Segunda parte de un análisis a fondo

Intentando comprender el Gran Crack de 2008 (y II)

La Gran Implosión del pancapitalismo financiero, se decía en la entrega anterior, ha tenido el doble mérito de plantear las preguntas profundas y de demostrar que ni los gurús de la economía ni los empresarios rampantes ni la clase política mediática atinan con una respuesta coherente. Preguntas cuya respuesta se condensa en este párrafo: "Se advierte que la desrazonabilidad anida en la propia Razón, y que es posible morirse de Progreso. La reaparición, bajo diversas advertencias, del sentido del límite, de un nec plus ultra opuesto a la superstición progresista, resulta el síntoma más claro del fin de la Modernidad". Y preguntas que quedan quintaesenciadas en estos versos premonitorios de T. S. Elliot: "Así termina el mundo/ no con un estallido sino con un quejido".

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¿Mercado o Estado?

Mariano Grondona, pensador de fuste de los mass media argentinos, habló acerca de que esta crisis plantea la disyuntiva entre Smith o Keynes. Que para otros se reduce a elegir con dedo temblequeante entre el Mercado o el Estado. Ahora que Bush el Joven  puede hasta nacionalizar en todo o en parte la banca, se acuerda uno de aquellas síntesis con gracejo: el socialismo resulta un camino tortuoso hacia el capitalismo (1988); el capitalismo resulta un camino tortuoso hacia el socialismo (2008). O de aquella humorada setentista: el capitalismo es la explotación del hombre por el hombre; el comunismo, exactamente la inversa. Pero no existen las disyuntivas planteadas, porque la hondura del problema ha superado aquellos planteamientos. La cuestión, hoy, no estriba en corregir la espontaneidad parkinsoniana de la “mano invisible” con la inyección de demanda agregada por parte de un Estado económicamente activo ni, consecuentemente, en complementar el Mercado con el Estado. Menos, todavía, en reiniciar el juego, una vez enterrados los muertos y retirados los heridos, pero ahora con un suplemento de “ética”, como proponen algunos despistados.
 
El capitalismo surge, sea cual fuere la datación que se elija para su nacimiento, cuando la economía y las finanzas, y la persecución del lucro considerada su motor, dejan de regirse por normas derivadas de la teología moral, para conducirse de acuerdo con su propia racionalidad operativa. El factor religioso (protestante, católico, judío, shintoísta, confuciano, mazdeísta, etc.) puede continuar, según los casos, regulando los contornos de la actividad capitalista, e incluso las conductas de los actores económicos capitalistas fuera de sus actividades como tales. Pero la finalidad del capitalista en cuanto capitalista ya no es la salvación del alma (como el puritano de Weber) o apuntar hacia el common good, el bien común, como sostiene Michel Novak, filósofo y ex seminarista, desde el punto de vista católico. Capitalista es quien emplea el capital para aumentar los beneficios; hoy, en el pancapitalismo financiero, el que emplea un dinero virtual para criar más dinero. Y que si formula planteamientos acerca de la ética de los negocios, la business ethic tan de moda en los workshops, es porque con la puesta en práctica de esa ética se pueden colocar mejor los productos y, por lo tanto, optimizar los beneficios. Cuando se trae a colación un concepto como el de moral hazard, riesgo moral, no es para asumirlo, sino para trasladarlo –¿quién pagará en última instancia? Y la respuesta a esta pregunta está a la vista: la colectividad.  
 
El rasgo diferencial de nuestros días es la globalización del espíritu capitalista. Tenemos un mercado financiero cuyo espacio es el mundo y su tiempo las veinticuatro horas del día. La lógica del costo-beneficio y de la optimización del lucro, que rige aquellas transacciones en el espacio-tiempo del mercado global, ha comenzado a permear progresivamente todos los demás órdenes de la vida, como expresión de la única racionalidad posible y deseable. No es ya una parte de la vida: ahora es toda la vida. Schumpeter anunciaba que la generalización de las categorías capitalistas equivalía al despuntar de su crepúsculo. François Perroux, en otro contexto, señalaba que, para continuar en forma, el capitalismo requería la subsistencia de un entorno de valores no capitalistas (honor, altruismo, vocación de bien público, etc.). En definitiva, ésta era la función que los factores religiosos, diversos según los pueblos, cumplían respecto del sistema capitalista. Tales límites han sido sobrepasados, y el pancapitalismo financiero ha impuesto con exclusividad su propia constelación de valores. Gary Becker, en esta línea de reduccionismo al factor económico, ganó el premio Nobel de Economía en 1992 por extender la teoría económica a problemas de toda índole: organización familiar, demografía, política criminal, etc. (Según este Nobel, la culpa del desempleo la tiene el desempleado por no haber invertido suficientemente en su “capital humano”...)
 
El pancapitalismo financiero, liberado así de todo límite, abarca y explica todos los órdenes de la vida y se convierte él mismo en una especie de religión secularizada, con su trinidad de Progreso=Desarrollo=Razón. Con el agravante de que esta última racionalidad, expresada en los teoremas de las elecciones racionales tomados de la teoría de los juegos, resulta precaria. La racionalidad del homo oeconomicus es relativa y la sacude regularmente, entre otros, un sentimiento profundo, que es el miedo, extendido a pánico en las crisis, que echa por tierra los análisis previos. Douglas North, premio Nobel de Economía en 1993, planteó estas cuestiones sin ser demasiado escuchado. 
 
Mercado y Estado no están ya propiamente en una tensión dialéctica, sino en continua interpenetración. El “mercado” existía antes del surgimiento del capitalismo, pero fue transformado por éste, hasta convertirse, como lo es actualmente, en el caso de los mercados financieros, en un punto de encuentro abstracto, no físico, de oferta y demanda. El Estado es una forma política que se desarrolla a partir del siglo XVI; la “razón de Estado” se asocia casi inmediatamente con la doctrina mercantilista de acopio de reservas metálicas por medio de balanza comercial favorable, con lo que se desarrolla en paralelo la “economía política” (Antoine de Montchrétien, 1615). Hoy, el aparato estatal se encuentra imbricado en el mercado financiero, ante todo a título de deudor y también, subterráneamente, a través de los vínculos de corrupción sistémica que he señalado antes. En las situaciones críticas como la presente, lo que en definitiva interesa es quién paga los platos rotos; quién es el “deudor en última instancia”. Nadie duda, con los circunloquios adecuados, que debe ser la sociedad en su conjunto, e incluso otras sociedades en la medida en que los daños puedan exportarse. No los aparatos estatales, inextricablemente confundidos con el mecanismo de los mercados, en un tiempo donde los regímenes republicanos resultan, a lo sumo, regímenes “publicanos”. Entonces, pretender curar al Mercado con más Estado, o a la inversa, resultan fórmulas vacías. Tanto como oponer el “socialismo del siglo XXI” al pancapitalismo financiero del mismo siglo. Capitalismo y socialismo son formas de gestión del capital, ante todo, y del resto de los factores de la producción, cuya fuente es la economía clásica de la modernidad. Sus manifestaciones reales han hecho sucesivamente implosión.
 
Crisis e imprevisión
 
Hay un aspecto de la crisis pandémica que nos recorre que no ha sido del todo advertido. Toda crisis supone incertidumbre. El verbo griego krisein, de donde viene esta palabra, significa “juzgar” y, también, “cortar, degollar”. Crisis es la situación de incertidumbre en que no sabemos si el enfermo va a sanar o va a empeorar; si la sentencia será absolutoria o condenatoria. La incertidumbre trata de ser contenida con la pre-visión, que es también pro-videncia, esto es, prudencia. Cuando estalla una crisis se manifiesta un problema con nuestros sistemas de previsión. La paradójica situación posmoderna es que cada vez hay, o se supone que hay, mayor instrumental “científico” para prever, y cada vez hay menos posibilidades de previsión. Julien Freund resumió muy bien esta inversión proporcional: “Todo sucede, salvo lo que está previsto”. Y agrega que, al fallar la pre-visión, se echa mano a la supuesta pre-dicción; esto es, al reino de la palabra y al método del discurso. Allí están los especialistas, que no previeron, cubriéndonos de discursos sobre la crisis.
 
La era de las implosiones
 
Otra nota a resaltar es la característica implosiva, de onda hacia adentro, que han tenido tanto la caída del Muro de Berlín como la de Wall Street. No caen por un impulso externo, sino por la presión interna. Tomando nota de ello, parece clausurado el ciclo de las revoluciones, mientras se abre el de las compresiones, derrumbes y colapsos. El cambio climático, por ejemplo, está operando en forma implosiva. T.S. Elliot cerraba su poema “Los Hombres Huecos” (los hombres actuales) con aquellos versos premonitorios: “Así termina el mundo/ no con un estallido sino con un quejido”. Con un quejido o crujido, un big crunch. Un gran pensador al que no se cita por incorrecto, Alain de Benoist, venía anunciando esta modalidad implosiva que terminaría por afectar a la “Forma-Capital”, como él la llama. El objetivo de la Forma-Capital es la ilimitada acumulación de capital, concebida como un valor en sí misma que desvaloriza todos los demás. Su motor —sigue Alain de Benoist— es el ideal delirante de la expansión indefinida, de la ilimitación.
 
Agrego que esta metáfora del crecimiento o del desarrollo deriva su prestigio del crecimiento de los seres vivos, que también experimenta el bicho humano. Ahora bien, hay una relación, desde el punto de vista biológico, entre crecimiento y forma, ya que se pone fin al crecimiento de los seres vivos en cuanto han alcanzado el tamaño ideal para su función. Un diente crece hasta donde puede morder y masticar bien. Un caracol deja de añadirle anillos a su concha, pasado cierto número, porque un anillo más aumentaría su volumen hasta impedirle el desplazamiento. Observando el crecimiento de los seres vivos aparece la noción de límite, y la advertencia de que, al crecer en progresión geométrica, crecen del mismo modo los nuevos problemas, mientras nuestra aptitud para resolverlos se desarrolla, en el mejor de los casos, en progresión aritmética.
 
Los griegos, hace mucho, trasladaron esa observación a los organismos políticos y sociales, y se plantearon la cuestión del tamaño social óptimo para alcanzar lo que el traductor latino de Aristóteles vertió como vita bona multitudinis, es decir, el buen vivir del conjunto social, su buena “calidad de vida”. La economía, en cambio, sería hoy el único terreno donde los árboles crecen hasta el cielo. Se postula el crecimiento indefinido, de modo exponencial, ni siquiera con la inflexión conocida de la curva logística. Esta idea de la acumulación incesante, lineal y ascendente es la ilusión de la modernidad: la de haber superado todo límite, toda medida y convertir el exceso, la desproporción y la noción “misilística” del Progreso en su credo cotidiano. La Modernidad creyó poder anular la condena antigua de la hybris, de la desmesura arrogante que, según el viejo Heráclito, debía apagarse más que un incendio. La idea básica de la Modernidad, en su codificación económica podría resumirse en la fórmula Progreso= Desarrollo=Razón
 
El supuesto de esta idea, con raíz en la Ilustración, era que la realidad resulta transparente a la razón y explicable absolutamente por ella. A partir de allí; podía anunciarse que en el Progreso (en términos económicos, crecimiento exponencial) estaban llamados a participar, sin excepción y en el mismo grado, todos los pueblos del orbe. Lo que se descubre en la posmodernidad (entreacto en el que hoy nos hallamos, y que nombramos apenas por aquello que ya no es) son los efectos perversos que producen, a partir de determinado límite, las instituciones más destacables de nuestro Progreso: hospitales, escuelas, tribunales, entidades financieras, etc. En cuanto al Desarrollo exponencial, su triunfo a escala planetaria sería al precio de la destrucción de la biosfera.
 
Se advierte así que la desrazonabilidad anida en la propia Razón, y que es posible morirse de Progreso. La reaparición, bajo diversas advertencias, del sentido del límite, de un nec plus ultra opuesto a la superstición progresista, resulta el síntoma más claro del fin de la Modernidad.
 
En ese marco, el pancapitalismo financiero globalizado habrá de hacer implosión, probablemente a partir de sucesivos colapsos como los que viene experimentando desde los años 90. Incluso su ciclo debiera, en el análisis histórico, de cruzarse con el ciclo imperial norteamericano. En todos los imperios se observa, en el momento de su ocaso, una expansión financiera que sustituye a la expansión material anterior. El amesetamiento del ciclo imperial norteamericano, que probablemente siga a la circunstancia que la crisis actual se ha originado en su territorio, puede o no coincidir con un colapso definitivo del pancapitalismo, ya que aparecen otras formas imperiales, como la china, dispuestas a tomar el relevo en el momento oportuno.
 
En definitiva, puede pensarse que la implosión del pancapitalismo financiero replanteará de modo decisivo los términos de los procesos de mundialización y globalización en los que hasta ahora muchos países —los de la ecúmene hispanoamericana, por ejemplo— funcionaban como rehenes. Ante todo, practiquemos un distingo entre aquellos dos términos.
 
“Mundialización” indica, más bien, la tendencia a considerar el planeta como una unidad a todos los efectos, en especial en el plano político. “Globalización” alude, en cambio, a la presencia omnímoda y ubicua de mecanismos o “soportes” impersonales como las redes tecnológicas de comunicación, los mercados financieros y, en general, los aparatos ajustados a “elecciones racionales”, conforme la fórmula binaria costo/beneficio, portadores de su propia lógica interna, cuyas conclusiones resultan de sistemas expertos y que se satisfacen a ellos mismos en el desenvolvimiento de su propio juego.
 
La mundialización se asocia a expresiones como one world, mundo uno, e —incluso— a las hipótesis que, con diverso asidero, pueden elaborarse sobre un “gobierno mundial”, llegándose por ese camino a la suposición de que un puñado de “superiores desconocidos” maneja desde las sombras las grandes decisiones planetarias. Globalización conlleva una nota aún más inquietante, ya que se refiere a una metafórica malla impersonal, autosuficiente e inexorable, que prescinde del hombre, reducido a una especie de ente anticuado, periférico y, pronto, quizás hasta virtual.
 
Para fundar una ciudad se cavaba en la Antigüedad un pozo, el mundus, que luego se tapaba, guardándose en su cavidad un puñado de terra patrum, es decir, de la tierra de donde habían partido los fundadores, a fin de purgar la culpa de haberla abandonado. Hoy, acorde con la mundialización, nuestra tierra es la Tierra y el mundo nuestra casa. La globalización —“globo”, además de la referencia geométrica o astronómica, expresa simbólicamente un poder ilimitado— parece ir aún más allá de este planteamiento, ya de por sí algo trastornante, de un espacio-mundo. En ella no se apela a referencia espacial alguna. Tampoco figura referencia al hombre, expresado por sus preferencias en porcentajes sobre gráficos de barra o de torta, esto es, reducido a superstición estadística. La metáfora globalizadora es la de un entramado de redes, donde, como en el Dios esférico de Pascal, el centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Se advierten así los rasgos tétricos de la globalización, que constantemente modifica las circunstancias de nuestra vida concreta con referencias a movimientos de capitales, subidas o bajadas bursátiles, transferencias de información entre máquinas, etc., dando lugar a un proceso de toma de decisiones prácticamente impersonal y sin rostro: a decisiones sin decisores. Pues bien, el “globo” impersonal y totalitario se deshincha y la superpotencia que estableció pretensiones a marcar el paso mundial, por crujidos internos debe admitir otros competidores en la disputa de la hegemonía. El juego futuro probablemente no se dé ante todo en las pantallas que reflejan las cotizaciones, sino en el clásico plano de la gran política.
 

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