Fernando de Haro
No estamos, como dice Zapatero, en mejores condiciones que el resto de los países de nuestro entorno. Manuel Pizarro señalaba hace unos días “que se ha acabado la fiesta y ahora llega la resaca”. La fiesta que hemos celebrado en España, gracias al euro y a unos tipos reales negativos, ha tenido como ingredientes un empleo casi pleno en muchas zonas del país (no en Andalucía), un consumo alegre y una absorción de la inmigración sin problemas aparentes porque había trabajo para todos.
Buena parte de la generación que anda en el entorno de los 30 años no tiene memoria de aquella España en la que todo el mundo tenía muy cerca un parado. Ha sido una fiesta en gran medida irresponsable porque, instalados en un bienestar relativamente fácil, hemos querido olvidarnos de que seguíamos siendo muy débiles: nuestra productividad es muy baja. Hace unos días nos advertía de ello el comisario de Asuntos Económicos. Joaquín Almunia señalaba que tenemos poca capacidad para producir, especialmente en el sector servicios y en el sector público. Hay una relación directa entre esa carencia y los malos resultados de nuestro sistema educativo.
Cuestiones serias
Pero este final de fiesta puede provocar un pendulazo que no es deseable. Las alegrías económicas han permitido que esta legislatura que ahora acaba haya estado marcada por los problemas relacionados con la identidad de los ciudadanos y de la democracia; de nuestro país y de nuestra historia; por el impulso de nuevos derechos (al aborto, a la eutanasia, a la disolución inmediata del matrimonio, a las opciones mal llamadas de género, a la autonomía personal, al reconocimiento de las supuestas naciones que conviven en nuestro país...) que el Estado debía tutelar. La agenda ha estado dominada, por decirlo de algún modo, por las cuestiones de sentido, del sentido de la existencia y de la convivencia común.
Ha sido una legislatura funesta porque en esa agenda se ha alimentado la fractura social y se han utilizado los resortes del poder para imponer soluciones ideológicas. Una de las más determinantes ha sido la ideología de los nuevos derechos, en gran medida hija del 68, que subjetiviza el deseo humano hasta destruirlo y entregarlo a un nuevo estatalismo. Pero, paradójicamente, nunca como en este último tiempo se ha hecho tan evidente que es necesario que las preguntas elementales sobre quiénes somos como personas, como sujetos de derechos, como ciudadanos, o sobre nuestra identidad como nación formen parte del espacio público. Nunca se ha debatido con más pasión en los ambientes de trabajo y de descanso sobre lo que es justo o injusto, sobre el papel de la religión, sobre qué sentido tiene la identidad sexual o sobre el papel del Estado. Ha sido un debate manipulado siempre por las imposiciones del Gobierno, que ha generado violencia en la sociedad civil. Pero sería frustrante que, ante una desaceleración económica, la resaca de la que habla Pizarro consistiera en “privatizar” esta perspectiva porque ahora hay que ocuparse de cuestiones realmente serias.
Si la cosa cae del lado del PSOE, con soluciones keynesianas de incremento del gasto público, y si cae del lado del PP, con bajadas de la presión fiscal e incentivos al consumo privado. En cualquier caso, soluciones exclusivamente “técnicas” porque no estamos para tonterías. La desaceleración que ya estamos sufriendo, esperemos que no sea crisis, es una buena ocasión para que las “cuestiones sobre el sentido” no abandonen la escena pública y, retomadas, sin abusos y con auténtico pluralismo, nos sirvan para afrontar el reto que tenemos por delante. El desempleo, que afecta y afectará a muchos inmigrantes, nos plantea un serio interrogante sobre nuestra identidad cultural. La mejora de nuestra productividad y de nuestro sistema educativo reclama muchas energías para recuperar los motivos que pueden hacer interesante trabajar y fomentar la creatividad social. Es la economía, es el sentido.
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