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El consumo es un hecho social total, según la acepción de Marcel Mauss, pues es una realidad objetiva y material pero es, a la vez, e indisolublemente, una producción simbólica que depende de los sentidos y valores que los grupos sociales le dan a los objetos y a las actividades de consumo.
En esta línea, Jean Baudrillard considera que una verdadera teoría de los objetos y del consumo no se debe fundar sobre una teoría de las necesidades y de su satisfacción, sino sobre una teoría de la prestación social y de la significación. Si bien la alusión a las sociedades primitivas es peligrosa, conviene recordar que el consumo de bienes no responde, originalmente, a una economía individual de las necesidades, sino que es una función social de prestigio y de distribución jerárquica. Es preciso que unos bienes y objetos sean producidos e intercambiados para que una jerarquía social se manifieste.
Lo que cuenta, en estos casos, es el valor de intercambio simbólico, no su valor de uso, no su relación con las necesidades. Así, detrás de las compras está el mecanismo de la prestación social, de discriminación y prestigio que se halla en la base del sistema de valores e integración en el orden jerárquico de la sociedad. El eco de esta función primordial aparece en la obra de Thorstein Veblen bajo la noción de “consumo ostentoso”. El consumo, entonces, poco tiene que ver con el goce personal, sino que es, sobre todo, una institución social coactiva, que determina comportamientos sociales.
Sin embargo, la producción para el deseo es la característica y dominante en el capitalismo avanzado, esto es, una producción derivada de la creación de aspiraciones individualizadas por un aparato cultural y comercial. El deseo se asienta sobre identificaciones inconscientes y siempre personales con el valor simbólico de determinados objetos o servicios. Los deseos tienen bases más o menos remotas en las necesidades, pero la dinámica actual del mercado se encuentra más orientada hacia estimular la demanda sustentándose en un sistema de valores simbólicos sobreañadidos, distorsionantes incluso, de su valor de uso. Además, la desigualdad de acceso al consumo, que se asienta sobre fundamentos económicos, se encuentra sobredimensionada por un factor simbólico que la recubre. Los productos, por tanto, no se crean y difunden para satisfacer necesidades mayoritarias, sino para convertirse en bienes superfluos impensables sin su capacidad de generar un fuerte efecto de demostración de estatus. Se crea, por tanto, una dinámica desarraigada de la necesidad, que desarrolla el consumo a través de la explotación intensiva e instintiva de los deseos.
La modernidad, según Charles Champetier –discípulo de Alain de Benoist- en su obra Homo Consumans, Archéologie du don et de la dépense, ha estado fundamentalmente dominada por una concepción utilitarista del hombre, que ve a los seres humanos como seres necesitados y enfrentados a un mundo como fuente inagotable de recursos para dar satisfacción únicamente a sus intereses. Interés y utilidad son los paradigmas dominantes en un universo sometido a las leyes de cálculo de la razón instrumental. Y la razón instrumental es la razón económica por excelencia.
Pero, ¿hay alternativas? Escuelas de pensamiento como la Nouvelle Droitereivindican una sociedad en la que el objetivo supremo no sea lograr las máximas ganancias en términos económicos, sino trascender el reduccionismo econonomicista:. en primer lugar, desmontar el mito de la soberanía del consumidor y sustituirlo por la figura del consumidor responsable; en segundo lugar, tomar conciencia de la imposibilidad de mantener un crecimiento económico sostenido debido al progresivo deterioro medioambiental; por último, reforzar los circuitos de consumo no mercantiles, el llamado “ciclo del don”, re-visitado y re-actualizado por Dumont, Mauss y Champetier.
Alain de Benoist cita, a través de Serge Latouche, una interesante observación de Kate Soper: "Los que abogan por un consumo menos materialista a menudo son presentados como ascetas puritanos que buscan dar una orientación más espiritual a las necesidades y a los placeres. Pero esta visión es en muchos aspectos engañosa. Se podría incluso decir que el consumo moderno no se interesa suficientemente por los placeres de la carne, que no se preocupa bastante de la experiencia de los sentidos, que está obsesionado demasiado por toda una serie de productos que filtran las gratificaciones sensoriales y eróticas y se nos alejan. Una buena parte de los bienes que son considerados como esenciales para un elevado nivel de vida son más anestesiantes que favorables a la experiencia sensual, más avaras que generosas en materia de convivencia, de relaciones de buena vecindad, de vida no estresada, de silencio, olor y belleza [... ] un consumo ecológico no implicaría ni una reducción del nivel de vida, ni una conversión de masa hacia la extramundanidad, sino más bien una diferente concepción del nivel de vida misma ".
El número 58 de Elementos, bajo el título Crítica de la Sociedad de Consumo: de Simmel a Baudrillard, recoge, entre otros, los siguientes artículos: El fin del Pacto con el Diablo, por Jean Baudrillard; Simmel y la cultura del consumo, por José Miguel Marinas; Consumismo y sociedad: una visión crítica del homo consumens, por Susana Rodríguez Díaz; El Consumo como Cultura. El Imperio total de la Mercancía, por José Antonio Zamora; La dictadura del signo o la sociología del consumo del primer Baudrillard, por Luis Enrique Alonso; El Imperio del Consumo, por Eduardo Galeano; Thorstein Veblen y la tiranía del consumo, por Guillaume Faye; Consumismo-Capitalismo, la nueva religión de masas del siglo XXI, por Pedro A. Honrubia; La fábula del bazar. Orígenes de la cultura del consumo, por Carlos Soldevilla.
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