XIX. Según esta idea, Rusia se encontraría todavía en un estadio preliminar de capitalismo corporativo, el mismo que los Estados Unidos conocieron hace más de un siglo. Y eso nos lleva a una obviedad: es preciso mantener en sus límites la visión idealizada de una “Rusia eterna” hecha de místicos, de iconos, de escritores-profetas y de empresas quiméricas. La más banal corrupción, la economía mafiosa, el consumismo rampante y la horterada de los nuevos ricos forman ya parte de una cierta identidad rusa: la forjada por el “capitalismo de frontera” de los años 1990 sobre el campo en ruinas de los valores soviéticos.
¿Dónde se sitúa entonces la diferencia entre Estados Unidos y Rusia? ¿Y entre Rusia y occidente? ¿Se trata realmente de “dos mundos aparte”?
Una posible respuesta reside en la constatación (expresada con las debidas reservas) de que, en Rusia, a pesar del peso de los “oligarcas”, no es el capitalismo corporativo quien dirige el país, sino que son las instancias políticas las que, en último término, aseguran la dirección global – y cuando es necesario, el control férreo– sobre el capitalismo corporativo. O dicho en términos dumezilianos: en Rusia la “primera función” (política) ejerce todavía su primacía natural sobre la “tercera función” (económica). Por el contrario, América es un sistema oligárquico en el que el dinero hace la ley. Si bien ¡sorpresa! la victoria de Donald Trump en 2016 supuso una descomunal bofetada para el establishment financiero, mediático y corporativo, nada hace pensar que el complejo militar-industrial y la oligarquía globalista no vayan a seguir en su sitio, ejerciendo sus funciones tutelares sobre la administración de turno.
Pero hay una diferencia más profunda, que atañe a la esencia nacional de ambos países. Mientras que los elementos arriba aludidos –el capitalismo de rapiña, el consumismo, la obsesión de la riqueza– se sitúan en el fundamento mismo del planeta americano, en Rusia constituyen sólo un factor más, dentro de una contextura social, histórica, cultural y psicológica mucho más compleja. Explorar en que medida esa contextura se manifiesta hoy en una dimensión de enfrentamiento y/o de alternativas entre Rusia y occidente, es uno de los objetivos de este libro.
América y Rusia, con Europa al fondo
Rusia y América son dos excepcionalismos que impregnan las opiniones públicas de sus países, que las reenvían a una concepción peculiar de sus naciones en tanto que naciones. Pero entre ambos se abre otro excepcionalismo: el europeo. Entre América y Rusia, Europa se impone a sí misma una misión universal: conducir a la vieja humanidad hacia la reconciliación de todas las diferencias, hacia la superación de los Estados y naciones, hacia la vía de salida de la historia. Europa quiere mostrar a sus hermanos menos evolucionados cómo acaba la aventura humana. Un excepcionalismo del vacío.
Europa es hoy –se congratulaba el filósofo Ulrich Beck– el “triunfo de la vacuidad substancial”. En otras palabras: es una Europa sin anclaje cultural o histórico, carente de alma o de principio interior, sin más horizonte que la “prosperidad” y el “crecimiento”, cobijada en su universo de pequeños dogmatismos –los famosos “valores”– que pretende además exportar al resto del mundo. Europa es una macrocefalia burocrática y abstracta, perdida en sí misma, regurgitadora de leyes y directivas, de reglamentos y fárragos que tabulan la existencia de sus pueblos y sepultan su dimensión política. Europa es un ente flácido, abierto a los vientos que la azotan, que reparte lluvias de dinero para comprar benevolencias mientras acata las órdenes de otro. La Europa bruselense es un agujero negro que engulle soberanías, identidades y culturas nacionales, que evacúa toda dimensión colectiva porque sólo reconoce a los individuos y a los derechos individuales, porque sólo espera la hora ansiada de fundirse en el resto de la humanidad.
Cobijada en el redil americano, Europa gestiona su reemplazo demográfico y religioso. La religión europea de la humanidad –ese “velo sobre nuestros ojos y ese edredón sobre nuestros corazones”, al decir de Pierre Manent– reposa sobre las armas americanas.
¿Para defenderse de quién? ¿De Rusia? ¿Verdaderamente?
Frente a esa perspectiva, Rusia aparece hoy orientada en una dirección opuesta, en una afirmación política, diplomática, militar y económica –pero sobre todo moral e ideológica– que es observada con sorpresa, cuando no con simpatía o fascinación, por muchos europeos. Muy especialmente por aquellos que no se resignan al ocaso sumiso que les preparan sus élites. Decía Nietzsche, en El Crepúsculo de los ídolos: “Rusia, la única potencia que tiene hoy esperanza de alguna duración, que puede esperar, que puede todavía prometer algo…”.
En cuanto a América, sus vaivenes político-electorales no podrán evitarle ser lo que siempre fue: una talasocracia expansiva, una civilización del desarraigo, una lavadora de la identidad de los pueblos, hasta la descoloración completa. La tan sobada “identidad de valores” entre Europa y América es sólo un mito. Ya sea en su variante aislacionista o en su vertiente mesiánico- intervencionista, los gobiernos americanos sólo serán pro-europeos en la justa medida en que coincida con sus propios intereses. Lo cuál responde a una lógica aplastante, de la que Europa debería contagiarse.
Pero a la Europa de Bruselas bien podría aplicarse aquella frase atribuida a un emperador romano: “Roma ya no está en Roma”.
Si los pueblos europeos quieren continuar en la historia, tendrán algún día que recobrar la dimensión política. Tendrán que remontar la vista más allá de esa tecnoestructura impersonal y anodina que ha secuestrado la idea europea. Y tendrán que replantearse su relación con América y Rusia.
Pero Europa se asemeja hoy a una dama vieja, frágil, sin descendencia, atrincherada en su casa, sepultada en sus recuerdos, rodeada de extraños, que espera la hora de extinguirse dulcemente, mirando la tele, hasta que llegue el momento en que otros se hagan cargo de la finca.
Esa vieja dama es la auténtica protagonista de este libro.
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[1] Lo cual no deja de ser una de las muchas paradojas de los Estados Unidos, un país cuya sociedad está dispuesta a asumir los envites de la historia, pero que es, desde su fundación, el primer gran ensayo mundial de sociedad posthistórica.