"¡Enriqueceos!"

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Cuando François Guizot, el ministro de Louis-Philippe d’Orléans, dijo aquello de “¡Enriqueceos!”, además de reconocer el carácter espurio de su concepto del liberalismo (al fin y al cabo, el suyo era el liberalismo de gobierno, no de oposición), estaba haciendo, al margen de que se tratara entonces del consejo más lógico para acceder al injusto voto censitario, el mejor resumen de los objetivos de la política en su siglo y en los venideros, aunque ninguno, a decir verdad, supera en lujuria crematística a la centuria pasada y a la presente.

Basta para ello comprobar los sueldos que percibirán los ex presidentes González y Aznar como consejeros, respectivamente, de Gas Natural Fenosa y Endesa. El primero cobrará 126.000 euros anuales; el segundo, 200.000. Sumas que se añaden a sus doradas pensiones vitalicias, que se elevan a la nada despreciable cifra de 82.000 euros. Ya se ve, pues, que hay quien nunca sabe lo que es una crisis –salvo electoral– y se coloca siempre a la grata sombra del dorado cuerno de la fortuna.
Al parecer, el objetivo de la política ya no es la prosecución del bien común, entre otras razones porque, asumida la tesis de Hayek de que la justicia social es un “espejismo” –ni siquiera se cree en la igualdad de oportunidades–, tampoco se admite el concepto del bien común, pues sólo existiría el individual; lo cual no es más que convertir la sociedad en una cucaña. En efecto, en política sólo existe el bien particular de cada uno de los “representantes” políticos, ya sean ex presidentes, ex ministros, diputados, senadores, consejeros autonómicos o concejales provinciales. Así, cada invocación al bien común por parte de la casta política no es sino un escarnio reiterado a la ciudadanía.
Tanto los socialistas como los ultras del liberalismo no creen en el bien común, pero si lo dijeran, se les tacharía de campeones del cinismo; tampoco creen en él los comunistas, pues su máxima aspiración es la revolución, es decir, la guerra civil, previa a la instauración del Estado totalitario. Y es que si el socialismo no se trata más que de una logomaquia, el ultraliberalismo se revela como suprema negación de la política, salvo en la defensa de las garantías constitucionales, la división de poderes –siempre olvidada en la práctica, ya que se prefiere su “coordinación”–y la libertad de expresión. Sin embargo, esos fines en verdad nobles no requieren de la política tal y como hoy se conceptúa, y ésta no es condición sine qua non para su defensa y realización.
Quizá tuviera razón Carl Schmitt al decir que “no hay una política liberal, sino sólo una crítica liberal de la política”. Y no está de más recordar que existe una espontaneidad natural en el seno de la sociedad que tiende a dividir los centros de influencia y de decisión a través de, por ejemplo, asociaciones, fundaciones o colegios profesionales. Un pluralismo real que no descansa, como el partidista, en ideologías trasnochadas que se revelan como peligrosos flatus vocis, pues probablemente no haya nada tan pernicioso para los ciudadanos como los partidos, que son mafias que se sustentan del presupuesto público.
Ciertamente, vivimos en el imperio del dinero y la opinión. Es algo que comprendió ya Charles Maurras en el siglo pasado, pero no hace falta la lucidez del autor de El porvenir de la inteligencia para llegar a tan desazonante conclusión. Todo es amor al dinero e imperio de la opinión, lo cual no es decir que ambas realidades sean nocivas per se –el dinero es un medio y la opinión plural un bien–, sino que constituyen los fundamentos del mencionado “todo”. Da la sensación de que ya no quedaran resquicios para afanes más nobles que el mero enriquecimiento o de que millones de individuos hubieran decidido abdicar de su condición racional y de la formación de un mínimo criterio propio ante la cuasi totalitaria apisonadora de una opinión que cree firmemente en el consenso.
Enriquézcanse, pues; pero, por favor, no nos pidan los políticos que tengamos ni un adarme de confianza en sus buenas intenciones y humanitarios proyectos. Hoy más que nunca, no podemos creer en ellos.

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