"Y España, carajo, y ya está"

¡Gracias por volver, maestro!

Ése, el del título, fue el grito que restalló en la plaza cuando el segundo toro de José Tomás se iba, exhausto, hacia las dehesas del sueño eterno. Quien lo lanzó puso definición exacta, certera, al sentimiento unánime de 20.000 personas. Acabábamos de asistir al acontecimiento estético, ético, político y religioso más importante del año. Quizá de la década. Escribo a borbotones. Tuve de mi parte, el domingo, al Hado. Será exageración, pero mentiría si no dijese que muy pocas veces -si alguna hay- he vivido una jornada de tanta emoción, exaltación, plenitud y gloria, no por ajena, esta última, menos mía. Y de todos.

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FERNANDO SÁNCHEZ DRAGÓ

Cuando José Tomás, vencida ya su última fiera, saludó a la ciudad y al orbe desde el centro de la plaza con una oreja en cada mano, pensé y dije a quien conmigo iba que aquel hombre con hechuras de semidiós helénico nunca podría jugar más fuerte, ni llegar más lejos, ni rayar más alto. Su victoria era homérica y el tributo que la afición, puesta en pie, le rendía, era análogo al que las tropas aqueas ofrecieron al cadáver de Aquiles frente a los muros de Troya.

Más y mejor, aquí abajo, no cabe. Cargado de razón y de pasión había dicho Hemingway, en su día, que cambiaba el premio Nobel por una oreja en Las Ventas. José Tomás cortó tres, y La Monumental de Barcelona fue, ese domingo, la capital del mundo, y en ella estaba Madrid, y estaba España, y estaban Cataluña y Ronda, y Curro, y la Duquesa, y Gimferrer, y Serrat junto a Sabina, dos pájaros de un tiro, y 250 corresponsales extranjeros, y la derecha y la izquierda, y Wall Street, y el ángel, y el duende, y el soplo, y estaba el pueblo llano.

¿Tres orejas? Yo le habría dado cuatro, regalándole una, pues regalo habría sido la segunda de su primer toro, fallecido de estocada aviesa y sangrante bajonazo, en atención a razones de oportunidad y alta significación histórica concernientes al regreso de José Tomás, en el momento y lugar en que lo hacía, y al futuro de la Tauromaquia.

Hice, incluso, cuanto pude para convencer al presidente, con la debida humildad, pues el Hado, siempre el Hado, quiso que mi asiento estuviese a 30 centímetros escasos de su cátedra –sentía, palabra, el aliento de la autoridad competente en mi plebeya nuca–, pero no hubo forma. Se atuvo el hombre a lo que los cánones mandaban y no se avino a mi desafuero. Bien está, vale así, no tengo queja.

Y a santo de qué demonio voy a tenerla si luego –otra vez el Hado– salí de la plaza tan contento como debió de estarlo Jesús el día de su Ascensión, ni que lo hiciera yo por la Puerta Grande y a hombros de los mismos entusiastas que cargaron con el peso amigo de Cayetano y Tomás, y me fui a tomar una caña al Bretón por entre los escombros del paisaje posterior a la batalla de los antitaurinos, y en su terraza me topé con Jorge Sanz, y me dijo éste que nos fuéramos al hotel Arts, porque allí se desvestía el maestro, y le dije: “No saldrá”, y dijo Jorge que saldría, y fuimos, y salió, caramba, vaya que si salió, contuso aquel cuerpo glorioso por el arreón que en la costilla de Adán le había endiñado su primero, y pensé yo que se me iban a ir a hacer puñetas por la emoción los tres bypasses de las coronarias, pero no, aguantaron, y el médico dijo que el maestro se tomara un Voltarén para bajar los humos del golpe, y hubo que salir a buscarlo, domingo por la noche, en las quimbambas, y lo hicimos, y a portagayola, aún en el vestíbulo del hotel, de nuevo el Hado, nos lo dio, el Voltarén, una chica que andaba por allí con la ilusión de ver y tocar al hombre que se llama como el apóstol que tocó y vio a Jesús, y que lo llevaba, lo juro, en el bolso, y salió también el padre del matador, y otros miembros de su familia y su cuadrilla, y Salvador Boix, su apoderado, y el guitarrista Vicente Amigo, y varias mujeres, propias y ajenas, y ya sólo faltaban Joaquín Sabina y Boadella, que no vinieron, pero daba igual, porque con el héroe del día bastaba y sobraba –¡gracias por volver, maestro!– y... Lo dicho: el Hado.

Conque nos fuimos todos juntos a cenar, allí cerquita, bajo la fresca, al aire libre, chanquetes, gambas al ajillo, gazpacho malo, jamón del bueno, jibias y chopitos, cerveza, y ya todo fue conversación, y notas a la corrida, y ocurrencias, y alfilerazos y estocadas verbales, y lances de toros y cañas, y de hazañas, sabrosamente contadas, y amistad, y alegrías por bulerías, y olés, porque la Fiesta se había salvado, había resucitado, cuando más apuradita estaba y en el lugar donde más achuchones sufría, gracias al mando en plaza –el abuelo de Tomás tiró el bastón a su nieto cuando éste daba la vuelta al ruedo, y el niño que iba con él a los toros lo empuñó, qué estampa, qué majeza– de un hombre ya legendario que no sabe ni puede ni quiere vivir sin torear. Y así, pero no me guarden envidias ni me carguen culpas, porque no fui yo, porque fue el Hado, nos dieron, aunque no estaba Sabina, las once y las doce de la noche, y la una, y las dos, y casi las tres de la madrugada.

Por eso escribo ahora a borbotones, sin concierto ni sindéresis, a ráfagas de emoción, con tres horas de sueño mal hilvanado y la formidable resaca de haber asistido al retorno del Jedi, a la Parusía, a la reanimación del supuesto cadáver –los muertos que vos matáis– de la liturgia, ceremonia y sacramento que más devoción me inspira, de lo que más me gusta en el mundo, más que las chicas, que son los toros, y de haber pasado seis horas, cuatro de ellas mano a mano, con el maestro al hilo de una velada como aquellas que fueron, in illo témpore, y que yo no pude vivir, de Orson Welles, y de Ava Gardner y Sinatra, y de Hemingway y Lady Brett, y del Niño de la Palma, y Ordóñez, y los Dominguín, y el Pipo, y...

Y España, ¡carajo!, y ya está.

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