Por utilizar una metáfora hortícola a propósito de las famosas “raíces cristianas” de Europa, ¿no sería oportuno evocar sus raíces paganas, un tronco cristiano y ramas judeo-musulmanas?
Más que famosas, la “raíces cristianas” de Europa me parecen falaces. Si las palabras tienen sentido, las raíces son lo que se hunde en lo más profundo, lo que afecta al origen. Ahora bien, sin remontarnos siquiera al neolítico, o antes, es evidente que las raíces de Europa remiten a la Antigüedad precristiana, y más concretamente a las culturas grecorromanas, celtogermánicas y baltoeslavas, cuya existencia está atestiguada muchos siglos, y a veces milenarios, antes del nacimiento de Cristo. Los poemas homéricos, compuestos antes siquiera de que escribiera la Biblia, ¿no formarían parte de nuestras raíces? ¿Tampoco los presocráticos, la República romana, la religión celta o las construcciones megalíticas de Stonehenge y de Newgrande? Seamos serios, por favor. Nadie puede negar el papel del cristianisimo en la historia de Europa, pero hablar de “raíces cristianas” es harina de otro costal. En el plano espiritual, las raíces de Europa están constituidas por las religiones de la Antigüedad. Hacer como si las culturas de la Antigüedad precristiana no hubiesen existido equivale simplemente a amputar la memoria europea de su larga duración.
Dicho lo cual, su metáfora hortícola me deja un poco escéptico. Evoca una historia estrictamente linear que no parece corresponder a la realidad. Si se quiere poner de relieve la pluralidad dialéctica de los elementos que han contribuido a la historia de Europa, me parece más fructífero compaginar un enfoque sincrónico y otro diacrónico.
Antaño fiesta pagana, y luego fiesta de la Natividad para los cristianos, la Navidad se ha convertido actualmente en una fiesta del consumismo. ¿Cabe resumir las cosas de esta manera?
Como sabe, o debería saber, todo el mundo, los Evangelios (ya sean canónicos o apócrifos) no dicen ni una palabra sobre la fecha de nacimiento de quien era conocido por sus contemporáneos como Ieschua ben Miriam, y que conocemos por el nombre de Jesús. Hacia el año 245, Orígenes declarará, por lo demás, “inconveniente” ocuparse de tal cuestión. Sólo fue a partir del II o del III siglo cuando se creyó conveniente ponerse a buscar una fecha para el nacimiento de Jesús. Se produjeron entonces afirmaciones totalmente contradictorias. El De Pascha Computus, atribuido durante mucho tiempo a Cipriano de Cartago, se pronunció a favor del 28 de marzo, mientras que las comunidades cristianas de Oriente lo hacían por el 6 de enero, fecha que correspondía para los griegos a la Epifanía de Dioniso. En Occidente, la fecha del 25 de diciembre se impuso probablemente para contrarrestar la influencia del culto de Mitra, cuyo renacimiento anual se celebraba este día, poco después de las Saturnales romanas. También era el día en que, durante el Imperio, se conmemoraba la fiesta del Sol invictus. La primera mención latina del 25 de diciembre como fiesta de la Natividad se remonta al año 354, mientras que la celebración propiamente dicha parece haber sido instituida bajo Honorio, que reinó en Occidente de 395 a 423. La Navidad, sin embargo, sólo se convertirá en fiesta de guardar con ocasión del concilio de Agde, en 506. Justiniano la proclamó, en 529, día festivo.
Es evidentemente una abyección que la Navidad se haya convertido actualmente en una “fiesta del consumismo”. Uno de los autores de Boulevard Voltaire [periódico en el que se publica la entrevista – N. del T.]aprovechó, por cierto, tal circunstancia para acusar de ello, en una reciente crónica, a “algún dios pagano del consumo”. Quisiera realmente saber a qué divinidad estaba aludiendo. ¿En qué texto sagrado del paganismo habría podido encontrar un elogio del “consumo”? ¿En el Hávamál? ¿En los Mabinogion? ¿En el Atharva-Veda? ¿En la Ilíada o en la Odisea? ¿En la antigua teología romana? Lo indudable es que el paganismos antiguo condena constantemente el “consumo” en el sentido que le damos hoy a este término. Véase el mito de Mida, el de Gullveig, la “maldición del oro” en la religión germánica. El consumo mercantil pertenece a esa desmesura que los griegos denominaban hubris —y también a esa crematística que Aristóteles denuncia en términos desprovistos de todo equívoco. Es algo que corresponde, además, al ámbito de la producción y de la reproducción que los antiguos consideraban claramente subordinado al ámbito de la guerra y al de la soberanía política y espiritual (la “tercera función” en el esquema de Dumezil sobre la ideología tripartita de los indoeuropeos).
Usted mismo ha publicado un libro titulado Fêter Noël, légendes et traditions [Celebrar la Navidad. Leyendas y tradiciones], del que ya se han publicado desde 1982 dos ediciones. Entre renovación pagana y nacimiento de Cristo, que es otra forma de renovación, ¿qué sentido se le puede dar hoy a esta celebración?
En Europa, desde hace varios milenios, los hombres se han reunido alrededor del fuego en el momento del solsticio de invierno, durante ese período en el que reinan el frío, la oscuridad y la noche, para ayudar al sol a reemprender su carrera y expresar su confianza en el retorno de la vida. El abeto navideño, este árbol que se mantiene siempre verde, es el símbolo más conocido de todo ello. Cualquiera que sea el sentido que se dé a ese momento del año —las “Doce noches” que van de la santa Lucía de los suecos a Navidad, o de Navidad al 6 de enero, fecha de la antigua Epifanía—, ya se trate de celebrar el nacimiento de Cristo o de festejar la antigua sucesión de las estaciones, siempre se trata de un renacimiento. En Roma, la diosa del solsticio de invierno era Diva Angerona, a la que se representaba con la boca tapada y un dedo en los labios para imponer silencio. Momento de fiesta jubilosa y de entrañables cánticos, la Navidad también debería ser, en efecto, un momento de gravedad, silencio y recogimiento. En el mundo en el que vivimos, donde el valor mercantil se ha impuesto a todos los demás, hasta se puede hacer de su celebración un acto de fe: en lo más sombrío de la noche, cuando todo parece frío, triste y helado, es entonces cuando debemos estar convencidos de que la luz volverá.
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