Es la gran fuerza electoral de nuestra época, aun cuando no suela ser tenida en cuenta. Se habla con cierta frecuencia de ella, y se la señala como gran perdedora de la globalización, pero nadie la toma en serio. La clase media empobrecida, y es peor aún en el caso de la española, suele ser sinónimo, para una parte del espectro político, de esa gente que no se ha sabido adaptar a las exigencias de los tiempos, y para el otro, de esas personas retrógradas y en el fondo fascistas que no quieren asimilar los cambios culturales. Ambos la ven como un problema, algo de lo que habría que deshacerse, más que como una fuerza con potencial enorme para el cambio. La ceguera de unos y otros ha abierto la puerta a la derecha populista, como la francesa o la italiana, que sí se ha dirigido a ella de nuevas maneras, como bien explica Christophe Guilluy en ‘No society. La fin de la classe moyenne occidental’ (Flammarion).
Un mapa de pedazos rotos
La crisis de la clase media ha sido tomada como una crisis de los márgenes, la consecuencia de la debilidad de los trabajadores, autónomos, profesionales, cuadros medios y pequeños empresarios a la hora de situarse a la altura de lo que demanda la época, y es por tanto una demostración de la ausencia de autorresponsabilidad de estos colectivos. Pero un discurso tan pobre esconde una realidad mucho más dura. Si observamos la evolución desde los años 80, en la época de las reconversiones, veremos cómo se borró del mapa a los obreros industriales, después se desplazaron los trabajos a países de Asia y se empobreció notablemente a agricultores y ganaderos; también se redujeron los cuadros intermedios de las empresas con la excusa de que había que adelgazarlas, se precarizó a los profesionales con el argumento de que no generaban valor en el siglo de la revolución digital, y a los jóvenes, mayormente provenientes de las clases trabajadoras, pero también de parte de las medias, con la justificación de una teórica falta de competencias; ahora la jubilación lleva tiempo en el punto de mira, porque se paga demasiado a gente que no trabaja y resulta imprescindible reducir la cuantía de las pensiones y retrasar la edad de retirada.
En el margen quedan también los pequeños empresarios y los autónomos, que no han inventado maneras de competir en el mundo globalizado, o los soldados mileuristas (o menos) porque el trabajo ya lo hacen las máquinas, o los periodistas, condenados a la fabricación precarizada y en serie con el objetivo de obtener clics de Google y Facebook, o todo el sector servicios, cuyos salarios son bajos porque son gente fácilmente reemplazable cuyo trabajo aporta escaso valor añadido. Y así sucesivamente. Y como bien dice Christophe Guilluy, cuando se juntan todos estos pedazos rotos, se compone un buen retrato, el de aquellos que una vez fueron clase media.
El futuro no será el que fue
Esas clases comienzan a ser conscientes de que su posición social fue la de pobres en excedencia: una vez tuvieron la idea de que el futuro iba a ser mejor, de que sus hijos podrían reproducir o mejorar su posición social, de que habían ganado una estabilidad que sería complicado perder. Hoy llega la hora de reconocer la realidad, que todo aquello fue un paréntesis y que ahora toca regresar al lugar del que procedían, las capas más bajas de la sociedad. Una clase obrera que, a su vez, se ha empobrecido sustancialmente.
Este destino no es el futuro, sino que compone nuestro presente, y de esto va también lo que se ha llamado precariedad, que va mucho más allá de los contratos eventuales. Un buen ejemplo es el de esos empleados bancarios que creían que, por haber conseguido un puesto de trabajo en una sucursal, tendrían trabajo para toda la vida, como sus predecesores, y que hoy son agentes comerciales, taxistas o desempleados; o esos profesionales que gozaron de años en puestos decentes hasta que fueron devueltos al paro y ya nadie les contrata; o esos emprendedores que creyeron que podrían labrarse un porvenir gracias a una buena idea y hoy se buscan la vida con chapuzas; o esos jóvenes que están hoy en las facultades y que todavía creen que en el futuro podrán ser algo más que comerciales o que camareros; o esos trabajadores que no se quieren jubilar porque saben que cobrando únicamente la pensión no podrán mantener ni de lejos su actual nivel de vida. Todos ellos pensaban ser clase media, y se han dado cuenta de que simplemente estaban en una época de excedencia de la pobreza.
Desventajas presentes, éxitos futuros
Esta clase media en desaparición ha sido analizada desde dos tipos de discurso. El dominante fue, y lo es todavía, el de las reformas, es decir, la aceptación de desventajas presentes a cambio de bienes futuros que nunca llegan. La idea que se les transmitía era que debían realizarse cambios en la sociedad para evitar la crisis, para solucionarla o para que el porvenir fuera mejor, y se les aseguraba que los sacrificios solicitados tendrían una recompensa en los años venideros. Pero el tiempo ha ido pasando, y todo lo que queda son una serie de promesas incumplidas y un descenso notable en su nivel de vida. Parecen mucho menos dispuestos a creer ya en estas afirmaciones, y eso explica de manera directa el nacimiento de nuevas fuerzas políticas y sociales.
El otro discurso habitual es el de los marcos culturales, el del feminismo, los derechos sexuales, la cercanía a los independentismos y demás, y también el de los memes de Juego de Tronos. De modo que por una parte está esa derecha económica que acusa a las viejas clases medias de ser incapaces de adaptarse a las necesidades económicas, y por otra esa izquierda que les señala como señoros, racistas, homófobos y españolistas, es decir, que les acusa de ser incapaces de adaptarse a los cambios culturales. Por esa brecha han entrado la derecha populista y la extrema derecha, que les ofrecen una solución a través de la vía nacional e identitaria, y que convierten la cuestión de clase en geográfica: nosotros podemos cambiar las cosas, y nos irá mucho mejor si vamos por nuestra cuenta. Esto es Trump, pero también Puigdemont o Salvini.
La prueba
No es una solución al problema de fondo. EEUU es la prueba, un país que a pesar de hallarse en un buen momento económico ve cómo la desigualdad sigue aumentando, cómo la mayoría de sus trabajos siguen retribuyéndose escasamente, cómo el coste de la vida aumenta para las clases populares y las medias y cómo las grandes firmas continúan externalizando su producción. Sin embargo, y puesto que todavía el partido se juega en términos culturales, el discurso les funciona.
No hay que olvidar que la clase media fue, además de una posición social, un tipo de mentalidad, una forma de ver el mundo en la que se esperaba que el futuro fuese mejor en todos los sentidos. Esa idea se ha roto, pero no los entornos en las que su socialización se produjo, así como su formación, experiencias y aspiraciones. Eso ha llevado también a que buena parte de la clase media actual lo siga siendo, a pesar de que sus condiciones materiales sean ya de clase obrera. Esto tardará algún tiempo en desaparecer, ya que las generaciones posteriores se van a criar en contextos pauperizados, y por tanto sometidos a posibilidades culturales y vitales más limitantes, como ocurría en el pasado, pero de momento no es así. Y esta clase cuenta, al contrario de lo que suele creerse, con muchos aspectos positivos: cierta estabilidad, cierta seguridad económica, la capacidad de hacer planes y la necesidad de conservar vínculos son aspectos imprescindibles para gozar de una buena sociedad, y hoy es este tipo de clase media quien mejor los representa. Es cierto que esto no durará demasiado, porque los colectivos en lucha por la subsistencia tienden a olvidarse de estos valores, pero todavía los conservan.
Las derivas
Por eso la lucha política va más allá de los asuntos materiales, más allá de la cuestión obvia de los ingresos y los gastos privados y públicos, y por eso la conflictividad social ha tomado formas identitarias, ya sea desde la perspectiva nacionalista, la religiosa o la feminista. Pero todo esto no son más que derivas de un asunto central, esa devolución de la clase media a la clase obrera y de la desconfianza en el futuro que acarrea, y del deseo de grandes capas de la población de poder disponer de opciones vitales mucho mejores que las que hoy encuentran.
La clase media contemporánea, estos pobres a los que se les acaba la excedencia, vive en la peor de las invisibilidades; todo el mundo sabe que existe, pero a nadie le importa políticamente. La ceguera analítica que caracteriza a políticos y pensadores de nuestro tiempo, demasiado pendientes de los gráficos o de la reproducción de los textos de su tradición les impide identificarla, así como conocer sus deseos y sus aspiraciones. Unos la defenderían vivamente si se autodenominase clase obrera, en cuyo caso no habría problema para integrarla en sus discursos; otros apuestan por ella, siempre que se declare nacionalista y antiinmigración; y otros pretenden que abandone sus anclajes y pase a ser una clase digital y global. Pero nadie quiere tomar en serio sus condiciones materiales y vitales, sólo quieren llevarla a su terreno. Hay quienes están teniendo más fortuna, como los populismos de derecha, y otros menos, como la izquierda. Pero, en todo caso, quien gane este espacio tendrá en sus manos el triunfo político en nuestro tiempo.
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