La época cuyo cierre nos toca atravesar exige volver a las fuentes, en medio de las simplificaciones y hasta simplezas intelectuales que se nos infligen cotidianamente. He vuelto a hojear algunos libros de economía que frecuenté bastantes años atrás y, en los subrayados de antaño, me he encontrado –o recordado– algunas sorpresas. Ahora que se habla de nuevo de proteccionismo, encuentro en Adam Smith, nada menos, este parrafito:
"Pero hay dos casos en que será muy útil, por regla general, imponer alguna carga o contribución importante sobre la introducción del extranjero para fomentar la industria doméstica o nacional. El primero, cuando cierto ramo de la industria es necesario para la defensa del país. En Gran Bretaña procuran las Actas de Navegación, con muy buen acierto, conceder a la Marina el monopolio del comercio nacional, en unos casos por medio de absolutas prohibiciones, en otros por medio de cargas impositivas sobre fletes y bajeles de naciones extranjeras".
Y más adelante, el profesor de Filosofía Moral arriba retratado añade: “dicha Acta de Navegación es la más acertada, acaso, de cuantas ha establecido la nación inglesa” (Investigación de la Naturaleza y Causas de la Riqueza de las Naciones, Barcelona, 1933, tº II, p. 197 y 200). El escocés no estaba desacertado: aquella brutal medida proteccionista y monopolizadora establecida en tiempos del Lord Protector Cromwell, durante la efímera república puritana, fue el instrumento que permitió hacer realidad aquello de Britannia rule the waves durante doscientos años imperiales. La medida justa, en el momento adecuado, impulsada por un jefe político y militar excepcional. List advertirá, más tarde, que el puro librecambismo de la escuela clásica era un producto solamente de exportación. Hoy resulta oportuna la relectura, cuando el péndulo de la teoría inicia su vuelta.
Claro que esta dialéctica libercambismo/proteccionismo no debe tomarse como un aut/aut ideológico, que exija tomar partido absoluto por una u otra posición, error en que han caído sostenedores de cada una de aquéllas. En 1776, año en que Smith publica su "Investigación...", Arkwight patenta su invento de la hiladora mecánica de algodón, aplicándole la máquina de vapor recientemente inventada por Watt. Diez años después, Cartwright, médico y poeta, inventa el telar mecánico, que aumenta exponencialmente la producción del tejedor. Contando con esta industria textil que no admite competencia, el Board of Trade, la Cámara de Comercio que funcionaba al flanco de la Corona para establecer la política económica, casi siempre con un ministro del gabinete al frente, regula monopólicamente su producción y su exportación. Mientras tanto, hacia el exterior los economistas difunden la atrayente teoría de la libertad de comercio, allanando las aduanas de otros reinos y naciones. Había un imperativo proteccionista y monopolista hacia adentro y un "verso" librecambista para afuera. Así se desarrollaron Manchester y Liverpool como megalópolis industriales, mientras la Gran Bretaña se enriquecía con la exportación de textiles de algodón y con el tráfico de esclavos destinados a las plantaciones del Sur de los Estados Unidos. Nuestros paisanos usaban en Argentina ponchos manchesterianos (más baratos que los salidos de los telares salteños) y encababan aceros de Leeds para sus facones. La India vería a su tiempo destruida su industria textil autóctona. Y un subproletariado de desplazados, de mujeres y niños explotados y de obreros cuyo único paraíso era el alcohol, llenó los suburbios de las grandes ciudades, tal como Dickens relató, Eugenio Sue folletineó y Marx (buen lector de este último) habrá de teorizar.
Pero ese mismo proteccionismo brutal, aplicado a las colonias de ultramar, produjo la revolución norteamericana. Las colonias debían seguir las conveniencias de la metrópoli, que exigía materias primas baratas y prohibía las industrias locales. Por ello se denegó a las trece colonias exportar tejidos de lana, sombreros o destilar la melaza de la caña de azúcar para producir ron (que era la mercadería que se entregaba a los jefes tribales africanos o mercaderes árabes a cambio de muchachas y muchachos negros destinados a la esclavitud) y hasta producir el azúcar mismo. Pitt el viejo pontificaba en 1770 que en las colonias no podía producirse ni el clavo de una herradura. Estas demasías, cuando llegaron a la ley de sellado y al impuesto sobre el té, gatillaron, como es sabido, la rebelión. El monopolio extremo llevó al alzamiento, primero contra el Parlamento y acto seguido contra el monarca.
En 1789, cuando Washington asume la presidencia conforme la Constitución de Filadelfia, nombra secretario del Tesoro a Alexander Hamilton, que establece una ley de protección industrial, con aranceles ad valorem. Toda industria que comienza debe ser protegida. Hamilton sabía su lección, y que ahora debían echar mano al proteccionismo para defenderse del dumping del imperio (en algunos estados norteamericanos podían conseguirse artículos de fabricación inglesa más baratos que en Londres).
El péndulo librecambista/proteccionista se mueve en función de la gran política, no de las ideologías preconfeccionadas. El abate Galiani, en su Discurso sobre el Comercio del Trigo había dicho ya que lo regulaba la conveniencia nacional. Hoy, en los Estados Unidos., los demócratas se orientan hacia el proteccionismo (cuando los demócratas del Sur fueron tradicionalmente librecambistas, para favorecer la exportación de sus productos de agricultura extensiva) y los republicanos, proteccionistas de vieja cepa, gruñen y meten arena en los cojinetes de la maquinaria obamaniana. Pero el péndulo ha iniciado inexorablemente su retorno.
He citado al abate Ferdinando Galiani, un contemporáneo de Adam Smith, y corresponde añadir algunas notas sobre su figura. Le hizo frente en su tiempo a la “secta de los economistas”, como llamó a los fisiócratas, antepasados de nuestros tecnócratas financieros actuales. A los veintiún años escribió en italiano “De la moneda” (1750), donde desarrolla una teoría del valor a partir de un análisis psicológico de las nociones de utilidad (lo que produce un placer) y rareza (cantidad limitada de cosas que nos sirven), planteando así las bases de lo que luego sería la escuela marginalista, hoy unánimemente aceptada por la "secta de los economistas". A poco, sin embargo, se manifiesta partidario de dejar de lado la rareza para concentrarse en el trabajo (fatica), que otorgaría el valor a todas las cosas. Marx no pasaría por alto este aporte. Más tarde, radicado en Francia, escribiría, en un francés terso y elegante que admiró Voltaire, su “Diálogos sobre el comercio de trigo”, reflexión acerca del proteccionismo, los controles y la libertad comercial. Galiani criticó de modo incisivo a los fisiócratas (la “secta”), que creían haber descubierto la inmutable lógica de una física económica, cuyas leyes “naturales” ofrecerían un modelo de necesidad a toda actividad humana. Uno de los sectarios, Mercier de la Rivière, nos ha dejado páginas que se parecen mucho a los de los gurúes actuales de la new economy. Las leyes naturales económicas producirían la eterna armonía entre el interés particular y el general, llevando a la humanidad a la dicha. Hasta ayer nomás se nos decía que los ciclos económicos, donde los períodos de recesión se alternaban con los de expansión, habían muerto (fin de los ciclos, fin de la historia...) y la humanidad tenía por delante la prosperidad por tiempo indefinido. Del mismo modo que los sectarios de ayer creían que la Naturaleza les dictaba leyes económicas infalibles, los sectarios de hoy creen (o creían hasta este año 2009) que la Razón se encarna únicamente en el proceso de formación de precios en el mercado. Si los de ayer dogmatizaban que sólo la agricultura era capaz de dar un producto neto, los de hoy creen –peor aún– que la única fuente de verdadera riqueza reside en el crecimiento bursátil de los mutual funds y los hedge funds (luego llegó Bernard Madoff y ya se sabe). Galiani señaló la relatividad histórica y política de toda orientación económica. Partidario de la libertad comercial, enseñaba que los principios debían aplicarse a los tiempos, lugares y circunstancias particulares, y teniendo siempre en cuenta la “convivencia civil” y la conveniencia nacional. En definitiva, encuadraba la economía como una ciencia tópica, al igual que el derecho o la política y demás disciplinas pertenecientes a lo que otra gran mente dieciochesca, Juan Bautista Vico, llamara el “mundo político y civil”, irreductible a los modelos de necesidad. No hay que abdicar la responsabilidad humana en manos de la Naturaleza, una gran dama –decía el abate– que no puede ocuparse en zurcir nuestros descosidos.
El péndulo retorna.