El fin de Europa: una idea que en nuestros días se asocia a toda una corriente de literatura lastimera que incide no tanto sobre la idea de decadencia –palabra démodée donde las haya–, sino más bien sobre la de desaparición pura y simple. Europa se diluye en un letargo, preludio de una “muerte dulce”, sin drama y sin grandeza; Europa purga sus culpas poniéndose al servicio de un proyecto mundialista, ocultándose detrás de la humanidad. No sólo ideas como patria, pueblo, destino colectivo o raza han quedado definitivamente malditas: también todas aquellas que, simplemente, remiten a una dimensión hereditaria, a una determinación colectiva, a una específica identidadeuropea. Consecuencia: Europa es hoy poco más que una experiencia piloto de la globalización, o un subconjunto del mercado mundial.
El pensamiento crítico que en nuestros días trata de analizar las razones de esta deriva normalmente busca explicaciones entre determinados fenómenos ideológicos, tales como el relativismo posmoderno, el individualismo narcisista, el consumismo, los complejos de culpa o el etnomasoquismo. Pero este tipo de análisis –por lo demás plenamente válidos– siempre estarán incompletos si no señalan con claridad dónde se encuentran buena parte de los orígenes directos de aquello que se denuncia.
¿Existir después de Auschwitz? Esta frase tantas veces repetida, repetida hasta la saciedad, es la inscripción que figura en la losa que amenaza con sepultar definitivamente a Europa bajo el peso de la culpa. Levantar esa losa, hacerla trizas, sólo podrá lograrse cuando definitivamente se haya logrado pasar página y confinar sin ninguna reserva el más negro capítulo de la historia europea en el lugar que por derecho le corresponde en la historia universal de la infamia.
Entendámonos. Hoy todo el mundo –entiéndase: todo el mundo normal, y no aquellos que, prisioneros de sus odios, obsesiones y mitomanías, serían más bien objeto de estudio psicopatológico– asume el carácter intrínsecamente inhumano, destructivo y criminal del nazismo. Lo que ocurre es que, todavía hoy, algunos sectores de lo que en nuestros días se llama “movimiento identitario” (así como en ciertos ambientes “de derechas”, por no hablar de la extrema derecha) no se resisten a la tentación de, en cierto modo, “contextualizar” la experiencia nazi. Así, ésta se deplora como el producto de unas circunstancias en las que las culpas estaban muy repartidas, o se recuerda que frente a los nazis también se encontraban otros actores que cometían atrocidades igualmente execrables. Se trata de un discurso en el que –quizá por reacción extrema frente a nuestra época– subyace también una cierta ambigüedad, o una inconfesada sugestión por la forma teatral y aparatosa en la que el nazismo exaltaba aquello de lo que hoy más carecemos: un sentido de orgullo colectivo, las ideas de identidad y de comunidad de destino. Y la nostalgia por un cierto ideal europeísta que fue tardíamente explotado por los nazis para conseguir aliados. Veamos.
¿Puede hablarse de un “europeísmo nazi”? ¿Supuso 1945 la “derrota de Europa”? Que la victoria final del nazismo hubiera supuesto el fin de Europa tal y como la conocemos es algo que cae de su peso si simplemente examinamos el proyecto que Hitler y sus secuaces tenían reservado para el continente: convertir toda su mitad central y oriental en su Lebensraum, y lo que entonces eran Polonia y la Unión Soviética en una gran colonia alemana. Y para ello había que erradicar una de las grandes culturas europeas: la cultura eslava –San Petersburgo debía desaparecer en las marismas de las que surgió–, y reducir a sus habitantes a un estado de pieles rojas semisalvajes al servicio de rubicundos granjeros teutónicos. Claro que fue el pueblo ruso –el pueblo ruso, y no el comunismo– el que hizo añicos este designio, y de paso liberó al mundo de semejante engendro.
Que esa perspectiva de patanes, tan materialista como vulgarmente pedestre –a pesar de todos sus aditamentos propagandísticos de “cruzada” contra el bolchevismo– fuera el objetivo supremo del esfuerzo de guerra nazi sólo puede explicarse por el carácter desoladoramente mediocre de su ideología. Porque el núcleo de la ideología nazi –más allá de su estética, de todos sus guiños al romanticismo germánico y de un misticismo telúrico que todavía fascina a algunos necios– no era más que un chauvinismo germánico típicamente decimonónico, fundido con un militarismo cuartelero y un vulgar darwinismo social que se pretendía “científico” y que sustituía el axioma marxista de la historia como “lucha de clases” por el de la historia como “lucha de razas”: dos simplificaciones aptas para que los tontos vean la luz.
Que ése era el núcleo íntimo de la ideología nazi –tan pseudocientífico como absolutamente materialista– lo sabemos hoy bien por las confesiones de su líder ante los más íntimos acólitos, en las que cínicamente se burlaba de los delirios místico-germánicos de algunos de sus devotos allegados. El nazismo no era, pues, más que una cuestión de poder. De poder material, de dominio en su sentido más brutal. Sobre Alemania primero, luego sobre Europa, luego sobre el mundo. En este sentido, el nazismo era poco más que un nihilismo. Algo que entendió muy bien el que posiblemente fuera el más listo de entre los jerarcas nazis: el “tecnócrata del poder” y arquitecto del Holocausto, Reinhard Heydrich.
Y eso es algo que nunca entendieron los auténticos creyentes, tales como Alfred Rosenberg (posiblemente el más tonto de todos los nazis de primera línea). Y entre todos esos creyentes fabricarían un kitsch ideológico apto para las ensoñaciones bobaliconas de los pequeños burgueses, para el alivio de las frustraciones y alimento de los delirios resultantes del trauma de la primera guerra mundial. Porque el nazismo está lleno de kitsch. Una irreprimible cursilería que se manifiesta en sus productos culturales, en las idealizaciones sensibleras de su “arte popular”, en el pompiérisme amazacotado de su pintura y escultura, en la fastuosidad de nuevo rico de su arquitectura, y no digamos en esa lamentable parafernalia geométrica que hoy sólo movería a risa si no estuviera asociada a tantos crímenes.
Nada ha quedado de válido entre los productos culturales generados por y en torno al nazismo. Nada que de lejos que pueda compararse a los artistas, escritores o intelectuales que sí dieron su apoyo al fascismo en otros países europeos, tales como Italia o Francia. Tras el esplendor cultural de la república de Weimar, el nazismo instaló un erial que silenció o lanzó al exilio interior o exterior a todos aquellos que tenían un mínimo de dignidad intelectual o moral, incluidos aquellos representantes de la llamada “Revolución conservadora” que, si bien en un principio pensaron que la cosa podía reconducirse, muy pronto vieron la que se les caía encima: un dirigismo cultural implacable, dirigido a troquelar los cerebros de los alemanes en una masa de autómatas de pelo corto e ideas al pelo, de carne de cañón lista para que su Führer pudiese imponer –primero a Alemania y después al mundo– su cosmovisión de cabo chusquero.
El nazismo como empresa de dominio. Al servicio de Alemania, no de Europa. O de una Europa germanizada, estratificada en vagones de primera, segunda y tercera clase según su grado de servilismo a un Berlín instituido en capital del mundo, o de su proximidad genética a la sedicente “raza aria”: entelequia producto de las elucubraciones de una retahíla de freaks intelectuales que hoy harían las delicias de cualquier plató de circo televisivo.
El nazismo como empresa de dominio. Una empresa que, para asegurarse un apoyo popular amplio, utilizó el instrumento más rastrero posible: identificar un chivo expiatorio indefenso y señalarlo como víctima propiciatoria. Que los judíos alemanes eran patriotas alemanes –de entre todos los judíos de Europa, los mejores patriotas de su nación adoptiva– es algo indiscutible. Que los judíos alemanes ayudaron como nadie a Alemania durante los siglos XIX y XX a arrebatar la primacía intelectual y cultural a Francia y Gran Bretaña, es también indiscutible. Y que todo eso no les valió de nada, hoy lo sabemos demasiado bien. En el nazismo confluyen todas las alucinaciones conspiracionistas, todos los prejuicios y todos los odios atávicos que, bajo la forma del antisemitismo, constituyen uno de los peores detritos de la historia intelectual europea.
Hoy conocemos demasiado bien el resultado. Yerran miserablemente todos aquellos pseudohistoriadores e ideólogos que, ya sea desde posturas revisionistas o “negacionistas”, se afanan en una contabilidad macabra para intentar demostrar lo indemostrable: que los varios millones de judíos que entonces existían en Europa desaparecieron poco menos que por ensalmo. Porque lo esencial aquí –a los efectos de la categorización moral del nazismo– no es que la cifra total de judíos asesinados sea o no de 6 millones (o de cuatro y medio, o de siete u ocho), o que tantos o tantos cientos de miles hubieran perecido en las cámaras de gas o por un balazo en la cabeza. Lo esencial es el hecho de que el genocidio tuvo lugar, un genocidio premeditado, consciente e intencionalmente organizado por los nazis. Allí por donde pasaron, los ejércitos alemanes fueron liberando todo lo más abyecto: los odios, las envidias y los prejuicios acumulados –también las codicias y miserias– de entre las poblaciones ocupadas, para dirigirlas en una espiral de violencia contra una población indefensa. El resultado final fue la destrucción de los judíos de Europa.
Es aquí donde el nazismo alcanza su grado específico de abyección: en la industrialización de un designio de exterminio, en la racionalización burocrática de la barbarie. Algo que es aplicable también a la forma nazi de hacer la guerra. La guerra en Rusia se plantea ante todo como una guerra racial o biológica, como una empresa de exterminio de la que explícitamente se excluyeron todas las viejas reglas de caballerosidad y de respeto al vencido. ¡Cuanta más civilización –aún dentro de la barbarie de toda guerra– tuvieron un siglo y medio antes los conflictos napoleónicos! Con los nazis, el viejo ius belli europeo se vio sustituido por una contabilidad de carniceros. No podían obrar de otro modo quienes no dudaron en pisotear la más elemental norma de humanidad: la defensa del débil, el respeto al indefenso. Y aún así, como un trágico sarcasmo, los nazis pretendían encarnar la idea de Europa.
Porque hay muy poco de europeo en el nazismo. Y sí mucho de específicamente antieuropeo. Porque lo que desde los albores de Grecia hizo la especificidad de la civilización europea fue la idea de ciudadanía, del gobernante como primus inter pares, de la libertad individual, de la democracia. Todo lo contrario de esa supresión de las libertades y de esa anulación de los individuos en una masa de comulgantes, en la instauración de un culto al líder presentado como poco menos que un semidiós. Lo cual tiene muy poco de europeo y sí mucho de oriental.
Y si –a pesar de todo– la experiencia histórica de la Alemania de entonces sigue concitando entre algunos un cierto morbo teñido de admiración, no puede serlo en base a lo específicamente nazi de la experiencia, sino más bien a algunas de las cualidades propiamente alemanas que, una vez más, salieron a la luz durante aquellos años: el coraje, la capacidad de resistencia, el sacrificio y la determinación de batirse hasta el fin. Y también porque esas cualidades se pusieron al servicio de valores no necesariamente negativos (las ideas de patria, de comunidad, y una cierta concepción heroica de la vida), aunque luego fueran demagógicamente deformados. En realidad se trata de una nostalgia estúpida, porque todo ello redundó en una locura criminal. Y porque además conviene no olvidar que el nazismo no fue sino una deformación malsana del carácter de una nación: fueron los aspectos negativos esas mismas cualidades (el conformismo, la disciplina acrítica, la rigidez ordenancista, el miedo a la libertad en suma) los que hicieron posible el ascenso del nazismo y su mantenimiento hasta el trágico fin. Cuando se quiso reaccionar, ya era demasiado tarde.
El nazismo como fascismo alemán –es decir, como la variante alemana del fascismo– absorbió en el campo gravitatorio del Mal a las otras formas de fascismo europeo que, como en el caso italiano en los años veinte, al menos en sus primeros orígenes no hacían presagiar el cariz odioso que la empresa fascista adoptaría para el mundo. Pero empeñarse en hipótesis sobre los rumbos que pudo tomar la historia no tiene ningún sentido: la historia es la que es, y no se puede cambiar. El nazismo arrastró irremisiblemente a su tumba a todo el fascismo europeo, que quedó para siempre manchado por su asociación, directa o indirecta, con la empresa criminal del Tercer Reich.
Con un agravante - que nos remite directamente a la época actual: el nacionalsocialismo alemán no se limitó a arrastrar por el fango las cualidades de un gran pueblo. También lo hizo con muchos de los valores que, desde siempre, habían formado parte del acervo de Europa. Es a partir de entonces cuando toda una serie de tradiciones culturales europeas quedaron teñidas de sospecha, el debate de ideas perdió su inocencia y conceptos como patria, pueblo, raza o destino colectivo quedaron definitivamente malditos. En realidad el nazismo marcó el fin de la vieja Europa, y en esas consecuencias estamos. Aplicando la vieja máxima latina: si buscas su monumento (el del fascismo), mira a tu alrededor.[1]
En nuestros días, cuando la crisis que vivimos a todos los niveles –crisis de valores, de perspectivas y del modelo socioeconómico de la posmodernidad– lleva a muchos a preguntarse por su identidad y a reivindicar una cierta idea de Europa (es el caso de los llamados partidos populistas, de los partidos identitarios o incluso de muchos votantes de los partidos tradicionales), todo intento de reconstitución del vínculo social y de búsqueda de un nuevo sentido colectivo, para ser creíble,deberá partir de una asunción clara de por qué nos encontramos donde nos encontramos. Sin ninguna ambigüedad y sin ninguna reserva. Para pasar página de una vez por todas será antes preciso que todos echen un definitivo cerrojo: el de la letrina intelectual y moral del fascismo.
[1] Si monumentum requiris, circumspice.