Carlos Salas (Madrid). Todos conocemos la escala que mide los terremotos: un 8 en la escala de Richter significa que la tierra ha crujido de tal modo que es difícil mantener un edificio en pie como sucedió en San Francisco hace cien años. Y si la magnitud llega a 12, es mejor que busquemos otro planeta para vivir. Pero muy pocos están familiarizados con una escala no menos terrorífica: la escala INES.
Este acrónimo con nombre de mujer significa International Nuclear Event Scale (Escala Internacional de Acontecimientos Nucleares). El nivel 1 no es preocupante. El nivel 7 significa "accidente grave para el medio ambiente y para la salud de las personas". El accidente nuclear ocurrido en Chernobyl ha sido el único que llegó a ese nivel, el más terrible de la historia. Sucedió en la madrugada del 25 al 26 de abril de 1986, y debería ser una fecha para recordar cada año. Tenemos memoria de otros accidentes nucleares como el de Three Mile Island en Estados Unidos (nivel 5) o el de Vandellós en 1989 (nivel 3). Pero nada como el de Chernobyl y sus consecuencias: murieron inmediatamente 31 personas; otras 3.500 han muerto o pueden morir por culpa de la radiación. Y según la Organización Internacional de la Energía Atómica, unas 600.000 quedaron afectadas de por vida.
La central nuclear explotó por varios errores humanos liberando radiactividad equivalente a 200 veces Hiroshima y Nagasaki. La contaminación afectó a Ucrania y Bielorrusia directamente, y también al resto de la Unión Soviética, a Estados Unidos y a Japón, así como a zonas del Mediterráneo. Para neutralizar los efectos nocivos de aquella central hubo que construir un enorme sarcófago con 300.000 toneladas de hormigón y plomo, un panteón prodigioso para enterrar una amenaza gigante. Las fotos que se están publicando ahora de lo que queda de aquella central atómica ponen los pelos de punta. El coste de cerrar Chernobyl se calcula que ha sido de unos 3.000 o 4.000 millones de euros. Los ecologistas y cualquier persona con sentido común tuvieron entonces motivos más que razonables para oponerse a esta forma de energía. Era realmente horrorosa.
Ahora, los ecologistas creen que la energía nuclear puede salvar a la humanidad. Incluso James Lovelock, tildado como el padre de la ecología, sorprendió hace dos años al decir en Barcelona que había que regresar a la energía atómica. Y cada día se suman más ambientalistas a su causa. ¿Qué ha pasado en 20 años para que cambien de actitud? Algo que aparentemente es una contradicción: la energía nuclear puede ser la más contaminante del planeta, pero a la vez es la más limpia y la más poderosa. ¿Cómo se despeja esta incógnita? Sometida a durísimas condiciones de seguridad, la fisión del átomo lo único que echa al aire es vapor de agua, precisamente lo que necesita la humanidad. Y por supuesto, ese vapor de agua, antes de perderse en la atmósfera, mueve turbinas que producen electricidad barata.
Existen unos 450 reactores nucleares en nuestro planeta y hay 21 plantas en construcción. La nuclear está de moda porque comparada con otras energías, tiene muchas ventajas. Una central atómica se puede instalar en cualquier sitio, siempre que haya un pequeño río para enfriar los reactores. El mundo del petróleo y del gas es mucho más complejo. En primer lugar, la materia prima la tienen unos pocos países. En segundo lugar, hay que transportarla en barcos, oleoductos o gasoductos que se rompen y originan inimaginables catástrofes ecológicas. Y en tercer lugar, debido a la inestabilidad política de Irán, Nigeria o Venezuela, su precio oscila como los yo-yos y pone de rodillas al planeta. Hace ocho años cada barril de crudo costaba 16 dólares. Hace un año rozó los 75 dólares. Un país con muchas centrales nucleares como Francia (el 70 por ciento de su electricidad es de origen atómico) puede resistir estas oscilaciones, razón por la cual muchos gobiernos desean tener nucleares. China ha previsto levantar 30 nuevas centrales.
Comparada con la energía hidroeléctrica, una central nuclear es casi un chollo porque no hace falta desviar ríos, construir presas y anegar pueblos enteros como la presa de las Tres Gargantas de China, que supuso el desplazamiento de dos millones de personas. Todo lo contrario: la nuclear da bastante riqueza a los pueblos de alrededor como sucedió con Vandellós o Zorita. Una central nuclear, además, no afea el paisaje como los aerogeneradores que están creciendo como setas de metal por toda España. Y los últimos modelos de centrales nucleares son más pequeños, más seguros y más productivos. Un kilowatio producido por una planta nuclear cuesta 10 veces menos que si se produce con carbón o con derivados del petróleo.
Los residuos en cambio siguen constituyendo un serio problema. La radiactividad perdura durante 700 años, es decir que si los Reyes Católicos hubieran construido una central nuclear, los residuos todavía estarían activos. Pero esos residuos se entierran en piscinas de cemento y allí están quietecitos sin molestar. No se corre el riesgo de que suceda lo mismo que el Prestige, aquel buque petrolero que se partió en dos frente a las costas de Galicia hace unos años originando una auténtica catástrofe ecológica. Además, los gases producidos por la combustión de los derivados del petróleo están modificando el clima de nuestro querido planeta, y amenazan con dejar a nuestros nietos una herencia emponzoñada de inundaciones y sequías.
Todas esas razones explican que los ecologistas vean la nuclear como la energía que puede salvar a la humanidad del temido efecto invernadero. Y los políticos saben que o se ponen a construir centrales nucleares, o no habrá manera de mover el planeta en los próximos años. No será fácil porque la palabra “atómico” o “nuclear” nos trae espeluznantes recuerdos. Pero, salvo que el mundo halle otra fuente de energía tan limpia, independiente y poderosa, no habrá más remedio que desempolvar nuestros planes nucleares.
En España, el Gobierno de Felipe González, acuciado por los prejuicios, decretó en 1983 que no se iban a construir más centrales, ni a sustituir las obsoletas. ¿Puede permitirse esos sueños un país que importa el petróleo y el gas, y cuya energía nuclear sólo cubre el 24 por ciento de las necesidades de electricidad? A todos los europeos nos pasa lo mismo. Importamos el gas de Siberia y de Argelia. El petróleo lo traemos principalmente de los países árabes. De modo que si nos cortan el suministro, los europeos tendremos serios problemas para seguir moviéndonos.
¿Alguien quiere quedarse parado?