Lo que está pasando en el Reino Unido no es nuevo. No es algo que se veía venir, como algunos están diciendo por ahí, sino que ya ha pasado otras veces. ¿Acaso no recuerdan los episodios de violencia que sacudieron París en 2005, hace tan solo seis años? Pues bien, esto es más de lo mismo.
Quizá no lo parezca en lo accidental, pero sí lo es en lo esencial. Porque aquí lo que subyace en el fondo, a lo que estamos asistiendo es a un fracaso. El fracaso de una política migratoria de puertas abiertas y permisividad generalizadas en toda Europa. El fracaso de treinta años de políticas de integración y la pésima gestión de la llegada a nuestras sociedades de un gran número de personas procedentes de países con identidades socio culturales radicalmente distintas, cuando no opuestas o enfrentadas a las nuestras. Y principalmente, el fracaso de toda una política cultural y educativa que ha producido a la clase de jóvenes que están sembrando el caos estos días en Londres como ya hicieran en París. Y todo esto, combinado con el agravante de la crisis económica que padecemos, nos lleva hasta los disturbios londinenses. Y cuidado, porque lo mismo podrían ser madrileños, barceloneses, berlineses, belgas u holandeses. Sin duda nos hallamos ante un fenómeno europeo.
Aunque desde los medios se trata de dar una explicación económica al asunto, lo cierto es que las noticias que nos están llegando desde el Reino Unido no hacen sino desacreditar esa teoría a cada minuto que pasa. Al parecer, los primeros detenidos y acusados por robo y otros delitos no se adaptan simplemente al prototipo de excluido social, joven sin estudios, sin trabajo. Nada de eso. Se trata de estudiantes, titulados, de distinto origen social y económico. Y entran en juego factores como el de la simple diversión, tal como muestra un reportaje de la BBC, donde dos adolescentes cuentan los motivos que los llevaron a participar en los saqueos. Uno de ellos afirma que era divertido, una locura... La explicación económica es demasiado simplista e insuficiente, como puede comprobarse.
Los saqueos de Londres nos muestran el fracaso de una sociedad dominada por el relativismo cultural, una profunda crisis de autoridad, el deterioro de la legalidad, el desmoronamiento de las utopías y prejuicios progresistas, siempre tan alejados de la realidad, el debilitamiento de las identidades colectivas, una apostasía ya masiva, los cimientos de las naciones europeas sacudidos por todos estos fenómenos y agravados por otros de tipo económico y político de distinto nivel e intensidad en cada país. El viejo sueño progresista de una sociedad cosmopolita, universal y homogénea ha vuelto a estrellarse contra la realidad, que nos dice que esto no puede seguir así. Y vuelve a quedar claro que la inmigración no es un bien en sí, como llevan décadas diciéndonos, sino, por el contrario, algo negativo para el orden y la cohesión social cuando se trata de un fenómeno masivo, descontrolado y por lo tanto inasimilable.
Es necesario que la clase política y dirigente a todos lo niveles tome conciencia del problema de fondo y reaccione. Al menos eso es lo que la gente de la calle empieza a reclamar cada vez con más insistencia. Sería una pena que el gobierno británico gestione esta crisis como si se tratara solo de delincuencia y vandalismo sin más. Del mismo modo sería lamentable que sus opositores culpen al mercado o a las políticas sociales del gobierno de lo sucedido. Hay que empezar por restablecer y garantizar el orden, hacer justicia y revisar a fondo el sistema que nos ha traído hasta aquí, comenzando por la nefasta política de inmigración y sus consecuencias. Aunque esto sería positivo, desde luego no bastaría. Nos hallamos ante un problema mucho más grave: una crisis de identidad y una ausencia de moral que las leyes no pueden solucionar por si solas. Mientras tanto, aquí en España seguimos pendientes de los episodios de violencia y desorden que las bandas de marroquíes y dominicanos están protagonizando en Madrid. Veremos qué pasa. Sin duda, y salvando las distancias, nos hallamos ante el mismo fenómeno.