La firma del Tratado de Tordesillas entre España y Portugal, el 7 de junio de 1494, por el que se delimitaban las tierras y mares del Nuevo Mundo. Como apreciará el lector de cierta tendencia ideológica, ya en aquel entonces el escudo y el águila franquistas presidían las sesiones.

[LENGUAS] El portugués, una lengua que habría podido depender del castellano

Compartir en:

Las recientes elecciones en Portugal —máxime después del notable éxito de CHEGA!, el partido de la derecha nacional portuguesa— despiertan la reflexión sobre un país, amigo y vecino, que no habla español como el resto de la península.

La historia se inicia cuando castellano y portugués aún no se habían diferenciado y la península fue repentinamente ocupada por guerreros islámicos que hablaban árabe. Corría el siglo VIII. Se preparó por entonces, aunque nadie lo sabía, un largo periodo de ocho siglos en el que tropas cristianas acabarían por recuperar el territorio arabizado. Hubo largos periodos de paz, y batallas fundamentales como la de la de Ourique para los portugueses y la de las Navas de Tolosa para los castellanos. ¿Por qué no lucharon juntos? Si se hubiera mantenido la unidad, probablemente no se habrían diferenciado las lenguas, pero gallegos, asturianos, castellanos, aragoneses y catalanes se hicieron con rasgos propios que fueron diferenciando a unos dialectos latinos de otros.

Si don Pelayo no se enfrenta a los invasores, y tampoco los otros pequeños reductos cristianos norteños, el latín podría haber corrido la misma suerte que el hablado en el norte de África, es decir, desvanecerse y morir. Hoy España hablaría, probablemente, árabe. Pero no fue así. ¿Cómo se produjo la independencia del portugués? El secreto lo guarda un borgoñés llamado Enrique.

Enrique de Borgoña

En el siglo XI, Alfonso VI de León y Castilla (que incluía el territorio de Galicia) pidió ayuda al Ducado de Borgoña, importante estado con capital en Dijon que fue independiente entre el año 880 y 1482. El duque, a la sazón Roberto I, le envió a su propio hijo, valeroso guerrero que fue conocido como Enrique de Borgoña. Y como prestó gran servicio a la Reconquista, el rey leonés, en agradecimiento y recompensa, le concedió en 1095 el Condado Portucalense, que se extendía entre el río Miño y el Mondego, que vierte sus aguas al mar 250 kilómetros al sur, en Figueira da Foz. El borgoñés contrajo matrimonio con una hija natural de Alfonso VI, Teresa de León. La otra, ésta legítima, doña Urraca, sucedería a su padre como reina castellano-leonesa.

Porque el hijo de Enrique de Borgoña y Teresa de León, Alfonso Enríquez, tuvo una educación militar esmerada, salió victorioso en una gloriosa y fragosa batalla, la de Ourique, contra el ejército almorávide que le salió al encuentro, muy superior en número. En el mismo campo de batalla sus tropas lo aclamaron rey con el nombre de Alfonso I. Nacía Portugal y, con la nación, la lengua portuguesa, aunque por entonces nadie lo advirtiera. Corría el año 1139.

En cuarenta años de batallas Alfonso Enríquez duplicó la herencia territorial, se afianzó la monarquía y pasó a la historia como El Conquistador. La corte se trasladó hacia el sur al ritmo de las conquistas: primero a Coímbra, luego a Santarém y finalmente a Lisboa. En 1249 el quinto rey de Portugal, Alfonso III de Borgoña, tomó la ciudad sureña de Faro, a orillas del Atlántico. Y pusieron fin a la guerra y al trazado del país.

Si Alfonso VI hubiera elegido otra recompensa para su yerno, la de nombrarlo capitán de sus ejércitos, por ejemplo, lo más probable es que la lengua de aquellos parajes habría sido el castellano, porque la suerte política habría avanzado hacia el sur unida a la de Castilla.

 

 

Isabel y Fernando

Luego ocurrió algo inesperado. En el año 1469 una princesa castellana que contaba dieciocho años contrajo matrimonio con un joven aragonés, príncipe también, un año menor que ella. Los contrayentes se habían conocido cuatro días antes de la ceremonia. Isabel y Fernando eran posibles herederos de sus respectivos reinos, y una vez unidos, la corona de Aragón, que se extendía por Cataluña y las Islas Baleares, y la de Castilla, que ya incluía León y Galicia, bien podría haber incluido los territorios leoneses hacia el sur.

Habría que decir por otra parte, y salvo otro extravagante contratiempo, que, sin boda con príncipe aragonés, el castellano no se habría instalado en Cataluña, y hoy el catalán no sería lengua deudora, es decir, necesitada del castellano, sino independiente como el portugués. El hecho es que no fue así. Los Reyes Católicos se hicieron cargo de un amplio e inesperado dominio que excluía al territorio cedido por Alfonso VI a su yerno y luego ensanchado por los sucesivos reyes borgoñeses.

En el siglo XVI los hablantes de gallego tuvieron a bien, sin que nadie lo exigiera, hablar castellano. Y lo hicieron de la misma manera que hoy deseamos al inglés, es decir, conscientes de los beneficios. Por entonces dejan de escribir su lengua.

El leonés o astur-leonés, confundido con el castellano, no desarrolló su identidad.

El aragonés perdió muchas de sus peculiaridades a favor del castellano y se atascó en su desarrollo.

Y en el este peninsular, el catalán y el valenciano, que ya se ha puesto en Valencia al servicio de una brillante literatura escrita, también se deja de escribir, pero no de hablar. Sus hablantes, sobre todo las clases altas, se tornan ambilingües y desde entonces hacen del castellano su lengua literaria, a excepción de algunas obras aisladas.

El territorio portugués, con tan extensa frontera marítima, facilitó que Enrique el Navegante (1394-1460), hermano del rey, organizara grandes expediciones que sirvieron para trazar los puntos estratégicos que habían de conducir a los portugueses por el mundo. Hoy es la lengua más hablada en el hemisferio sur.

¿Cómo iban a sospechar que, frente a ellos, pero distante, lo que había era un inmenso continente que separaba los mares de norte a sur? La casualidad, tan protagonista en la historia, quiso que la expedición más fructífera fuera, sin embargo, auspiciada por la Corona de Castilla. Pero hubo otra en 1500 al mando de Pedro Cabral, que salió del puerto de Lisboa y, confundido por los vientos, tocó la costa de lo que él consideró una isla. La llamó Vera Cruz. Por fortuna para la lengua portuguesa se había equivocado. Cabral y sus marineros, que tal vez sabían más de lo que dijeron saber, fueron los primeros europeos que pusieron pie en Brasil.

Y podrían haberse unido definitivamente los destinos del Reino de Portugal y la Corona de Castilla si los castellanos, aliados con los franceses, vencen a los portugueses aliados con los ingleses en la batalla de Aljubarrota. La última oportunidad surgió en 1580 cuando formaron un país único, pero solo duró hasta 1640.

El castellano fue por entonces la lengua de moda, de referencia en los viajes, de los ejércitos, de la instrucción, de la cultura, de la clase alta, de la fineza y de la expresión distinguida. Todo occidental que se preciara tenía la obligación de pasar por el español.

Nuestra lengua alcanzó un prestigio similar al que hoy ciñe al inglés, o al que años antes había exhibido el latín. Pero el azar quiso que el portugués desarrollara su propio itinerario y no se sirviera del castellano, algo que podría haber sucedido con un pequeño cambio en la historia.

La cesión de un territorio, una boda clandestina, un error en la navegación… La historia está repleta de pequeños hechos trasformados en grandes.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar