La estupidez ya no es lo que era, decía Yvan Audouard. Lo decía a finales del siglo XX. ¿Qué habría dicho si hubiese conocido la tontería viral de las redes sociales? Han suscitado una nueva forma de estupidez, una auténtica pandemia mundial: la estupidez 2.0, que ha devuelto a la Edad Media todas las formas rústicas de atraso (nunca mejor dicho) mental. Por así decirlo, la tontería era reaccionaria. A su manera, participaba del rico folklore patrimonial de una humanidad resueltamente retrasada. La estupidez, en cambio, es progresista. Formateada, codificada, calibrada, acompaña a las mutaciones del capitalismo global. Ayer, el idiota no salía de su pueblo; hoy da la vuelta a la tierra. Conectado al mundo entero, obtiene una dicha sin igual.
Pero le van a decir que siempre se es el tonto de alguien…
Es el riesgo. Siempre son unos estúpidos los que cuelgan a otros estúpidos en su muro de estúpidos. También funciona aquí la dinámica democrática de los tiempos modernos. Es la traducción de lo que Tocqueville decía sobre el proceso de igualización democrática: la medianización o la normalización de la estupidez, que la emparenta a un producto de consumo corriente.
Hay también ese fenómeno alarmante: la disminución del QI en los países occidentales. ¿Cuáles son sus causas?
Todo aumenta: el precio del tabaco, los impuestos, el gas… Todo menos el QI, que hasta disminuye desde hace 15 o 20 años. Es algo nuevo. Aumentó a lo largo de todo el siglo XX: un incremento medio de 2 a 3 puntos cada década. Es lo que se denomina el efecto Flynn, por el nombre del científico que lo descubrió. Ahora, en cambio, se asiste a una inversión de la curva del QI, al menos en los países occidentales. Los franceses, por ejemplo, perdieron entre 1999 y 2009 3,8 puntos en términos medios. Los escépticos pretenderán que estos tests no son ninguna panacea. Fueron criticados, por lo demás, durante mucho tiempo. La menos discutible de estas críticas es la de su reduccionismo. La menos confesable es que miden las facultades cognitivas del hombre, ámbito en el que abundan las desigualdades. Aunque siguen sin ser refrendadas unánimemente, estas críticas ya son hoy comúnmente aceptadas, al precio, es cierto, de sintomáticos silencios. Desde hace algunos meses sólo se habla de esto. Lo cual les dá a los periodistas la ocasión de decir aún más idioteces —el tema se presta a ello— que de costumbre.
¿A qué se debe esta disminución del QI? Hay diversos factores, que Bastien O’Danieli analiza en el último número de la revista Éléments: desde los perturbadores endocrinos hasta la inmigración, sin olvidar que las mujeres de alto QI tienen menos hijos que las mujeres de bajo QI.
También hay la inteligencia artificial…
Lo paradójico es que, conforme los hombres se vuelven cada vez más perezosos, intelectualmente hablando, las máquinas se vuelven cada vez más inteligentes. Parece un fenómeno de vasos comunicantes. El hombre caído ha escogido, por comodidad, subcontratar una parte creciente de su actividad cerebral a diversas formas de inteligencia artificial. Se trata, también ahí, de un caso sin precedentes de externalización.
Y ello nos convierte en imbéciles en el sentido etimológico de la palabra: imbecillus significa en latín “sin bastón, sin apoyo”, salvo el de la tecnología: el autómata de nuestros autómatas.
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