Entrevista con Christophe Guilluy

Se acabó la división derecha-izquierda

Christophe Guilluy, 55 años, geógrafo, cartografió antes que nadie el Atlas de las nuevas fracturas sociales de Francia. Anticipó la revuelta de los chalecos amarillos en La Francia periférica y podría haber pasado los últimos meses de plató en plató. Prefirió callarse. Ha expuesto sus teorías a los últimos tres presidentes franceses (Sarkozy, Hollande y Macron). No vota. En un café ruidoso habla de su último libro, "No society" (Taurus), que tiene un subtítulo elocuente: "El fin de la clase media occidental". No apto para gente con prejuicios.

Compartir en:

Durante toda la crisis de los chalecos amarillos, en España no paraban de preguntarme si eran de extrema derecha o de extrema izquierda. Responda usted, por favor.

Ni de derechas ni de izquierdas. Son las clases populares francesas que se divorciaron de la izquierda en los años 80. Y ahora, de la derecha. Son un movimiento sin relación con ningún partido. Esta categoría antaño formaba parte de la clase media francesa (obreros, empleados, cuadros medios) y fue mayoritaria durante los Treinta Gloriosos (1945-1973). Todo el mundo tenía la impresión de estar integrado en un modelo económico y político. La ruptura comenzó en los 80 con el modelo económico globalizado y el abandono por parte de la izquierda de la cuestión social y de las clases populares, que se fueron desconectando poco a poco de los partidos, singularmente de la izquierda.

 

Seguí las manifestaciones en París y me sorprendió que no había ni mujeres ni emigrantes.

El movimiento ha tenido dos tiempos. Cuando surge, el 17 de noviembre, su base sociológica está en las rotondas de la Francia periférica: obreros, trabajadores del campo, empleados autónomos, funcionarios y asalariados con nóminas pequeñas. Las categorías modestas. No son pobres, pero sí frágiles socialmente. Frágiles, porque todos ellos viven en el territorio donde se crea menos empleo. En las rotondas se reunía gente diversa, jóvenes y mayores, mujeres, jubilados. Las mujeres estaban sobrerrepresentadas porque ocupan hoy los empleos más precarios. Son los chalecos amarillos históricos. Después, el movimiento fue aspirado por las grandes ciudades: París, Toulouse... Y aquí había otra sociología, más politizada, de izquierdas. El movimiento fue recuperado por la izquierda y la extrema izquierda cuando llegó a las grandes ciudades.


Curiosamente, en esas manifestaciones parisinas no había consignas ni reivindicaciones políticas. Sólo gritos contra Macron.

El movimiento comenzó con el aumento de la tasa del gasoil, una cuestión de poder adquisitivo. Después las reivindicaciones explotaron: unos pedían la reposición del impuesto sobre el patrimonio, otros el referéndum de iniciativa popular. Lo esencial no es la cuestión social. Lo que está en el fondo de los chalecos amarillos es una cuestión cultural, existencial. Por eso no se le puede tratar como un movimiento social clásico, del siglo XIX o del XX.

El movimiento fue recuperado por la izquierda y la extrema izquierda cuando llegó a las grandes ciudades.

Es un movimiento del siglo XXI que no se parece a ninguna otra protesta obrera tradicional. Por eso la izquierda se equivoca en su análisis: no es la Revolución francesa, no es Mayo del 68. Por primera vez hay un movimiento autónomo, sin intelectuales ni gente del mundillo cultural, sin partidos políticos, sin sindicatos. La reivindicación principal es "nosotros existimos". Por eso escogen como símbolo el chaleco amarillo que indica: quiero ser visto, existo. Su mensaje es "El pueblo existe". Es interesante que la intelligentsia francesa, singularmente la de izquierda, no apoye el movimiento al principio. Jamás hasta ahora una protesta no había sido apoyada por el mundo de la cultura.

 

Mayo del 68 se considera una revolución cultural. ¿Son los chalecos amarillos una revolución sentimental?

Es el regreso de las categorías populares que habían sido olvidadas y convertidas en invisibles. Desde hace 20 años los intelectuales de izquierdas consideran que el pueblo francés ya no existe. Ha sido reemplazado por las minorías, los extrarradios, etc. Cuando surgió el movimiento de los chalecos amarillos la intelligentsia de izquierdas fue presa del pánico. Primero les insultaron llamándoles fascistas. Hoy la nueva burguesía, lo que llamo burguesía cool , utiliza el antifascismo como una arma de clase.

 

¿Son los chalecos amarillos la primera expresión del soft power de las clases populares del que usted habla en su libro?

Sin duda.

 

Un soft power bastante violento, ¿no?

Veamos, veamos. Fue violento en París, cuando fue instrumentalizado y recuperado por la extrema derecha, los black bloc y la extrema izquierda. Antes de ese momento, en las rotondas, fue muy pacífico.

 

En las rotondas murieron, por accidentes, más de una docena de personas.

Es cierto. Eso pasó, pero es marginal en relación con el conjunto del movimiento llevado a cabo por gente bastante tranquila, entre la que había muchas mujeres y jubilados, que no son gente violenta. Después hubo jornadas muy violentas en París. Por cierto, también hay una instrumentalización de la violencia en todo movimiento social.

 

¿Por el Gobierno?

Por ambas partes. Los movimientos sociales saben que para salir en la portada de The New York Times hace falta violencia. El mundo entero ha hablado de los chalecos amarillos porque hubo violencia en los Campos Elíseos. Por eso digo que es un movimiento del siglo XXI: ha integrado el espectáculo, las cadenas de TV de información continua... Saben que hacen falta imágenes. Es algo ambiguo: condenan la violencia, pero saben que ésta aporta visibilidad. Y, en efecto, el Gobierno también instrumentalizó esa violencia. Fue muy raro que dejaran hacer a los black blocs que llegaron con sus cascos... Eran muy visibles, pero no hubo detenciones.

 

¿Insinúa que el Gobierno francés consintió la violencia para desprestigiarlos?

Las técnicas de deslegitimación del movimiento han sido múltiples. Empezaron con que los chalecos amarillos eran fascistas, racistas y antisemitas. Después dijeron que eran gente violenta. Luego consideraron que sus reivindicaciones no eran legítimas. Pero, y esto es importante, la mayoría de la población francesa continuó apoyando el movimiento.

 

Eso también pasó en la huelga del 95. Se diría que los franceses siempre están descontentos y apoyan al que protesta en la calle...

La protesta de la función pública del 95 fue la última apoyada por la población. Todas los demás, promovidas por los sindicatos, no fueron apoyadas por la opinión pública. Hay una fractura muy fuerte entre los sindicatos y la población. E indica el profundo rechazo de los sindicatos y de los partidos de izquierda por parte de los franceses. La izquierda francesa tiene cada día menos influencia en la opinión mayoritaria y especialmente en los medios populares.

 

¿Es por eso por lo que, cuando miramos la geografía del voto en los últimos años, los obreros y las clases populares votan a Le Pen?

Primero, mayoritariamente están en la abstención. No votan, ya no reconocen el eje izquierda-derecha. Y cuando votan, votan por listas populistas como el Frente Nacional. Eso es coherente con su situación económica social y geográfica. Desde hace 30 años hay un redespliegue espacial de las categorías populares. La mayor parte de las categorías populares viven hoy en día en las zonas rurales, en pequeñas ciudades y en algunas ciudades medianas. Viven muy alejadas de las grandes metrópolis globales como París o Lyon. Viven muy alejadas del empleo. El modelo globalizado concentra el empleo en las grandes metrópolis. No sólo en Francia, también en Estados Unidos y en el Reino Unido.

Por primera vez en la historia de Occidente, las clases populares no viven allí donde se crean el empleo y la riqueza.

Por primera vez en la historia de Occidente, las clases populares no viven allí donde se crean el empleo y la riqueza. Antaño los obreros habitaban en ciudades industriales. Así que ahora tenemos un problema que no es sólo económico, sino también existencial. Y, desde luego, un problema político mayor: ¿qué ha sido de esas clases populares, qué ha sido de la clase media occidental que está a punto de morir en ese territorio de la Francia periférica?

 

¿Cómo juzga la reacción del Gobierno de Macron?

Intentó responder de manera técnica a un movimiento que, como usted observó, no tenía una reivindicación concreta. Era imposible. Tenía alguien enfrente que reclamaba reconocimiento y respondió: “Ok, te voy a dar tantos millones”. Macron jugó la carta tecnocrática y ganó tiempo. Ganó su apuesta en las europeas, aunque quedara un poco detrás del RN [Rassemblement National: el nuevo nombre del Front National]. Lo que sí comprendió es que esta Francia popular no tiene representantes políticos naturales. El RN no puede representarlo. Comprendió que para conservar el poder basta con sumar una fracción de la opinión, el 25% de la población. Lo que yo llamo el bloque burgués. Macron ha conseguido una cosa genial: la alianza de las burguesías de derechas y de izquierdas. Geográficamente es llamativo ver el mapa electoral de Francia: las grandes urbes son ciudadelas medievales en medio de un océano populista del RN. Y esto no es coyuntural, es una recomposición social y cultural profunda. Y este modelo lo vamos a ver en todas las democracias occidentales.

 

Viendo los resultados electorales se diría que el RN fue más inteligente que la Francia Insumisa. ¿Es Marine Le Pen más moderna que Jean Luc Mélénchon?

La Francia Insumisa no ha comprendido una cosa: la emigración es algo fundamental entre las clases populares. No se puede hacer como si no existiera. Es más cool discutir sólo sobre temas económicos y sociales, pero cuando sale la inmigración y la cuestión identitaria la cosa se complica, tienes que tomar posición. Mélénchon es muy ambiguo. Creo que él sabía que la cuestión identitaria era importante, pero no quería abandonar su identidad de izquierdas. Para él es muy importante ser identificado como de izquierdas, y eso es el mundo antiguo. Si te defines de izquierdas eres estructuralmente minoritario. Otro tanto se puede decir de las derechas. Los partidos tradicionales están condenados. Marine Le Pen y Macron hicieron el buen análisis: la dicotomía izquierda-derecha está muerta. Cuando se enfrentaron en las presidenciales de 2017 dije que estábamos ante una alternativa política químicamente pura entre las metrópolis-ciudadelas y la Francia periférica. Eso se ha cristalizado ahora.

 

¿Y usted a quien votó: a Macron o a Le Pen?

Yo no voto desde hace años.

 

Pero las elecciones son pieza básica del sistema democrático...

Sí, sí, sí... Una revolución lenta está emergiendo en todo Occidente: los partidos tradicionales, de derechas e izquierdas, fueron concebidos para representar a una clase media integrada. Hoy esa clase media está a punto de desaparecer. Ha estallado.

 

Va a resultar que usted es el intelectual de los chalecos amarillos.

Escribí hace una quincena de años que si en Francia aparecía un movimiento social no vendría de las barriadas ni de las grandes metrópolis, sino de las periferias. Es lo que estamos viendo.

 

Leyendo su libro se diría que la lucha de clases marxista ha sido sustituida por una lucha de clases geográfica.

Completamente cierto: es el regreso de la lucha de clases. Pero la lucha de clases del siglo XXI. Con una dimensión territorial cada vez más visible. Es lógico: la globalización crea mucha riqueza, pero concentrada en algunas categorías sociales y en algunos territorios. La polarización del empleo existe en Francia, en España o en Alemania, sea cual sea el contexto económico.

 

Quizá estamos en la primera fase de la globalización. Al comienzo del capitalismo tampoco había redistribución de la riqueza.

El modelo económico está ahí y es imposible volver atrás. Por eso me parece estúpido el debate a favor o en contra de la globalización. A favor o en contra del liberalismo. ¡Qué estupidez! Es como el oxígeno: está ahí. La cuestión es que la economía actual no hace sociedad. Puedes tener muy buenos resultados económicos, pero eso no dice nada de la integración social de las categorías populares. Eso es lo nuevo. Antes, la economía hacía sociedad, integraba a la mayoría. Tenemos que pensar no en un modelo económico alternativo, sino complementario. Si no lo hacemos, destruiremos la sociedad entera.

 

Me parece detectar en su libro cierta nostalgia del antiguo orden social.

No soy un nostálgico del mundo de antes. Soy nostálgico de un periodo en el que las clases populares estaban integradas económicamente. Y, por tanto política y culturalmente. No se puede construir una sociedad dejando de lado a los más modestos. Es imposible. No se sostiene. Para mí eso no es volver al pasado. Al contrario: es materia de reflexión cómo integrar a estas categorías.

 

Si la globalización es inexorable no entiendo por qué circunscribir la respuesta a las fronteras del Estado-nación.

En Francia las tres cuartas partes de la creación de la riqueza procede de las metrópolis globales. Sería estúpido descartar eso. Pero necesitamos hacer vivir al conjunto del territorio, también a la Francia periférica. Hay experiencias locales que conozco. La prioridad es integrar ese territorio. Macron creyó durante mucho tiempo que con la técnica del goteo de las riquezas iba a integrar el conjunto. Los americanos han abandonado esta teoría, saben que no hay irrigación del conjunto. Steve Case, el patrón de AOL, dice: “Silicon Valley y Nueva York van bien, pero ¿qué pasa en esa América periférica de los flying states [los Estados del centro de EE. UU. que se sobrevuelan en los viajes de costa a costa]? Steve Case lanzó una iniciativa interesante porque invierte el método. Busca startups en ciudades pequeñas y financia con 100.000 dólares proyectos locales. Lleva el negocio al corazón de Estados Unidos. ¿Por qué lo hace? Porque las clases populares no van a moverse, van a quedarse en su sitio. Todo el mundo no va a mudarse a Madrid, Barcelona o París. Eso se constata en Francia. La mayoría de la gente vive donde ha nacido.

 

¿Usted no cree en la movilidad?

La idea de la movilidad para todos es imposible. Hay gente muy móvil, la de las grandes ciudades, pero estamos en una fase de sedentarización. Hay que ir al encuentro de esos territorios, darles poder. También políticamente. Cuando voy por la Francia periférica me encuentro con políticos de derechas y de izquierdas que conocen bien su territorio, pero que no existen en el interior de sus partidos. Tenemos la materia gris, los diputados, pero nadie les representa.

 

¿No es eso lo que pasó con el Brexit?

Gran Bretaña es la City y los brexiters. Los dos. El Gobierno inglés ha intentado ganar tiempo con el Brexit, pero Nigel Farage ha creado su partido en seis meses y ha ganado las elecciones. Estamos obligados a repensar la sociedad con sus contradicciones. La contradicción es que hay espacios muy integrados en la globalización y, enfrente, territorios y categorías que se sedentarizan y a los que tenemos que encontrar un destino. La división esencial del siglo XXI es la que enunció David Goodhart entre los anywhere [la gente de cualquier sitio] y los somewhere [la gente de un sitio concreto]. Tenemos que hacer cohabitar esa contradicción.

La división esencial del siglo XXI es entre la gente de cualquier sitio y la gente de un sitio concreto.

Eso es la democracia. No hace falta que estemos de acuerdo en todo. Tiene que haber terrenos de consenso. Y éste sólo es posible si tenemos dos bloques estructurados. La división izquierda-derecha ya no es hoy pertinente. Lo que resulta asombroso es que los somewhere de América eligieran a un millonario de Nueva York para representarles. Nos equivocamos cuando pensamos que los populistas son demiurgos. Trump no es un genio, eso es evidente. No es que Trump manipule a la working class americana. Ésta utiliza a Trump. La clase trabajadora americana constató que la globalización no le había beneficiado y que, además, suponía su invisivilidad cultural. Utiliza la marioneta Trump para decir: “Existimos”. Como los chalecos amarillos utilizan el chaleco para decir: “Existimos”. Y como los brexiters utilizaron el Brexit. La clase obrera británica no está en contra de Europa, ellos querían decirle a la City, no a Europa: “Existimos”. La clase trabajadora no ha encontrado su representante político natural porque la izquierda abandonó a las clases populares y busca gente un poco extraña como Trump o Salvini. Lo que quieren decir es: “Existimos y somos diferentes de vosotros que vivís en París, Madrid o Barcelona, pero queremos formar parte de la sociedad”.

 

 Usted explica por qué Trump llegó a la Casa Blanca. ¿No estará a un milímetro de justificar sus políticas proteccionistas?

El proteccionismo es una cuestión pragmática. Trump no es un proteccionista, es un liberal promercado que es proteccionista cuando le conviene. Para las clases populares el proteccionismo no es un dogma, no están en contra del liberalismo. Quieren cosas que funcionen. En el Aveyron, en la Francia periférica, han relanzado los cuchillos Laguiole, una pequeña marca francesa de unos emprendedores que se sentaron con políticos locales de derechas e izquierdas y han conseguido relanzar un territorio en torno a un proyecto económico que ha sido acogido favorablemente por las clases populares.

 

 ¿No tiene usted una solución mejor que el fomento del artesanado?

No tengo solución llave en mano: estamos en un proceso a largo plazo. Yo estuve con Macron antes de que fuera elegido presidente, le mostré mis mapas de la Francia periférica. Estaba de acuerdo con mi diagnóstico. Sólo que su método es el del goteo; pensaba que dando un fuerte empujón a los territorios que funcionan iba a integrar a los demás territorios. Lo que también se llamó Los primeros de la cordada. Pero esto no funciona. Me dice gente de su entorno con la que estoy en contacto que está cambiando su enfoque económico. Por ejemplo, reflexiona sobre la redinamización de ciudades pequeñas, de los centros desertizados de las ciudades. Hay también una gran reflexión sobre el redespliegue de los funcionarios en las prefecturas pequeñas. En Francia está apareciendo un cambio de paradigma. Se está desarrollando la idea de que hay que partir de proyectos locales. Macron ha entendido que no se puede construir una sociedad a partir únicamente de ciudadelas.

 

 ¿Forma parte usted de esos grupos de reflexión?

No estoy integrado, pero hablo con sus consejeros.

 

En España parece que estamos todavía en la dicotomía izquierda-derecha. Salvo en Cataluña.

Cada país tiene su historia. Los dos puntos fundamentales que explican la diferencia son el nacionalismo-independentismo y el franquismo. Pero sociológica y geográficamente, las dinámicas son comunes. Si mañana Cataluña fuera independiente tendría los mismos problemas, la misma fractura entre la Cataluña periférica y Barcelona. Las fracturas económicas y sociales exceden la cuestión independentista. Estructuran la sociedad española atravesada también por la precarización de sus clases medias, de la polarización del empleo cualificado en Madrid y Barcelona. Las dinámicas son comunes. El fracaso de Podemos es el mismo que el de la izquierda francesa. Cuando París se inclinó a la izquierda, dije que la izquierda había perdido al pueblo. Se acabó. Lo que mató a Podemos fue su sociología y su geografía. Aunque tenía un discurso de reconciliación con las clases populares, su geografía electoral no permitía el regreso de las clases populares.

 

Disculpe, pero lo que polariza a España es una cuestión del siglo XIX, la independencia de Cataluña. ¿Estamos ante una cuestión identitaria o el dilema periferia-metrópolis?

Las dos. Están conectadas. La cuestión identitaria o cultural está relacionada con la económica y la integración, con la metrópolis globalizada. Hay dos enfoques sobre Cataluña. A escala europea, son las regiones ricas (Escocia, Cataluña, Lombardía) las que buscan la independencia, nunca las pobres. Es lo que podríamos llamar la secesión de las élites o de los ricos. Yo hablo del abandono del bien común por parte de las regiones más ricas, abandono del Estado y de su faceta redistributiva hacia las regiones más pobres. En el interior de Cataluña, el mapa es muy claro: la Cataluña periférica es mucho más independentista e identitaria que Barcelona, más abierta y globalizada. También existe en Barcelona un fuerte sentimiento nacionalista muy atípico en una gran ciudad. Por eso digo que en el fondo hay una voluntad de autonomía de los más ricos. Yo estoy en contra de la independencia. El hecho de que las zonas rurales del interior sean más nacionalistas hace pensar en el conjunto de las clases populares periféricas de Europa y en su voluntad de preservar un capital cultural: cuanto más frágil es tu posición social, más profundo es este sentimiento. Las clases populares están perdidas en la lógica de la globalización, de ahí su voluntad de protegerse preservando su capital cultural.

 

¿Una especie de comunitarismo?

Sí, de hecho. Relacionado con la debilidad de las clases populares, lo que no quiere decir que no haya sentimientos racistas. Es un nacionalismo profundo, histórico, visceral. Un nacionalismo cubierto, además, de una capa de etnicismo que también existe en el nacionalismo vasco. Pero todo esto ha sido revitalizado por la dinámica de la globalización.

 

¿Que es Vox? ¿La reacción al independentismo catalán o un partido ultra?

Es la reacción al nacionalismo catalán, pero también está la cuestión de la inmigración. España ha podido durante bastante tiempo dejar de lado la cuestión de la emigración. Pero España es un país normal, está a punto de descubrir la sociedad multicultural. Y eso va a transformar muchas cosas, también el nacionalismo catalán. Este mundo globalizado va a hacer emerger partidos políticos que no estén centrados en la reacción al nacionalismo catalán. Vox es una reacción similar a las que hemos visto en Finlandia o en Inglaterra, relacionada más con la inmigración que con el nacionalismo catalán.

© El Mundo

 

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

Comentarios

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar