¿Es posible que el regulador del mercado –sea el financiero o cualquier otro- ostente en verdad cualidad de independiente? Veamos: es difícil que el regulador sea realmente independiente de las propias fuerzas del mercado –que son otro poder, aunque la Vulgata liberal las presenta como neutras-, y es también difícil que sea independiente del Estado, pero es perfectamente posible que sea independiente de los partidos políticos. El problema de España, para ceñirlo en sus exactos términos, no es que el regulador esté “politizado”, sino, más precisamente, que está sujeto a los vaivenes de la partitocracia. Esto, que también ocurre en Italia –hoy menos que antes, no obstante-, no ocurre en Francia o en Alemania, ni en Gran Bretaña o en los Estados Unidos, y es algo que tiene mucho que ver con la estructura de nuestro capitalismo.
Dos modelos y un desastre
En países donde el mercado libre constituye la columna vertebral de la nación, como es el caso de los Estados Unidos, la independencia del regulador es algo que va de suyo, se acepta de manera natural y forma parte esencial de las reglas del juego. No hay un sólo regulador, sino muchos. No hay tampoco un comportamiento “apolítico” del Mercado, sino que éste se organiza a través de lobbies que determinan los comportamientos políticos. La política norteamericana es incomprensible si no se tiene en cuenta que su eje vertebral no es el Estado, y menos los partidos, sino el Mercado. Ese es el modelo que querrían importar a España los liberales y sus distintas escuelas. Es un modelo discutible desde el punto de vista político, pero nadie negará que, en el plano económico, las reglas de juego están garantizadas. Por ejemplo, la independencia del regulador.
Hay otros países donde el mercado no ha constituido a la nación, sino que ha sido introducido por el Estado y superpuesto a él. Son las grandes potencias europeas: Francia y Alemania, por ejemplo. Aquí el Mercado es libre, por supuesto, pero en el paisaje global del poder no aparece como un planeta autosuficiente, sino estrechamente vinculado al Estado, que es el que garantiza las reglas del juego. Esto se debe a razones de tipo histórico y social: el capitalismo, en el continente, aparece como una fuerza movida en estrecha sintonía con la potencia del Estado. Este es, por cierto, el origen de algunos de los problemas que aquejan a Francia en un entorno de mercado globalizado. Pero en lo que toca a la independencia de los órganos reguladores, que es lo que aquí nos interesa, la neutralidad del árbitro forma parte de las cosas que garantiza el Estado en el mismo nivel que la Justicia o la Defensa. No es una independencia enteramente despolitizada, esto es, puramente económica; pero sí es una independencia de rango institucional, a salvo de presiones de partido, so riesgo de escándalos clamorosos.
¿Y España? España es diferente, con perdón. Nuestra trayectoria se parece más a la europea continental que a la norteamericana, como es lógico: aquí el capitalismo no surgió bajo la espontaneidad de la mano invisible, sino que se desarrolló en estrecha imbricación con el Estado. Tras la ruina de la guerra civil, el régimen de Franco construyó un capitalismo tutelado que, por más que fuera emancipándose con el correr de los años, nunca dejó de poseer un fuerte componente estatal. Esa situación varió después de la transición, cuando los sucesivos gobiernos socialistas y populares emprendieron la “inevitable” política de reconversiones, privatizaciones, etc. La deriva lógica o, al menos, deseable, habría sido que el Estado se reservara el control sobre los mecanismos reguladores del mercado poniéndolos a salvo de presiones partidistas. Pero como el sistema político español, hoy, no descansa sobre las instituciones, sino sobre los partidos, el camino escogido de hecho ha sido más bien este otro: el partido que llega al Gobierno se hace con todos los resortes del Estado, ya sea el poder judicial, la televisión pública, la actividad legislativa o, como acabamos de ver, el arbitraje del mercado financiero. Se diría que las únicas instituciones sólidas en España son los partidos. Ahora bien, los partidos no buscan la justicia, ni el bien, ni siquiera la paz social, sino simplemente el poder. En esas condiciones, sería milagroso que algún poder público fuera realmente independiente.
El caso Conthe debe mover a reflexión en este sentido. España no puede estar al albur de quién gobierna cada poco tiempo. Un país necesita instituciones que estén por encima del juego de los partidos. Los Estados se construyen así: sobre instituciones. Unas instituciones, que, en democracia, son sancionadas por los ciudadanos, pero que, después, deben ser independientes de los vaivenes de las mayorías. Si no se le garantiza eso al árbitro, sólo cabe esperar una consecuencia: la arbitrariedad.