La tentación era tan grande que el ex ministro de Relaciones Exteriores de Venezuela, Simón Alberto Consalvi, no ha podido resistirse para hacerse la pregunta que sirve de título a este artículo: ¿Qué tiene Zelaya en la cabeza además de sombrero? Viene esto en relación con el esperpéntico espectáculo que el presidente expulsado de Honduras, José Manuel Zelaya, ha protagonizado estos días, desoyendo el consejo de cuantos no ha querido escuchar, y en actitud propia de excursión de fin de semana, ha hecho una breve incursión en su propio país.
El origen del desvarío de Zelaya que tiene su punto de arranque inmediato en la pintoresca e innecesaria deposición por parte de las fuerzas armadas hondureñas, cuando su destitución podía haberse realizado por los cauces previstos en la Constitución del país centroamericano, hay que situarlo en el respaldo nada oculto que el presidente bolivariano Hugo Chávez ha prestado al ahora presidente itinerante Zelaya. El patronímico Hugo ha permitido la acuñación de un neologismo: hugolatría y el émulo de Bolívar se siente empeñado en una campaña libertadora al amparo de la consigna Patria, Socialismo o Muerte.
Las miras imperiales del caudillo bolivariano se fijaron en esta ocasión en un señor de derechas de toda la vida, vinculado por familia a un golpe de Estado en la década de los ochenta que interrumpió violentamente el hilo constitucional de su país, Honduras. Hombre de negocios, importante hacendado e impulsor de prácticas liberales en el manejo de la economía, fue seducido por las generosas dádivas petroleras de Hugo Chávez, y en un giro copernicano se pasó con armas y bagaje a las filas de la revolución precursora del socialismo del siglo XXI.
El tedio de todos los veranos nos ha servido la habitual serpiente estival, en esta ocasión amenizada por la prenda que pone al hombre, y a la mujer, faltaría más, a cubierto de los rigores del sol: el sombrero. Y sombrero en mano, es un decir, entró en Honduras. Esta utilización continuada del chapeo por parte de Zelaya, debe proceder de la práctica de la época en que su país formaba parte de la Corona española; tiempos en que el Rey, cuando decidía conceder grandeza de España a algún noble, lo hacía utilizando la fórmula: ¡Cubríos!, haciendo referencia al privilegio de permanecer con la cabeza cubierta ante el monarca.
Al margen de obligadas chanzas, que tendrán su bolero, cha-cha-cha o merecumbé en demostración del inagotable ingenio caribeño, el suceso en pleno desarrollo ha impuesto una doble alineación en la comunidad iberoamericana: el ALBA (Alianza bolivariana de las Américas), por una parte, constituida por Cuba, Venezuela, Ecuador, Bolivia y Honduras, financiada por los petrodólares, menguados en estos momentos por la caída de los precios del crudo, y otro bloque, cuyos principales integrantes son Chile, Brasil, Colombia y México. El primero, arrastrado por la locomotora venezolana, es un amasijo ideológico en el que se mezclan eufóricas resonancias del asalto al palacio de invierno de 1917, indigenismo y una coincidencia por parte de sus dirigentes consistente en la intención de perpetuarse en el poder. Una maniobra dirigida por Zelaya, destinada a convocar una Asamblea Constituyente fruto de la cual el presidente pudiera ser reelegido indefinidamente, está en el origen del actual conflicto hondureño.
El otro bloque representa la puesta en práctica de políticas económicas en las que se mezcla la ortodoxia con el desarrollo social. Al analizar este grupo, los centros de observación económica, ponen de manifiesto progresos incluso en el marco de una recesión mundial con coletazos de difícil evasión.
El grupo ALBA está viviendo en estos momentos una prueba de fuego de la cual va a resultar difícil que salga indemne. La crisis hondureña está siendo utilizada por Chávez como un medio de sacar provecho para su proyecto de revolución continental; en ella ha invertido tiempo y dinero. En cuanto a tiempo, a juzgar por los resultados a día de hoy, está corriendo en su contra; y en dinero está resultando muy cara: el rendimiento-precio no justifica la inversión.
Pero al margen de los costes, el aspecto más negativo se manifiesta en el hecho de que poner pie en Honduras ha puesto al descubierto su vocación imperial en la región. A partir de ahora, los días de idilios revolucionarios darán paso a la percepción en la comunidad internacional, que hasta ahora ha mostrado actitudes que van de la neutralidad a la aceptación, de que la crisis que vive Venezuela es el espejo en que pueden verse las naciones iberoamericanas y caribeñas si los proyectos de Chávez se cumplen.
El caudillo bolivariano, al convencerse de que la mediación del presidente de Costa Rica, Oscar Arias, se ha agotado, por lo menos en su primera fase, con la consecuencia de que el retorno de Zelaya a Tegucigalpa no sería pacífico, tendrá que reconsiderar nuevas vías. Sin embargo, observadores de la situación establecen paralelismos, con las debidas distancias, y vislumbran un posible Waterloo. Tanto es así que coincidiendo con la celebración de los diez años de la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente, que fue la partera de la actual Carla Magna, a la vista de su constante violación, se percibe la fatiga de materiales del chavismo y de su líder.
La acusación que Hugo Chávez hace a sus adversarios de golpistas constituye una contradicción excesivamente manifiesta, con su reiterada interpretación a su conveniencia de lo establecido en la Constitución por el mismo refrendada.
Y esto tanto a los efectos internos como externos.
En el caso de Honduras el descaro ha sido demasiado evidente: mientras se autoasigna el papel de defensor de la constitucionalidad, en la práctica se convierte en caprichoso intérprete: un ejemplo marxista (de Grouxo) expresado en su célebre frase: “Tengo unos principios; si no le gustan, tengo otros”.
Uno de los aliados de Chávez en el arranque del proceso iniciado con el acceso de éste a la presidencia, Luis Miquelena, de vuelta de sus ensueños ha expresado estos días que cuando la autonomía de poderes no existe, se explica que tenga mayor justificación un cambio, y se extiende el otrora compañero y mentor del gran timonel, desde su experiencia nonagenaria, afirmando que “si el presidente tuviera algún sentido de la historia podría renunciar y el país se avocaría a constituir un nuevo gobierno.” Esta poco fundamentada esperanza se basa en que a pesar de la información reiterativa que propugna el llamado socialismo del siglo XXI, por obra de la destrucción de las instituciones, lo más probable es que dado el desorden económico imperante el país se encamina hacia una anarquía aniquiladora de la democracia de la que Venezuela, en otros tiempos, fue exportadora.