Como colofón a las celebraciones del Orgullo

Alabados sean los gays

Compartir en:

Cada época tiene los líderes morales que se merece. Durante una gira por Rusia y rodeada de parafernalia con cruces ortodoxas destruidas, la cantante Madonna denunciaba hace unos años la opresión de los gays y llamaba a la movilización de la población rusa a favor de los LGBT (lesbianas, gays, bisexuales, transexuales) en el país euroasiático.

Una exhortación que se enmarcaba en la campaña del show-business internacional a favor del grupo punk femenino “Pussy Riot” y a su actuación  improvisada en el altar de la Catedral de Cristo Redentor en Moscú: un “concierto” en el que se atacaba a la Iglesia ortodoxa y al presidente Putin, y de paso se ridiculizaba la simbología religiosa del país.
 
En principio la cosa no iba de gays, pero tarde o temprano éstos no podían faltar, porque no hay boda sin tía Juana. Con lo que ya están en escena todos los elementos de la lucha cósmica entre el Bien y al Mal: la libertad de expresión frente a la Inquisición, los artistas transgresores frente al clero casposo,  los demócratas frente a los opresores, los progresistas frente al oscurantismo de la Iglesia y el Estado. Mensaje subliminal: el régimen de Putin no es legítimo, porque carece de esa legitimidad de fondo que confiere el respeto a los derechos humanos. Como lo demuestra al enviar al trullo a las Pussy Riot y al perseguir a esas minorías sexuales para las que Madonna exigía tolerancia.
 
El problema de Madonna es que hace ya tiempo que ha dejado de ser un ser humano. Como otros de su especie no es más que un producto artificial, una terminal del complejo industrial-espectacular globalizado  –o del “entetanimiento” (Tittytainement), en expresión acuñada por Zbigniew Brzezinski–. El Sistema habla por su boca y eructa consignas para alimento espiritual de Homo Festivus.
 
Tolerancia. Cuando el Imperio empieza a insistir sobre la tolerancia, conviene allanar el camino hacia el refugio antiaéreo. Hay que ser tolerantes. Y si es preciso les hacemos tolerantes a bombazos. Tolerantes hicimos a los serbios, a los iraquíes, a los afganos, a los libios. A los palestinos les damos cada día una lección de tolerancia. ¿En que consiste la tolerancia? Aguarden nuestras instrucciones.
 
El régimen de Putin no es tolerante. Véase si no su incalificable agresión contra los derechos humanos al no permitir la celebración de cabalgatas del “orgullo gay”, o esa atrocidad de prohibir la “información” (propaganda, en el texto de la ley) a los menores de edad en las escuelas sobre temas como la homosexualidad, el lesbianismo, el travestismo o la pederastia. Atentados ambos contra la dignidad humana que claman al cielo y que remueven la santa ira de las conciencias virtuosas del universo. Levanten los brazaletes rosas. Todos a una. No nos moverán.
 
Hablamos de brazaletes rosas o blancos, porque está claro que al régimen de Putin no lo vamos a corregir a bombazos. Tarea imposible. Aquí entra en escena otro tipo de estrategia, las estrategias de poder blando que tan buenos réditos dan en la sociedad globalizada de la información.
 
¿Poder blando? En el contexto estratégico de la globalización, este concepto se define por la capacidad de influenciar la concepción que el otro tiene de sí mismo y de su propio interés, de forma que pase a actuar de conformidad con los intereses de la superpotencia. El poder blando es “un mecanismo adicional para el mantenimiento de un imperio informal, a través de la difusión de un conjunto de ideas y valores bien articulados y proyectados al mundo. Por ejemplo, mediante programas de intercambio académico, la estandarización de los medios de comunicación de masas a nivel global o la difusión de sus formas de entretenimiento”.[1] Difusión de ideas y valores, ahí está la clave.
 
Y aquí entra en escena la militancia gay y su capacidad de agit-prop. Lo que nos interesa aquí es analizar el papel instrumental de algunos movimientos gay en las técnicas de agitación y control social a favor del proyecto hegemónico norteamericano. Y veremos que aquello que a primera vista parece una anécdota en realidad no lo es tanto, si consideramos su relevancia dentro de un marco más amplio.
 
Las preocupaciones del Imperio
 
Está claro que lo que al Imperio le preocupa no es precisamente la situación de los gays en Rusia. Al menos, no mucho más que la de los gays en Arabia Saudita o en cualquier otro satélite que, por muy homófobo que sea, no deje de ser un fiel aliado. Tampoco le preocupa especialmente la promoción de la democracia: su amplio historial de apoyo a dictadores y matarifes sumisos a sus intereses debería despejar cualquier duda. También es dudoso que le quite el sueño la libertad de expresión. Que se lo pregunten entre otros al señor Assange, al que quieren hacerle un traje de madera. Lo que al Imperio de verdad le preocupa es que Rusia, con el comienzo del nuevo siglo, haya recuperado el pleno control sobre su política exterior. Y la posibilidad de  que la masa continental euroasiática quede definitivamente fuera de su hegemonía. Escenario a evitar: la consolidación de un modelo civilizacional alternativo en un mundo auténticamente multipolar.
 
Que el régimen ruso adolece de un amplio déficit democrático y que el Presidente Putin se comporta como un sátrapa con aires de matón, no hace falta ser un lince para verlo. Pero conviene recordar a Boris Yeltsin, aquel pintoresco títere de los intereses norteamericanos, aquel “demócrata” que no dudó en bombardear a su propio Parlamento, y cuya reelección fue amañada por una camarilla de oligarcas mafiosos con las bendiciones de Washington y sin un solo reproche desde las virtuosas conciencias occidentales. Balance de su reinado: un país casi destruido por un programa de liberalización salvaje, convertido en presa fácil para el capitalismo amparado por los Estados Unidos. En manos de los Chicago boys y con los yanquis hasta en la cocina, el país respondía como un ejemplo de manual a eso que se bautizó como nuevo capitalismo de frontera: un “régimen oligarca antidemócrata basado en el control policial, la corrupción y la desigualdad social, amparados en un estado de pobreza generalizado y un estado de crisis permanente, al que Naomí Klein se refirió como doctrina del shock.”[2] Pero todo sea por la buena causa.
 
Y en esto llegó Putin y mandó a parar. Ahí está el problema.
 
Volvemos a los gays. ¿Qué pintan en todo esto? En la ofensiva de poder blando contra la Rusia de Putin el lobby gay se perfila como una punta de lanza más, pero altamente significativa, en la promoción de una “sociedad civil” que reclame desde dentro del país un cambio político favorable a los intereses del Imperio.
 
Revoluciones de colores, revoluciones arco iris
 
El agudo lector se habrá dado cuenta a estas alturas de que no estamos hablando aquí de los homosexuales, una condición que normalmente no se elige y que no nos merece mayores juicios morales, más allá de un estricto respeto. Hablamos aquí de la gaytitud como movimiento social, como visión del mundo y de la vida, como minoría chillona que exige pleitesía y que impone su agenda al resto de la sociedad. Decía el escritor francés Philippe Muray que los gays militantes han sido los más eficaces portavoces en Europa de la ideología correctista norteamericana, “la cruzada por excelencia de los tiempos hiperfestivos, que –conducida con la buena conciencia a prueba de bomba de todas las víctimas profesionales– ha utilizado, para conseguir sus objetivos, la provocación, la exigencia de protección, la culpabilización, la persecución, el chantaje y las reivindicaciones particulares camufladas bajo la retórica de la igualdad y de la libertad”.[3] En el contexto estratégico de poder blando versus países díscolos, el movimiento gay está convocado como primera vedette en el espectáculo-protesta de la “sociedad civil”.
 
Entiéndase: la tan manoseada “sociedad civil” no es más que el eufemismo para una red de lobbies y de ONGs financiadas por Washington. Herramientas que ya probaron su eficacia en la secuencia de las “revoluciones de colores” que permitieron al Pentágono avanzar sus fichas en el tablero estratégico euroasiático entre los años 2000-2005. La Revolución del Bulldozer en Yugoslavia (2000); la Revolución de las Rosas en Georgia (2003); la Revolución naranja en Ucrania (2004); la Revolución de los Tulipanes en Kirguistán (2005). El objetivo del poder blando reside en la conformación de una masa social crítica portadora de los valores estadounidenses. Se trata de cambiar la percepción de la población sobre su propio sistema, de fomentar las comparaciones desfavorables con el sistema del Imperio, de presentarlo incluso como algo odioso, insufrible, principalmente a los ojos de los más jóvenes y entre los estratos más acomodados y occidentalizados de la sociedad.[4]
 
La secuencia de las revoluciones de colores es bien conocida: espiral de protestas callejeras, represión policial, las ONGs a la cabeza de acciones de desestabilización y desobediencia civil, las agencias gubernamentales norteamericanas y otros agentes privados (tipo el especulador George Soros) bombeando dinero, y la CNN martilleando las 24 horas. En la política de la era de la información lo esencial es mantener la iniciativa sobre las historias que finalmente ganan (técnica del storytelling). Y pocas historias son hoy tan fácilmente mediatizables a un nivel internacional como los gays y sus victimismos.
 
Los gays como reserva espiritual de Occidente
 
Ideas y valores. Bajo el radar de los grandes titulares y más allá de la actualidad inmediata, las ideas y valores anticipan, en el plano metapolítico, el deslizarse de la Historia. Nuestra época se presenta, para muchos, como la de la “crisis de valores”. Nada más falso. Sí tiene valores. Los suyos. Y se defienden con dogmática intransigencia.
 
Si buscamos una encarnación paradigmática de los valores del sistema americanomorfo en su fase posmoderna, lo encontramos en el movimiento gay. El movimiento gay como expresión radical del liberalismo libertario: un condensado ideológico en el que confluyen los retales de las izquierdas y derechas de los últimos dos siglos. El liberalismo libertario entendido como colusión entre la derecha económica (capitalismo salvaje, neoliberalismo y desigualdades económicas) y la izquierda social (progresismo, exaltación de las marginalidades, igualitarismo cultural). Un sistema en el que los que manejan el show  –una oligarquía transnacional globalizada cuyo epicentro reside, todavía, en Estados Unidos– permanecen incuestionables.[5] Y el sistema vomita pan y circo: una cultura global estandarizada que no admite barreras de ningún tipo, ya sean éstas religiosas, morales, culturales o nacionales. Y para erosionar esas barreras se precisan ciertas operaciones de ingeniería social. Es en esa promesa de  libertad absoluta donde el movimiento gay –o más precisamente el LGBT–  representa el allanamiento de la última barrera: acabar con ese insoportable escándalo de la naturaleza que consiste en no poder elegir el sexo.
 
La gaytitud como mesianismo de minorías, como conciencia de una superioridad moral, como custodio del fuego sagrado de la libertad entendida al modo americano. La gaytitud como exigencia ante el mundo de una ovación admirada por erigir el sexo y nada más que el sexo en el epicentro del debate sociopolítico y de toda actitud ante la vida. La gaytitud, o cómo contemplar el mundo, la vida, la sociedad, la historia y las relaciones de producción a través de la escotilla de popa. Ahí reside la repugnancia instintiva que el circo gay todavía causa en buena parte de la población. No son las orientaciones sexuales particulares, cualesquiera que éstas sean, las que provocan rechazo, sino la intuición de que tanto exhibicionismo chillón y tanto hedonismo pringoso delata otra realidad, la propia de obsesos sexuales.
 
Sí, es preciso admitir que el movimiento gay está a la vanguardia en la realización del viejo sueño sesentayochista –iniciado, no lo olvidemos, en los campus norteamericanos– de un hedonismo individualista al que ninguna cortapisa colectiva pueda poner frenos. Pero hoy sabemos bien que ese paraíso en la tierra  –despojado ya de sus retóricas “revolucionarias”– se aviene a la perfección con el capitalismo global y con la sociedad de mercado, el sistema que mejor se adapta a sus demandas. La gaytitud deviene un refuerzo cultural perfecto para una sociedad atomizada por el derecho liberal, una sociedad donde cada cuál sólo persigue su interés, donde la erosión de las antiguas creencias y la fractura del vínculo social sólo deja en pie al más común de los vínculos: el dinero.
 
La gaytitud envuelve sus reivindicaciones en la bandera de los derechos humanos. Es decir, en la vulgata ideológica de Occidente. Una vulgata de uso alternativo por la que el Imperio justifica todas las ingerencias necesarias para sus intereses. Y que unido a una cultureta consumista –de la que los gay son destacados iconos – constituye hoy por hoy el patrimonio espiritual de Occidente. Un pensamiento único de impronta americana, pero de vocación universal. La sumisión frente a ese pensamiento y la celebración de los gay van a la par. Una sociedad que les rinda la debida pleitesía es una sociedad debidamente “normalizada” conforme al troquel americano.
 
El protagonismo cultural de los gay va a la par de una tendencia cuyo mero enunciado crispa a los bienpensantes: la feminización total del cuerpo social. Un fenómeno sobre el que ya existe una extensa literatura sociológica, y que se manifiesta en fenómenos tales como el predominio de lo afectivo sobre lo racional, la sentimentalización de la política, la crisis de autoridad de los padres, el énfasis sobre el bienestar individual y la “autoayuda”, la victoria del pensamiento psicologizante y de la “intuición” sobre el análisis categórico y objetivo. De hecho el protagonismo de lo sexual y el repliegue sobre la vida privada es concomitante a la puesta de largo internacional del movimiento gay. Una tendencia muy beneficiosa para el poder, porque fragmenta la reivindicación política y evita pensamientos “peligrosos” que apunten a dimensiones colectivas, tales como los análisis de clase, pueblo, nación, etc. Estamos a años luz del viejo marxismo, un caso bien claro, guste o no guste, de virilidad espiritual.
 
Los gays y la geopolítica
 
Pese a todo lo dicho anteriormente conviene no sobredimensionar la posible incidencia del movimiento gay sobre los procesos de cambio político fuera del área occidental. Esta incidencia será forzosamente muy limitada. En el caso euroasiático la gaytitud está muy alejada del sentir general de la población, y es percibida, de manera instintiva, como el “injerto” de una cultura foránea. No obstante, se trata de una apuesta a largo plazo: la de ir “normalizando” un imaginario colectivo, en principio hostil, conforme a los patrones occidentales. Conviene además tener presente otro elemento. En Rusia, históricamente, es la población ilustrada de las dos principales ciudades (Moscú y San Petersburgo) la que siempre ha forzado los grandes cambios; cambios que el resto del país, mal que bien, acaba por seguir. Y el impacto del movimiento gay y sus redes internacionales es susceptible de repercutir con fuerza entre los sectores económicamente más privilegiados y occidentalizados de las grandes urbes, y coadyuvar a crear un estado de opinión. El Imperio sabe lo que hace.
 
Así como otros exportan melones, los Estados Unidos de América exportan democracia. Y para eso tienen que dar lecciones al resto del mundo, y convencer a los reticentes de lo bien que les iría al importar el modelo americano. La cruzada internacional pro-gay forma parte de un package global en el que lo que se vende es un modelo social: el modelo de un país donde la mitad de la población nunca vota, donde dos partidos se reparten el poder desde hace siglos, donde los grandes grupos económicos deciden quién se presenta a las elecciones, donde los mismos grupos deciden qué programa se aplica, donde nadie elige a los que de verdad deciden, donde cerca de cincuenta millones de personas viven por debajo del umbral de la pobreza, donde existe la pena de muerte y donde cualquier tronado a la vuelta de la esquina puede a usted descerrajarle a usted un tiro.  Pero eso sí, los gays son debidamente festejados.
 
¿Los gays, instrumento del imperialismo norteamericano? Sería un tanto extremo afirmarlo, y en cualquier caso es mejor evitar teorías conspirativas, y sí abogar por un enfoque sistémico. En la vida social hay pocos fenómenos inocentes, casi todo tiene una lectura política, o al menos metapolítica. Y en este caso es mejor hablar de concordancia de procesos o de dinámicas complementarias.
 
No hay aquí blancos y negros absolutos, sino una gama intermedia de tonalidades. El movimiento gay puede tener una parte de razón al reclamar para unas minorías históricamente marginadas la parte de respeto que les es debido. Pero la sobrerrepresentación que en Occidente han alcanzado es paradigmática del tipo de civilización de la que son iconos: la civilización más materialista de la Historia. Una civilización americanomorfa que se pretende portadora de una verdad universal obligatoria. Y lo que está en juego es, o bien la extensión universal de esa civilización, o bien el mantenimiento de una pluralidad de civilizaciones, algunas de ellas todavía tradicionales, que mantienen escalas de valores diferentes. También en lo que atañe al sexo.
 
Decía Nietzsche que aquél que no conoce nada mejor en la tierra que la satisfacción de su instinto, tiene el alma llena de fango. En ninguna civilización el sexo ha tenido una presencia menor que la que su importancia exige. Pero en su imaginario colectivo, prácticamente ninguna civilización lo ha situado en lo más alto. En lo más alto siempre se han situado otras cosas. Al colocar al sexo en el más alto pedestal de los afanes humanos, el movimiento gay es sintomático del tipo de civilización que es la nuestra.
 
Y los líderes morales de esa civilización hablan, y hablan para adoctrinar a los pueblos obtusos que, como en el país euroasiático, todavía no se han enterado de qué va la historia. ¿Qué les dicen?
 
¡No creáis en nada! No creáis en lo que os decían vuestros padres, ni en lo que a ellos les decían vuestros abuelos; no creáis que sois diferentes, ni que tenéis una historia, ni una misión, ni un destino, no creáis que sois especiales, ¡sed felices! Y si tenéis que creer en algo, lo que os diga Madonna: ¡alabados sean los gay! Alabados sean por siempre en sus pompas y en sus obras, que sus bendiciones se derramen sobre vosotros para que vosotros os transforméis y para que vuestras ciudades y vuestros jardines también se transformen, y para que tod@s os asoméis al futuro, y os miréis en el espejo de Nueva York, San Francisco y Los Ángeles, los centros del mundo, las ciudades más gay del planeta.


[1] Carlos González Villa, Empiezan las revoluciones de colores, en El retorno de Eurasia, Península 2012, p. 163
[2] Carles Masdeu, “Estrategias para Eurasia: el retorno de Mackinder”, en El retorno de Eurasia 1991-2011. Península 2012, p. 96.
 
[3] Rodrigo Agulló, Philippe Muray y la demolición del progresismo (II), en Elmanifiesto.com
 
[4] Irónicamente, las ONGs al servicio de los Estados Unidos cumplen en la posguerra fría un papel análogo al del movimiento comunista internacional al servicio de la URSS durante la guerra fría: penetración capilar en el campo enemigo.
[5] Tampoco hay garantías de que ese epicentro, cada vez más desnacionalizado, vaya a estar siempre en Estados Unidos. El sistema americanomorfo es ante todo un modelo cultural en cuya base están los valores mercantiles y la forma de vida propia de la civilización norteamericana, y que hoy engloba tanto a los Estados Unidos como a Europa occidental y a las élites económicas de los países emergentes. Aunque su brazo musculado lo constituyen los Estados Unidos no se trata de un imperialismo de corte clásico, sino de un sistema global que trata de extenderse por todo el mundo.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar