Esto ya es también "nuestra Europa"

El funesto destino de Varsovia

Los hábitos mentales de la “guerra fría” nos acostumbraron a ver la Europa del Este como algo muy ajeno a nosotros, muy distante, como otro mundo. Y sin embargo, ahí está Europa tan viva como en la fachada Atlántica. Hoy, países como Polonia se han convertido en protagonistas cotidianos de la vida europea. Son algo más que nuestros “socios”: ya han dejado de ser “los otros” para convertirse en “nosotros”. Al mismo paso, miles de turistas españoles descubren todos los años Praga, Budapest, Varsovia… ¿Cómo es Varsovia por dentro, qué color tiene el alma de la capital polaca? De entrada, lo que el viajero percibe es el aroma de un destino aciago.

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JOSÉ L. GONZÁLEZ RIBERA

Varsovia es una ciudad bella y maltratada, en la bella y maltratada Europa. Es una ciudad que atrae el visitante más por lo que fue o pudo llegar a ser que por lo que es. Hoy es una ciudad indudablemente moderna, presentable en conjunto, si bien irregular en su cuidado, pero es también una ciudad caótica, inconexa, gris. Sobre Varsovia se han cruzado en el pasado siglo XX dos de las mayores catástrofes del siglo, el comunismo y el nazismo -¿recuerdan El pianista?- que han sido particularmente crueles con ella. Cuando alguien se da una vuelta por Varsovia, no puede dejar de ver sus heridas, ni de concluir que es una ciudad partida y rota. Cuando se pasea por la calles del centro histórico, una parte infinitesimalmente mínima de lo que un día fue, o cuando se pasa por el parque que hay donde un día estuvo el gueto judío, o los hermosos edificios modernistas que hay alrededor del Polonia Palace, cuyas fachadas se caen a pedazos, tras décadas de ser sometidos a incuria. O ese monstruo, hermoso pero monstruo, donado “generosamente” por la URSS a diversos países de la Europa del Este, y que parece que vigile y amenace la ciudad desde lo alto de su pináculo.

La ciudad violada

De la importancia del casco histórico de Varsovia apenas queda como recuerdo un pequeño puñado de calles. Aun si Varsovia estuviese durante cien años gobernada por los mejores alcaldes posibles, que hiciesen la política urbanística más inteligente que pueda imaginarse, todo lo perdido, todo aquello que no se sabe muy bien dónde fue, ya no podrá volver a ser. La ciudad tiene un aire como de inocencia perdida, violada, que ya nunca podrá volver a una esplendorosa niñez de sueños rosados, donde todo era bueno. Los ciudadanos de Varsovia, de Polonia, deben, por supuesto, mirar hacia el futuro, hacia lo que pueden hacer y ser a partir de ahora, no sólo para no quedarse petrificados como estatuas de sal al volver la vista atrás, sino también porque ya no queda pasado al que mirar. La muerte dada por el totalitarismo nazi a las calles donde se respiraba, donde se guardaba y latía la historia de Varsovia, una parte muy importante de la historia de Polonia, atestigua que el fascismo, al menos en las concreciones históricas –que podían haber sido otras- que finalmente asumió, mentía en cualquier referencia a Wagner, a Nietzsche, o al romanticismo en general, y le daba igual lo que en esas calles hubiese de realidades vitales. Era una mera máquina mesiánica, loca con la locura de su líder y obsesionada con una supuesta pureza de la raza. La destrucción de Varsovia no debe servir aquí como mera anécdota, por muy grande que sea la anécdota, sino para desenmascarar más, siempre más, porque nunca se le habrá desenmascarado lo suficiente, al hombre mezquino que quiso dar una imagen de líder carismático y simpático que hacía una vida sencilla en su casa del Tirol rodeado de sus perros.

Y hubo después otra maldición que cayó sobre Polonia. Otro mesianismo, distinto en su discurso, pues éste hablaba de la liberación del proletariado, no de la raza, pero, como todos los mesianismos, idéntico en su esencia. El padrecito Stalin, con 60 millones de muertos a sus espaldas, pero no sobre su conciencia, porque poca conciencia podrá tener el asesino de millones y millones de infinitamente valiosos seres humanos que siempre serán inocentes frente a la barbarie que arranca el tallo de la flor. Ese comunismo que aplastó con tanques cualquier manifestación de libertad, bien fuera en Hungría, en Checoslovaquia, o en Polonia, aun cuando éstas –como luego se ha querido falsificar, para apropiarse de un caso más de la figura del disidente- no iban en el sentido del capitalismo ni de la cínicamente pragmática socialdemocracia, sino en el del socialismo democrático. Si el legado de los nazis en Varsovia es obscenamente, pornográficamente apelativo, no lo es menos el de los comunistas, cuya estancia fue, además, mucho más prolongada. El Palacio de la Cultura, que servía para la negación de la cultura, y la elaboración de una pseudo-cultura justificadora. La huella del tiempo sobre hermosos edificios en cuyo mantenimiento no había, ni se procuraba que hubiera, dinero para gastar. Todos esos bloques grises de viviendas iguales a escasos kilómetros de donde los funcionarios del partido construían sus casas de campo. 

El peligro capitalista

Pero si el nazismo y el comunismo fueron, en Europa, las dos mayores catástrofes del siglo XX, el capitalismo, que en su lógica adquiere también rasgos totalitarios, por la aceleración del tiempo, y el constreñimiento del hombre, nunca tuvo tampoco benéficas consecuencias sociales, pasándose de la miseria social del proletariado al anonadamiento de la sociedad. Los países del Centro de Europa tienen muchas cosas todavía por mejorar y en las que desarrollarse, pero se encuentran en una situación a la que a nosotros nos costaría mucho, aun a pesar de lo necesario, volver, en el sentido de que aún pueden optar entre un desarrollo adaptado a las necesidades humanas, que no condene al hombre al papel de productor-consumidor, ni entre en una regulación de sus modos de consumo y de vida. En esto es esencial el acercamiento que en términos políticos y económicos tengan los países que ya llevan tiempo en la Unión Europea, además de otras potencias económicas, a estos nuevos miembros, lograr hacer la difícil diferenciación entre cubrir unas necesidades reales –obteniendo por ello unos ingresos legítimos- y crear un marco donde el hombre vea aumentadas sus capacidades para optar entre distintos modos de vida y expresión, o reproducir, por meros intereses económicos, un modelo económico y social que se ha mostrado nefasto en nuestros países. 

Por lo demás, las gentes agradables, simpáticas, quizás en menor grado la gente mayor que la gente joven –como mi amigo Pawel, a quien tuve la alegría de encontrarme- que vive abierta a Europa y cuyas vidas no ha marcado el comunismo. Quizás el eslavo no tenga el calor del latino –por latino, aviso para gárrulos, no se entiende los nuevos mediáticos cantantes hispanoamericanos, sino los países de cultura latina, es decir, Italia, Portugal, España, y Francia, sobre todo el Sur-, pero no es tampoco un témpano de hielo. No sé si en Siberia, pero en Varsovia, y también, me consta, en Praga, los eslavos son seres capaces de reír con risa franca, alegre y de buena voluntad, sin necesidad de conocer en profundidad a alguien. Además, están las eslavas, esas hermosas mujeres de pelo rubio y ojos azules, que son descendientes directas de la estepa.


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