Apenas el pobre niño había tenido tiempo de exhalar su último aliento y ya la foto de su cuerpecito ahogado era publicada en toda Europa, a la vez que se convertía en instrumento de culpabilización masiva. En el preciso momento en que los europeos empiezan a comprender que su sobrevivencia se juega en cada nueva oleada migratoria, los carroñeros lanzan la foto de un cadáver infantil cuya historia todo el mundo ignora aún.
Lo que se sabe al comienzo es que el niño es sirio, originario de la ciudad kurda de Kobané, violentamente atacada por el Estado islámico en varias ocasiones y especialmente el pasado mes de junio. También se sabe que el mar ha arrojado su cuerpo a una playa turca mientras sus padres intentaban huir a Europa. En pocas horas la foto se ha convertido en la de la “vergüenza”. Las cadenas radio-televisivas repiten su nombre unas tras otras, los políticos prometen lo imposible y Europa se convierte en la gran culpable. Todos a una: ministros, cantantes, actores, presentadores, periodistas y hasta obispos. Un niño ha muerto al otro lado del mar y, además de llorar, cada europeo tiene que estar avergonzado y abrir las puertas de su salón.
Y los sinvergüenzas que organizan el lloriqueo culpabilizador son los mismos que fomentan desde hace cuatro años y medio una sangrienta guerra en Siria, en nombre de “los derechos humanos”, sin oír el grito aterrado de los sirios, cada vez más amenazados por unos islamistas procedentes del mundo entero y que cuentan con el aval —así sea pasivo— de las grandes potencias occidentales.
Este niño es, en primer lugar, una de las numerosas víctimas de una guerra alentada por quienes quisieran hoy hacernos cargar con el mochuelo y a quienes les importan un bledo los miles de niños sacrificados en aras de su criminal política internacional en Oriente Medio. Son los mismos que se callan, por lo demás, cada vez que un europeo muere a manos de un extranjero.
Este niño no es ciertamente la víctima de una política de restricción de la inmigración que cada vez desean un mayor número de europeos. Es más bien víctima de lo contrario: de un laxismo migratorio que ha hecho creer a su padre que valía la pena correr tan altos riesgos para alcanzar el país de Jauja llamado Europa.
Porque pocas horas después de la locura emotiva, hablaba la hermana del padre. Resulta que la familia vivía desde hace tres años en Turquía, y proyectaba irse a Canadá. Finalmente fue, sin embargo, Europa el destino escogido. Y ello por una simple y vulgar cuestión: el padre tenía necesidad de ir al dentista. La culpabilización puede acabar ahí: el hombre no huía de ningún país en guerra.
¿Y qué respuesta ofrecen los dirigentes de esta Europa sumergida por oleadas de inmigrantes? ¡Venid, venid, cuantos más, mejor! Tomad desmedidos riesgos para penetrar en países agotados y ya superados por flujos incontrolables de inmigrantes. Es porque en Europa algunas almas bellas culpabilizan a sus pueblos y fomentan una invasión imposible de asumir, por lo que a miles de kilómetros un padre ha tomado el riesgo de ver morir a sus hijos. Esto es todo.
Si por algo deben los europeos sentirse culpables es por haber llevado al poder desde hace décadas a unos políticos que se han hecho los reyes del arte del suicidio colectivo impuesto mediante la manipulación de cadáveres.
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