El presidente Reagan, cuando visitó Madrid, nos dio una lección de Hacienda Pública más propia de estadista que de hacendista: “A mi regreso a Washington vamos a reformar el IRPF reduciendo a dos los tipos, uno del 15% para la mayoría y otro del 27% para las súper rentas, pues no vemos nada de progresivo en que las gentes tengan miedo a progresar.”
Los hacendistas convencionales todo lo ligan a los tipos, olvidándose de las bases imponibles, cuyo producto por los tipos es la cuota tributaria. A más de creer que a menores tipos hay menor recaudación, identifican la progresividad del sistema, que es lo que interesa, con la progresividad de los tipos.
En nuestro caso, el IRPF nació con 34 tipos, lo que significaba que los tramos eran muy pequeños y, en consecuencia, era fácil pasar al tipo siguiente con un pequeño aumento de la base. Aun con precios estables, ese sistema provocaba una lícita resistencia al pago y una tentación legitima a la ocultación. Pero, además, con precios en alza, las bases mínimas desaparecían de hecho, convirtiéndose en bases medias y éstas en máximas. Con tipos en alza, las gentes pagaban más no porque ganasen más, sino porque subían los precios. Esto es, la inflación se convertía en hecho imponible, el salario mínimo podría acabar siendo gravado con el tipo máximo.
Para compensar este efecto perverso se inventó la corrección de los tipos por el IPC, cosa que no corregía el fraude gigante cometido por el Estado al gravar de una manera creciente rentas de hecho iguales; volviendo a no distinguir base de tipo, deflactaban los tipos cuando eran las bases lo que había que deflactar. La identificación de la progresividad del sistema con progresividad de los tipos hacía de la Hacienda el mayor defraudador del Reino.
No era este el único delito fiscal que cometía la Hacienda Pública. Continúa en vigor otro delito que haría bien Rajoy en incluirlo en su meritorio programa. Se trata de lo siguiente: el delito fiscal figura en el Código Penal con penas de cárcel cuando se supera una cifra, pero esa cifra también se ve afectada por la inflación lo cual significa que, cada año que pasa, el delito que se comete es menor, puesto que la cantidad defraudada vale menos; sin embargo, la ley en vigor mantiene la misma pena para un delito decreciente en cuanto éste se mide por la cantidad que el Estado deja de percibir.
Razonamientos de este porte llevaron a Reagan a hacer la reforma anunciada y entre nosotros, paso a paso, se ha ido reduciendo la defraudación estatal con la continua aunque lenta reducción de tramos. El tipo único debía ser el ideal, porque, manteniendo la progresividad del sistema, es neutral respecto de la inflación.
Otro error del que aún no se han liberado muchos hacendistas hispanos es el de creer que a menores tipos corresponde menor recaudación. Víctimas de esa generalización impropia denunciada en mis artículos, ven que en una relación privada con prestación bilateral, lo que uno de los dos renuncia a recibir del otro lo pierde totalmente. Pues bien: en el caso del Estado, reducir lo que éste cobra del contribuyente puede aumentar, y no disminuir, los ingresos del Estado. En este caso, la alteración de las prestaciones puede influir en el volumen de lo repartido, y lo que el Estado deja de percibir en impuestos directos lo puede recobrar con creces en forma de impuestos indirectos, ya que el contribuyente gastará más si le paga menos al Estado.
La memoria histórica de España en materia de Hacienda produjo de modo persistente la coincidencia de muy baja presión fiscal –no existía el IRPF- con la abundancia y baratura de los servicios públicos y con el equilibrio de las cuentas estatales. Que no se deje vencer Rajoy por la crítica fácil de los que, a más de no haber asimilado todavía la desaparición de las divisas, no se han desprendido de los errores en Hacienda que acabamos de reseñar.