Primera parte de un análisis a fondo

Intentando comprender el Gran Crack de 2008 (I)

La Gran Implosión financiera originada en los Estados Unidos, con un efecto pandémico y pandemónico, de alcance global en el más redondo sentido de la palabra, tiene a su favor, por lo menos, el haber despertado el ansia de respuestas profundas. Las preguntas acerca de lo que pasa y de cómo salir del hoyo que se ahonda no han sido hasta ahora satisfechas, por lo menos en lo que toca a los niveles dirigentes.

Compartir en:

 

La Gran Implosión financiera originada en los Estados Unidos, con un efecto pandémico y pandemónico, de alcance global en el más redondo sentido de la palabra, tiene a su favor, por lo menos, el haber despertado el ansia de respuestas profundas. Las preguntas acerca de lo que pasa y de cómo salir del hoyo que se ahonda no han sido hasta ahora satisfechas, por lo menos en lo que toca a los niveles dirigentes.

 

La cháchara de los expertos

Ante todo, los interrogantes se dirigieron a los opinólogos habituales, a los expertos del área, a las luminarias establecidas del mundo económico y financiero. Se advirtió enseguida que ellos forman parte del problema y están arrastrados por su ventarrón. La teoría económica dominante enseñaba que el crecimiento de los países ricos y desarrollados se hizo en una sucesión de ciclos cortos, de entre 7 y 10 años, en el curso de los cuales el crecimiento se cerraba con depresión, hasta el inicio del nuevo ciclo. Ejemplo clásico y contundente, la gran depresión que siguió a la crisis de 1929. Desde el final de la Segunda Guerra, con cifras más sostenidas, muchos teóricos comenzaron a descreer en la posibilidad de que se reiterasen los ciclos con su crisis y su faz depresiva. Ante todo, estaba el infalible Magic Greenspan al frente de la Reserva Federal, que desarmó dos bombas críticas (1987 y 1998). Y ahora su discípulo Ben Bernanke –al que le tocó la caída de la estantería.

Los expositores de esta New Economy sostuvieron, con eco en todas las publicaciones del ramo, que habíamos entrado en la era del crecimiento perpetuo y la expansión continua, donde los árboles financieros crecen hasta el cielo. Las leyes económicas ya no son las mismas –proclamaban–: los ciclos han muerto. La teoría económica formalizada matemáticamente y con status de “ciencia dura” comenzó en los 90 del siglo pasado a servir meramente de sustento a las operaciones a futuro, donde unos brillantes sniffers hacían ganar dinero a patadas para terminar llevando a la quiebra a venerables templos del dinero, como, por ejemplo, perpetró en 1995 Nick Leeson con la Baring Brothers.

Vayamos a otro ejemplo esclarecedor: cuando en 1998 se vino en banda el LTC (Long Term Capital Management), un fondo de inversión, se descubrió que estaba asesorado por un think tank presidido por Robert Merton y Myron Scholes. El año anterior, Scholes, junto con Fisher Black, habían ganado el Nobel de Economía, a mérito de un ecuación que permitía averiguar cuánto vale el riesgo actual del vendedor de un activo futuro. Es decir, la fórmula para que se desarrollen los mercados de futuro y “derivados”, productos financieros cuyo valor se basa en el precio de otro activo, que toma el nombre de activo subyacente. Los subyacentes utilizados pueden ser muy diferentes: acciones o índices bursátiles, tipos de interés o materias primas. El activo subyacente en los bancos de inversión que se fueron a la lona, como Lehman Brothers, resultaron las hipoteca sub prime, otorgadas a la marchanta. Y ya se sabe el final.

La economía real: una especie de subsistema del tinglado financiero

Entonces, si los teóricos fallaron, preguntemos a los grandes empresarios, a los que se supone que hacen y deshacen en la economía real. Silencio o gargarizaciones inocuas, de esas que ya el doctor Perogrullo recogía en su denso “Tratado de lo Obvio”, con paralelas miradas implorantes hacia los gobiernos. Es comprensible esa actitud, ya que la economía real se ha convertido en una especie de subsistema del tinglado financiero. Nuestra economía de cosas está construida sobre deuda, ya que el dinero es deuda. En lugar de la reconocida metáfora de la burbuja podríamos utilizar la de un gran trompo. Un solo punto del trompo, su extremo, está en contacto con el suelo, esto es, con la producción, distribución y consumo de bienes concretos. En ese punto están representados y concentrados los trabajos, ingenios y empeños de cada generación: sus industrias, sus transportes, sus edificios, sus computadoras, sus juguetes, y hasta sus vicios y sus caprichos. Toda esa materialidad de vida ha nacido y ha sido anotada como una deuda. Se nos impulsa tanto a producir como a anticipar nuestro consumo de todos aquellos bienes mediante un endeudamiento o, en otras palabras, mediante una constante transferencia de ingresos de ese mundo y de esa economía real al mundo financiero que está por encima de la púa del trompo. A medida que el trompo se ensancha los colores del espectro financiero se van haciendo más y más desvaídos: oro, papel moneda, moneda escritural, dinero virtual y futuro, zona gaseosa e inasible donde el trompo ya no es trompo sino, recordando a nuestro Víctor Hugo oriental, “barrilete cósmico”. Hasta que se cae el trompo al suelo, acabado el impulso del giro, que pintaba como eterno. Esta vez no hubo suicidios en serie, como en 1929, lo que indica cuánto ha avanzado la civilización desde entonces.

Los políticos, administradores del desencanto

En fin, acudimos a los políticos. Y lo que presenciamos es una estampida hacia adelante, encabezada por el G-7 con el G-20 a los talones y, al frente, Henry Paulson (ex Goldman Sachs, bonus por 111 millones de dólares, período 2003/2006). Desde un punto de vista anecdótico, Bush el Joven, el de la guerra de Irak, podrá cargar con el papel de villano de la película que, seguramente, dirigirá Michel Moore. Y Bill Clinton quedará como alma bella, aunque la Reserva Federal acompañaba en los 90 los giros triunfales del trompo financiero, y pese a que aquel pacifista se distinguió bombardeando salvajemente Belgrado. Pero esto es material para las revistas del corazón que hacen política o para algún Suetonio que escriba mañana sobre los césares del Imperio norteamericano. Lo cierto es que los políticos no pueden hacer otra cosa que la que hacen –huir para adelante con una sonrisa– porque la política ha quedado reducida a subsistema del subsistema económico incorporado a las vueltas vertiginosas del trompo financiero.  El mito del Progreso, que permea toda la modernidad, hasta su crepúsculo que hoy atravesamos, redujo y neutralizó la política y los políticos a meros administradores del descontento que surge en los tropezones de aquella ineluctable marcha progresiva. El programa único del partido único de los políticos se compone del mitologema del desarrollo (que ahora debe ser “sostenible”) y de la medición constante de sus índices, a la par de los sondeos de opinión, donde una cosa que en tiempos remotos se llamaba “pueblo” se expresa en porcentajes de aceptación o rechazo.

El Producto Bruto, vaca sagrada

La matriz de todos estos cálculos supersticiosos es el Producto Bruto, en sus versiones Nacional o Interno (PNB y PIB)[1]. Dato casi picaresco: el culto del Producto Bruto no surge en los países capitalistas, sino en sus competidores en la carrera del desarrollo industrial, las economías comunistas. A partir de 1928, cuando Stalin anuncia los planes quinquenales, el crecimiento del PNB se exhibe como muestra de la arrolladora marcha hacia la victoria de la URSS. Para acentuar el efecto, se recurría a un truco estadístico: el PNB de la URSS excluía una parte de servicios (actividades comerciales, profesionales, espectáculos). Como la producción industrial crece más rápidamente que el producto total, las tasas de crecimiento resultaban más elevadas que las del resto del mundo. En 1989 cayó el Muro de Berlín y en 1991 se disolvió la URSS; Rusia se incorporó al FMI y al Banco Mundial y adoptó el cálculo occidental para medir su colosal desastre de reinicio. La religión del PB sobrevivió a la desaparición de su cuna soviética y se hizo universal.

Las críticas al PB no han faltado, y desde los más variados ángulos del pensamiento económico. Se afirma que contabiliza los bienes producidos sin tener en cuenta su utilidad o desutilidad sociales, ignorando el costo para la sociedad de la afectación de reservas minerales no renovables, del deterioro de los suelos y de los bosques, de la contaminación de las aguas, de la congestión del tránsito, etc. De allí, la propuesta de recalcular el PB con sustracción de los daños ambientales no reparados. En realidad, el PB no contabiliza, al no estar remunerados, ni lo que la naturaleza entrega a la obra del hombre, como factor de la producción (la “tierra”), ni los destrozos que se le causan en el proceso de creación de riquezas. En puridad, el input constituido por el factor natural en la producción, es reconocido en las primeras páginas de los manuales de teoría, pero luego escamoteado prolijamente en todos los cálculos económicos

La noción medieval de “bien común”, observó Bertrand de Jouvenel, se ha encarnado en nuestro tiempo en el PB, y la noción de progreso en su curva ascendente. Pero, además de ser un fetiche tosco, el PB sólo ofrece, como añade el citado autor, una ilusión de materialidad. El criterio de base para el cálculo del PB es el precio en dinero de los bienes y servicios incluidos. En otras palabras, el crecimiento del producto resulta, apenas, el crecimiento de un valor monetario. Por lo tanto, es una noción matemática y no física. A esta expresión matemática inmaterial se le otorga un valor social positivo y se celebran sus aumentos como si necesariamente ocurriesen en el mundo material, cosa que asombraría a un antropólogo si encontrase una creencia parecida en alguna tribu perdida del Amazonas. Si demolemos la Catedral Metropolitana, en Buenos Aires, y construimos en su lugar oficinas, canchas de fútbol o un aparcamiento, produciremos, en términos matemáticos, un incremento del PNB expresado en los réditos de esas explotaciones. A celebrar, pues habríamos “crecido”. El universal monetario con que ciframos todas las operaciones económicas es una cantidad, no una magnitud. Y la economía es un artificio destinado a capturar en una red numérica las actividades de los hombres con la tierra y el capital, que a tal efecto se sirve, principalmente, del PB. Se ha instaurado, con el PB, un sistema planetario de contabilidad, lo que resulta aún más claro en nuestros días, cuando las economías “nacionales” se manifiestan –apenas– como ficciones estadísticas. Se cree así haber encontrado el indicador universal que reduzca la diversidad del mundo y el destino del hombre a un juego de signos monetarios homogéneos. Me parece que esta creencia nada tiene que ver con el ideal de que los hombres agrupados en comunidades vivan lo mejor posible con los recursos de que disponen, alcanzando así to eu zen, la vita bona, la buena vida que los clásicos establecían como finalidad de la política.

Lo que vincula decisivamente el mundo financiero con el económico y el político es la corrupción sistémica que alcanza el corazón de estos tres estratos imbricados. La corrupción en el ámbito de los líderes político no reconoce fronteras ni vallas culturales o religiosas, aunque manifieste variaciones de grado y de oportunidad. Se da en paralelo con la crisis de la división de poderes, el descascaramiento de lo que Kelsen llamó la “ficción de la representación”, y el pulular simultáneo de los “poderes indirectos”, nutridos por la actividad del propio Estado. El recurrente asunto de la corrupción política se encuentra indisolublemente emparentado con este proceso.

(Continuará.)


[1]) El Producto Bruto resulta la expresión en dinero del flujo total de outputs (bienes y servicios) de la economía de un país determinado en un año. El PIB resulta de la operación anterior, añadidas las rentas percibidas del exterior y deducidas las pagadas al exterior del país considerado.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar