Lenin, el caudillo bolchevique (y IV)

Concluimos hoy, con esta cuarta entrega, nuestra serie de artículos sobre la biografía del tirano ruso.

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Tras los sucesivos fracasos de mayo y julio, Lenin publica en agosto su libro El Estado y la revolución en el cual postula la dictadura del proletariado como base fundamental e inalienable para acabar con el capital y el zarismo. La dictadura del proletariado fue, a la postre, la dictadura personal de una serie de genocidas totalitarios, Lenin primero y Stalin después, y del politburó del Partido Comunista tras la muerte del georgiano. Siguiendo con el libro, se debe destacar la incipiente estadolatría que Lenin esboza a lo largo de sus páginas. Esta exaltación del estado va –tanto ideológicamente como sistemáticamente– en contra del ideario publicado en el Pravda durante la Grand Guerre, en el cual se exige todo el poder a los soviets que –recordemos– eran organismos cuya praxis consistía en minar el poder del estado. Así, el paralelismo con las tesis de los comunards parisienses o del anarquismo teorizado por Bakunin –del que, recordemos, Lenin fue un radical seguidor en sus inicios políticos– que propugnaba la creación de unas elites que guiaran a las masas hacia los objetivos perseguidos por esa utopía política, era manifiesto. En honor a la verdad, es óbice reconocer a Lenin su capacidad –casi cirquense– de realizar, en breves espacios de tiempo, radicales virajes ideológicos. Y es que Lenin tan sólo buscaba la instauración de su poder, y para ello, se valía, modificaba o negaba todo aquello –aunque hubiera sido propugnado por el mismo– que consideraba necesario para la consecución de sus objetivos.
Dos meses después de la publicación de El Estado y la Revolución, se produce la Revolución de Octubre, por la cual, tras una serie de circunstancias –incapacidad del Gobierno de Kerensky, falta de previsión y actuación por parte de los militares, centrados en la guerra contra las potencias centroeuropeas–, los bolcheviques logran hacerse con el poder mediante un golpe de estado. En consecuencia, Lenin obtiene sin problemas la presidencia del Consejo de los Comisarios del Pueblo del Congreso de los Soviets y logra, al asalto, la toma del poder.
Erigido en la máxima autoridad de la nación, Lenin envía a miles de sus más acérrimos seguidores al frente con el objetivo de lograr desestabilizar la situación bélica, puesto que los ejércitos –antes rusos, ahora ya soviéticos– no lograban obtener una victoria ante los aliados centroeuropeos. El recién nombrado Presidente de los Soviets esperaba, al reforzar el frente, obtener una resonada victoria, recuperar parte del antiguo Ducado de Polonia y poder pactar con el II Reich alemán y Austria una paz favorable a los intereses soviéticos. Pero Lenin, una vez más, erró en sus cálculos y su ofensiva no sólo no logró hacer retroceder a los ejércitos de las potencias centroeuropeas, sino que estas avanzaron hasta Ucrania, haciendo decenas de miles de prisioneros y ocasionando otras bajas en la infantería rusa.
Ante el fracaso y la posibilidad de que los ejércitos austro-húngaro-germanos continuasen avanzando hacia el interior de Rusia, Lenin decidió romper unilateralmente el pacto defensivo con Francia y Gran Bretaña –bajo la excusa de que era un convenio militar realizado con potencias capitalistas– y firmó el Tratado de Brest-Litovsk con las potencias centroeuropeas. Brest–Litovsk fue absolutamente desastroso para Rusia, puesto que perdió Ucrania –considerada como el “granero” de Rusia– y las Repúblicas Bálticas que, tras largos años de lucha, lograban su independencia. Asimismo, firmó pagar una compensación de guerra a Alemania por valor de seis mil millones de marcos oros. A pesar de la tragedia, a todos los niveles, que Brest–Litovsk supuso para Rusia –y para Francia y Gran Bretaña que vieron como Alemania y los austro–húngaros podían reconcentrar sus tropas en un único frente– permitió conservar el poder a Lenin y sus Soviets.
Solucionado el problema de la participación rusa en la Primera Guerra Mundial, Lenin comienza a promulgar decretos que denotarán prematuramente las características que terminarían por definir el régimen bolchevique. El Presidente de los Soviets ejecuta –sin someter tal medida a votación por el Consejo– la abolición de la propiedad privada y la colectivización de las fincas agrarias –dejando, por tanto, al campesinado ruso sin propiedades e incumpliendo su promesa de agosto–, la creación del Ejército Rojo –a pesar de que no pocas veces escribió en Iskra que, en el caso de que el poder fuera tomado por los marxistas, se procedería a la abolición del ejército –puesto que entendía el estamento militar como una organización capitalista e imperialista–, la nacionalización de las industrias, el reconocimiento –más de forma teórica que práctica– de las diferentes nacionalidades que formaban Rusia y el traslado de la capital a Moscú, ciudad eminentemente industrial en la cual esperaba obtener más apoyo popular que en San Petersburgo.
Evidentemente, y teniendo en cuenta lo relativo del apoyo popular del que gozaban los bolcheviques, la oposición que englobaba desde socialrevolucionarios moderados –es decir, los mencheviques, seguidores de Plekhanov y antiguos aliados de Lenin– hasta monárquicos demócratas, se posicionó radicalmente en contra de los seguidores de Vladimir Illich. Sin embargo y aun siendo una clara mayoría, tanto social como política, cedieron de toda acción contra los bolcheviques. Este acto de pasividad dio alas a los bolcheviques que continuaron edificando la dictadura más genocida en el devenir histórico. El largo camino revolucionario recorrido por Lenin desde Simbirsk a Moscú terminaba por asentarlo en el poder más absoluto y criminal. Vladimir Illich Ulianov era, por fin, el caudillo bolchevique.
Anteriores artículos sobre la biografía de Lenin:
- Primera entrega
- Segunda entrega
- Tercera entrega

 

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