«El 12 de octubre, mal titulado el Día de la Raza, deberá ser en lo sucesivo el Día de la Hispanidad.» Con estas palabras encabezaba su extraordinario del 12 de octubre último un modesto semanario de Buenos Aires, El Eco de España. La palabra se debe a un sacerdote español y patriota que en la Argentina reside, D. Zacarías de Vizcarra. Si el concepto de Cristiandad comprende y a la vez caracteriza a todos los pueblos cristianos, ¿por qué no ha de acuñarse otra palabra, como ésta de Hispanidad, que comprenda también y caracterice a la totalidad de los pueblos hispánicos?
«Huma gente fortissima de Espanha»
André de Resende, el humanista, decía lo mismo, con palabras que elogia doña Carolina Michaëlis de Vasconcelos: «Hispani omnes sumus.» Almeida Garret lo decía también: «Somos Hispanos, e devemos chamar Hispanos a quantos habitamos a peninsula hispánica.» Y D. Ricardo Jorge ha dicho: «chamese Hispánia à peninsula, hispano ao seu habitante ondequer que demore, hispánico ao que lhe diez respeito.» Hispánicos son, pues, todos los pueblos que deben la civilización o el ser a los pueblos hispanos de la península. Hispanidad es el concepto que a todos los abarca.
Veamos hasta qué punto los caracteriza. La Hispanidad, desde luego, no es una raza. Tenía razón El Eco de España para decir que está mal puesto el nombre de Día de la Raza al del 12 de octubre. Sólo podría aceptarse en el sentido de evidenciar que los españoles no damos importancia a la sangre, ni al color de la piel, porque lo que llamamos raza no está constituido por aquellas características que puedan transmitirse al través de las obscuridades protoplásmicas, sino por aquellas otras que son luz del espíritu, como el habla y el credo. La Hispanidad está compuesta de hombres de las razas blanca, negra, india y malaya, y sus combinaciones, y sería absurdo buscar sus características por los métodos de la etnografía.
También por los de la geografía. Sería perderse antes de echar a andar. La Hispanidad no habita una tierra, sino muchas y muy diversas. La variedad del territorio peninsular, con ser tan grande, es unidad si se compara con la del que habitan los pueblos hispánicos. Magallanes, al Sur de Chile, hace pensar en el Norte de la Escandinavia. Algo más al Norte, el Sur de la Patagonia argentina, tiene clima siberiano. El hombre que en esas tierras se produce no puede parecerse al de Guayaquil, Veracruz o las Antillas, ni éste al de las altiplanicies andinas, ni éste al de la selvas paraguaya o brasileña. Los climas de Hispanidad son los de todo el mundo. Y esta falta de características geográficas y etnográficas, no deja de ser uno de los más decisivos caracteres de la Hispanidad. Por lo menos es posible afirmar, desde luego, que la Hispanidad no es ningún producto natural, y que su espíritu no es el de una tierra, ni el de una raza determinadas.
¿Es entonces la Historia quien lo ha ido definiendo? Todos los pueblos de la Hispanidad fueron gobernados por los mismos Monarcas desde 1580, año de la anexión de Portugal, hasta 1640, fecha de su separación, y antes y después por las dos monarquías peninsulares, desde los años de los descubrimientos hasta la separación de los pueblos de América. Todos ellos deben su civilización a los pueblos hispánicos. La civilización no es una aventura. Quiero decir que la comunidad de los pueblos hispánicos no puede ser la de los viajeros de un barco que, después de haber convivido unos días, se despiden para no volver a verse. Y no lo es, en efecto. Todos aquellos conservan un sentimiento de unidad, que no consiste tan sólo en hablar la misma lengua o en la comunidad del origen histórico, ni se expresa adecuadamente diciendo que es de solidaridad, porque por solidaridad entiende el diccionario de la Academia, una adhesión circunstancial a la causa de otros, y aquí no se trata de una adhesión circunstancial, sino permanente.
No exageremos, sin embargo, la medida de la unidad. Pero es un hecho que un Embajador de España no se siente tan extraño en Buenos Aires como en Río Janeiro, ni en Río Janeiro como en Londres, ni en Londres como en Tokío. Es también un hecho que no podrá desembarcar un pelotón de infantería de marina norteamericana en Nicaragua, sin que se lastime el patriotismo de la Argentina y del Perú, de Méjico y de España, y aún también el de Brasil y Portugal. No sólo esto. El mero deseo de un político norteamericano, Mr. William G. McAdoo, de que la Gran Bretaña y Francia transfieran a los Estados Unidos, para pago de sus deudas de guerra, sus posesiones en las Indias occidentales y las Guayanas inglesa y francesa, basta para que dé la voz de alarma un periódico tan saturado de patriotismo argentino como La Prensa, de Buenos Aires, que proclama (18 de noviembre, 1931), que todos los pueblos hispanoamericanos abogan por «la independencia de Puerto Rico, el retiro de tropas de Nicaragua y Haití, la reforma de la enmienda Platt y el desconocimiento, como doctrina, del enunciado de Monroe».
De otra parte, habría muchas razones para dudar de que sea muy sólida esta unidad que llamamos hispánica. En primer término, porque carece de órgano jurídico que la pueda afirmar con eficacia. Un ironista llamó a las Repúblicas hispanoamericanas «los Estados Desunidos del Sur», en contraposición a los Estados Unidos del Norte. Pero más grave que la falta del órgano es la constante crítica y negación de las dos fuentes históricas de la comunidad de los pueblos hispánicos, a saber: la religión católica y el régimen de la Monarquía católica española. Podrá decirse que esta doble negación es consubstancial con la existencia misma de las repúblicas hispanoamericanas, que forjaron su nacionalidad en lucha contra la dominación española. Pero esta interpretación es demasiado simple. Las naciones no se forman de un modo negativo, sino positivamente y por asociación del espíritu de sus habitantes a la tierra donde viven y mueren. Es puro accidente que, al formarse las nacionalidades hispánicas de América, prevalecieran en el mundo las ideas de la revolución francesa. Ocurrió que prevalecían y que han prevalecido durante todo el siglo pasado. Los mejores espíritus están ya saliendo de ellas, tan desengañados como Simón Bolívar, cuando dijo: «Los que hemos trabajado por la revolución hemos arado en el mar.»
Ahora están perplejos. Ya han perdido los más perspicaces la confianza que tenían en las doctrinas de la revolución. En su crisis actual, no quedarán muchos talentos que puedan asegurar, como Carlos Pellegrini hace tres cuartos de siglo, que «el progreso de la República Argentina es un hecho forzoso y fatal». La fatalidad del progreso es una de las ilusiones que aventó la gran guerra. Todos los ingenios hispanoamericanos no tienen la ruda franqueza con que el chileno Edwards Bello proclamó que: «el arte iberoamericano, sin raíces en las modalidades nacionales, carece de interés en Europa.» Pero muchos sienten que las cosas no marchan como debieran, ni mucho menos como en otro tiempo se esperaba. En lo económico, esos pueblos, que viven al día, dependen de las grandes naciones prestamistas, antes, de Inglaterra, ahora, de los Estados Unidos. No son pueblos de inventores, ni de grandes emprendedores. Sus investigadores son también escasos. Padecen, agravados, los males de España. Lo atribuye Edwards Bello, a que están divididos en tantas nacionalidades. Lo que hizo grande, a juicio suyo, a Bolívar y a Rubén Darío, fue haber podido ser, en un momento dado, el soldado y el poeta de todo un Continente. El hecho es que los pueblos hispánicos viven al día, sin ideal. ¿Y no dependerá la insuficiente solidaridad de los pueblos hispánicos de que han dejado apagarse y deslucirse sus comunes valores históricos? ¿Y no será esa también la causa de la falta de originalidad? Lo original, ¿no es lo originario?
Ahora está el espíritu de la Hispanidad medio disuelto, pero vivo. Se manifiesta de cuando en cuando como sentimiento de solidaridad y aún de comunidad, pero carece de órganos con que expresarse en actos. De otra parte, hay signos de intensificación. Empieza a hacer la crítica de la crítica que contra él se hizo y a cultivar mejor la Historia. La Historia está llamada a transformar nuestros panoramas espirituales y nunca ha carecido de buenos cultivadores en nuestros países. Lo que no tuvimos, salvo el caso único e incierto de Oliveira Martins, fue hombres cuyas ideas supieran iluminar los hechos y darles su valor y su sentido. Hasta ahora, por ejemplo, no se sabía, a pesar de los miles de libros que sobre ello se han escrito, cómo se había producido la separación de los países americanos. Desde el punto de vista español parecía una catástrofe tan inexplicable como las geológicas. Pero hace tiempo que entró en la geología la tendencia a explicarse las transformaciones por causas permanentes, siempre actuales. ¿Y por qué no han de haber separado de su historia a los países americanos las mismas causas que han hecho lo mismo con una parte tan numerosa del pueblo español? Si Castelar, en el más celebrado de sus discursos ha podido decir: «No hay nada más espantoso, más abominable, que aquel gran imperio español que era un sudario que se extendía sobre el planeta», y ello lo había aprendido D. Emilio de otros españoles, ¿por qué no han de ser estos intrépidos fiscales los maestros comunes de españoles e hispanoamericanos? Si todavía hay conferenciantes españoles que propalan por América paparruchas semejantes a las que creía Castelar, ¿por qué no hemos de suponer que, ya en el siglo XVIII, nuestros propios funcionarios, tocados de las pasiones de la Enciclopedia, empezaron a propagarlas? Pues bien, así fue. De España salió la separación de América. La crisis de la Hispanidad se inició en España.
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Un libro todavía reciente, Los Navíos de la Ilustración, de D. Ramón de Basterra, empezó a transformar el panorama cultural. Basterra se encontró en Venezuela con los papeles de la Compañía Guipuzcoana de Navegación, fundada en 1728, y vio que los barcos del conde Peña Florida y del marqués de Valmediano, de cuya propiedad fueron después partícipes las familias próceres de Venezuela, como los Bolívar, los Toro, Ibarra, La Madrid y Ascanio, llevaban y traían en sus camarotes y bodegas los libros de la Enciclopedia francesa y del siglo XVIII español. Por eso atribuyó Basterra la independencia de América al hecho de haberse criado Bolívar en las ideas de los Amigos del País de aquel tiempo. El error no consiste sino en suponer que acaeció solamente en Venezuela lo que ocurría al mismo tiempo en toda la América española y portuguesa, como consecuencia del cambio de ideas que el siglo XVIII trajo a España. Al régimen patriarcal de la Casa de Austria, abandonado en lo económico, escrupuloso en lo espiritual, sucedió bruscamente un ideal nuevo de ilustración, de negocios, de compañías por acciones, de carreteras, de explotación de los recursos naturales. Las Indias dejaron de ser el escenario donde se realizaba un intento evangélico para convertirse en codiciable patrimonio. Pero, ¿no ocurría lo propio en España?
Un erudito inglés, Mr. Cecil Jane, ha desarrollado recientemente la tesis de que la separación de América se debe a la extrañeza que a los criollos produjeron las novedades introducidas en el gobierno de aquellos países por los virreyes y gobernadores del siglo XVIII. El hecho de que los propios monarcas españoles incitaran a Jorge Juan y a Ulloa a poner en berlina todas las instituciones, así como los usos y costumbres, en sus Noticias Secretas de América, destruyó, a juicio de Mr. Jane, el fundamento mismo de la lealtad americana: «Desde ese momento ganó terreno la idea de disolver la unión con España, no porque fuese odiado el Gobierno español, sino porque parecía que el Gobierno había dejado de ser español, en todo, salvo el nombre.» Pero antes de Jorge Juan y Ulloa, antes de la Compañía Guipuzcoana de Navegación, cuenta D. Carlos Bosque, el historiador español (muerto hace poco en Lima para retardo de nuestras reivindicaciones), que el marqués de Castelldosrius fue nombrado virrey del Perú por recomendación del propio Luis XIV, por haber sido uno aristócrata catalán que abrazó contra el Archiduque la causa de Felipe V. Castelldosrius fue a Lima con la condición de permitir a los franceses un tráfico clandestino contrario al tradicional régimen del virreinato. Al morir Castelldosrius y verse sustituido por el Obispo de Quito, fue éste procesado por haber suprimido el contrabando francés, que era perjudicial para el Perú y para el Rey. El proceso culpa al obispo de haber prohibido pagar cuentas atrasadas del virrey. Es un dato que revela el cambio acontecido. Los virreyes empiezan a ir a América para pagar deudas antiguas. Así se pierde un mundo.
Todos los conocedores de la historia americana saben que el hecho central y decisivo del siglo XVIII fue la expulsión de los jesuitas. Sin ella no habría surgido, por lo menos entonces, el movimiento de la independencia. Lo reconoce, con lealtad característica, D. Leopoldo Lugones, poco afecto a la retórica hispanófila. La avaricia del marqués de Pombal, que quería explotar, en sociedad con los ingleses, los territorios de las misiones jesuíticas de la orilla izquierda del río Uruguay, y el amor propio de la marquesa de Pompadour, que no podía perdonar a los jesuitas que se negasen a reconocerla en la Corte una posición oficial, como querida de Luis XV, fueron los instrumentos de que se sirvieron los jansenistas y los filósofos para tratar de acabar con los jesuitas. El conde Aranda, enérgico, pero cerrado de mollera, les sirvió en España sin darse cuenta clara de lo que estaba haciendo. «Hay que empezar por los jesuitas como los más valientes», escribía D´Alembert a Chatolais. Y Voltaire a Helvecio, en 1761: «Destruidos los jesuitas, venceremos a la infame.» La «infame», para Voltaire, era la Iglesia. El hecho es que la expulsión de los jesuitas produjo en numerosas familias criollas un horror a España, que al cabo de seis generaciones no se ha desvanecido todavía. Ello se complicó con el intento del siglo XVIII de substituir los fundamentos de la aristocracia en América. Por una de las más antiguas Leyes de Indias, fechada en Segovia el 3 de julio de 1533, se establecía que: «Por honrar las personas, hijos y descendientes legítimos de los que se obligaren a hacer población (entiéndase tener casa en América)..., les hacemos hijosdalgos de solar conocido...» Por eso, las informaciones americanas sobre noblezas prescindieron en los siglos XVI y XVII, de los «abuelos de España», deteniéndose en cambio en referir con todo lujo de detalles, como dice el genealogista Lafuente Machain, las aventuras pasadas en América; y es que la aspiración, durante aquellos siglos, era tener sangre de Conquistador, y en ellas se basaba la aristocracia americana. El siglo XVIII trajo la pretensión de que se fundara la nobleza en los señoríos peninsulares, por medio de una distinción que estableció entre la hidalguía y la nobleza, según la cual la hidalguía era un hecho natural e indeleble, obra de la sangre, mientras la nobleza era de privilegio o nombramiento real. La aristocracia criolla se sintió relegada a segundo término, hasta que con las luchas de la independencia surgió la tercera nobleza de América, constituida por «los próceres», que fueron los caudillos de la revolución.
Hubo también otros criollos que siguieron las lecciones de los españoles, y se enamoraron de los ideales de la Enciclopedia, y su número fue creciendo tanto durante el curso del siglo XIX, que un estadista uruguayo, D. Luis Alberto de Herrera, podía escribir en 1910, que la América del Sur «vibra con las mismas pasiones de París, recogiendo idénticos sus dolores, sus indagaciones y sus estallidos neurasténicos. Ninguna otra experiencia se acepta; ningún otro testimonio de sabiduría cívica o de desinterés humano se coloca a su altura excelsa». Ha de reconocerse que Francia tiene su parte de razón cuando recaba para sí la primacía, como cabeza de la latinidad y principal protagonista de la revolución, diciendo a los hijos de la América hispánica: «Vous n´êtes pas les fils de l´Espagne, vous êtes les fils de la Révolution Francaise.» Bueno; ya no hay franceses, por lo menos entre los intelectuales distinguidos, que se entusiasmen con su revolución. Lo que hacen los de ahora es buscar en la música de la Marsellesa, que es himno sin Dios, entre los demás grandes himnos nacionales, la misma letra con que le hablaban a Juana de Arco las voces de Domorémy. Y empieza a haber no sólo españoles, sino americanos, que vislumbran que la herencia hispánica no es para desdeñada.
Saturados de lecturas extranjeras, volvemos a mirar con ojos nuevos la obra de la Hispanidad y apenas conseguimos abarcar su grandeza. Al descubrir las rutas marítimas de Oriente y Occidente hizo la unidad física del mundo; al hacer prevalecer en Trento el dogma que asegura a todos los hombres la posibilidad de salvación, y por tanto de progreso, constituyó la unidad de medida necesaria para que pueda hablarse con fundamento de la unidad moral del género humano. Por consiguiente, la Hispanidad creó la Historia Universal, y no hay obra en el mundo, fuera del Cristianismo, comparable a la suya. A ratos nos parece que después de haber servido nuestros pueblos un ideal absoluto, les será imposible contentarse con los ideales relativos de riqueza, cultura, seguridad o placer con que otros se satisfacen. Y, sin embargo, desechamos esta idea, porque un absolutismo que excluya de sus miras lo relativo y cotidiano, será menos absoluto que el que logre incluirlos. El ideal territorial que sustituyó en los pueblos hispánicos al católico tenía también, no sólo su necesidad, sino su justificación. Hay que hacer responsables de la prosperidad de cada región territorial a los hombres que la habitan. Mas por encima de la faena territorial se alza el espíritu de la Hispanidad. A veces es un gran poeta, como Rubén, quien nos lo hace sentir. A veces es un extranjero eminente quien nos dice, como Mr. Elihu Root, que: «Yo he tenido que aplicar en territorios de antiguo dominio español leyes españolas y angloamericanas y he advertido lo irreductible de los términos de orientación de la mentalidad jurídica de uno y otro país.» A veces es puramente la amenaza a la independencia de un pueblo hispánico lo que suscita el dolor de los demás.
Entonces percibimos el espíritu de la Hispanidad como una luz de lo alto. Desunidos, dispersos, nos damos cuenta de que la libertad no ha sido, ni puede ser, lazo de unión. Los pueblos no se unen en libertad, sino en la comunidad. Nuestra comunidad no es geográfica, sino espiritual. Es en el espíritu donde hallamos al mismo tiempo la comunidad y el ideal. Y es la Historia quien nos lo descubre. En cierto sentido está sobre la Historia, porque es el catolicismo. Y es verdad que ahora hay muchos semicultos que no pueden rezar el Padrenuestro o el Ave María, pero si los intelectuales de Francia están volviendo a rezarlos, ¿que razón hay, fuera de los descuidos de las apologéticas usuales, para que no los recen los de España? Hay otra parte puramente histórica, que nos descubre las capacidades de los pueblos hispánicos cuando el ideal los ilumina. Todo un sistema de doctrinas, de sentimientos, de leyes, de moral, con el que fuimos grandes; todo un sistema que parecía sepultarse entre las cenizas del pretérito y que ahora, en las ruinas del liberalismo, en el desprestigio de Rousseau, en el probado utopismo de Marx, vuelve a alzarse ante nuestras miradas y nos hace decir que nuestro siglo XVI, con todos sus descuidos, de reparación obligada, tenía razón y llevaba consigo el porvenir. Y aunque es muy cierto que la Historia nos descubre dos Hispanidades diversas, que Herriot días pasados ha querido distinguir, diciendo que era la una la del Greco, con su misticismo, su ensoñación y su intelectualismo, y la otra de Goya, con su realismo y su afición a la «canalla», y que pudieran llamarse también la España de Don Quijote y la de Sancho, la del espíritu y la de la materia, la verdad es que las dos no son sino una, y toda la cuestión se reduce a determinar quién debe gobernarla, si los suspiros o los eructos. Aquí ha triunfado, por el momento, Sancho; no me extrañará, sin embargo, que los pueblos de América acaben por seguir a Don Quijote. En todo caso, hallarán unos y otros su esperanza en la Historia: «Ex proeterito spes in futurum.»