Odio de destrucción masiva

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Bush y sus comparsas [...] creían que la escabechina ocasionada en Irak era un episodio concluso, sin reparar en que su prepotencia y su lujuria bélica habían despertado la más pavorosa arma de destrucción masiva que conocieron los siglos. Un arma que hiberna en el pecho de los hombres y aguarda, a veces durante siglos, el fuego que prenderá su mecha. [...] A la postre, la guerra de Irak se saldará del siguiente modo: las tropas americanas y sus aliados o comparsas habrán de retirarse del territorio ocupado, incapaces de soportar la incesante sangría; los iraquíes, lejos de constituirse en pacífica democracia (como pretenden los propagandistas de cuentos de hadas), se enzarzarán en guerras intestinas por el control del poder, instaurando un caos que nos hará añorar al sacamantecas Sadam Husein; y el mundo probará, una y otra vez, el odio de los musulmanes, convertido definitivamente en arma de destrucción masiva. Todo pecado arrastra una penitencia; y de este desastre azuzado por paranoicos que ha sido la guerra de Irak no hemos sino empezado a saborear las consecuencias».
No soy ningún irenista candoroso, ni tampoco ningún embajador del Islam. Pero consideraba aquella guerra una calamidad provocada por motivos de naturaleza muy distinta a los declarados; y consideraba también que una dictadura como la de Sadam Husein, que a la vez que mantenía aquietado el peligro islamista protegía a las minorías religiosas (recordemos que Sadam Husein tenía, incluso, algún ministro cristiano en su gabinete), era el mejor katéjon (permítaseme el empleo del término paulino, cuyo sentido último algunos comprenderán) frente a la oleada de odio anticristiano latente en la región. Tales opiniones eran muy hostilmente recibidas en los ámbitos en los que yo desarrollaba mi labor de publicista, mayoritariamente conservadores, que por entonces —como ahora— estaban acaudillados intelectualmente por ´halcones´ poseídos por esa «lujuria bélica» a la que nos referíamos en aquel artículo (pero disfrazados de propagandistas de cuentos de hadas, por supuesto). Por condenar aquella guerra de Irak, denunciar las razones espurias que guiaban al gobierno americano (así como a sus patéticos comparsas) y augurar que, tras la caída de Sadam Husein, la región se convertiría en un polvorín recibí entonces multitud de injurias y difamaciones de gentes que trataban de intoxicar a sus lectores, haciéndoles creer que aquella guerra se había declarado para «llevar la libertad» a Irak y «extender la democracia» (risum teneatis). Pero yo bien sé que aquellas injurias y difamaciones las dictaba ese rechazo instintivo muy sagazmente detectado por Leonardo Castellani que los que viven en tiempo presente (¡y disfrutan de las ventajas y sobornos del tiempo presente!) sienten hacia el profeta que vive en tiempo futuro, al que desean empujar hacia la soledad, silenciar y finalmente matar, siquiera civilmente. Siendo sinceros, aquel designio lo han ido cumpliendo implacablemente durante todos estos años: negar que estoy cada vez más arrinconado sería tanto como vivir en un mundo de fantasía.
Siendo también sinceros, he de reconocer que me lo he ganado a pulso. Lo mismo que dije para la guerra de Irak lo repetí después para otros conflictos desatados en Oriente Próximo (la primaverita árabe, ciertas “intervenciones” desproporcionadas de Israel en la Franja de Gaza, la guerra de Siria, etcétera), en las que siempre he visto un afán por enviscar a los musulmanes y convertir la región en un avispero para satisfacer los intereses del Nuevo Orden Mundial, condenando además a los cristianos que pueblan estas latitudes al éxodo o al martirio. El resultado de todos estos episodios, tan aplaudidos por los jenízaros del mundialismo, están a la vista para cualquier persona no excesivamente atufada por la propaganda: una consolidación de las facciones islamistas que promueven la umma (unidad de todos los mahometanos bajo el fundente de la fe) y persecución a las comunidades de cristianos, a las que hasta hace poco —bajo regímenes corruptos, no lo negaremos, pero por ello mismo solo preocupados de mantener en paz el poder— se toleraba de modo más o menos sincero. Aquel odio de destrucción masiva que avizorábamos hace más de diez años se extiende rampante por Oriente Próximo; y, aunque desde la soledad y el desprestigio las dentelladas de los chacales hieren mucho más, mientras tenga voz «no he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca, o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo».
© ABC
 
Para comprender las alusiones de J. M. de Prada
He aquí algunos de los tweets lanzados por Hermann Tersch, antiguo periodista de El País —ahora en ABC y Telemadrid— y ardiente defensor tanto del Nuevo Orden Mundial como de la política de los Estados Unidos y sus secuaces en Oriente Próximo.
“Le dije al director de ABC que, por armonía doméstica, callaría ante las tonterías de J. M. de Prada. Ante la basura de hoy [se refiere a este artículo], es imposible hacerlo.
“El artículo de Juan Manuel de Prada es mugre de la peor, servida con soberbia rufianesca.”

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