A vueltas con García Lorca

Tardará mucho tiempo en nacer otro igual, si es que nace

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Hay asesinatos que mutilan la herencia de un país. El de Federico García Lorca fue uno de ellos. Como lo fueron también, en el otro lado, los asesinatos de Ramiro de Maeztu o de Pedro Múñoz Seca; pero es de Lorca de quien se trata aquí. Cuando lo mataron en una cuneta, al borde de un viejo molino, en la carretera que une Víznar con Alfacar, también dispararon e hirieron de muerte al conocimiento, al goce, al disfrute, al viaje imaginario, a la inocencia infantil, aquella con la que él escribió versos en los que un niño miraba la luna.

Federico García Lorca tenía entonces 38 años y una vida libre y brillante por vivir. Pero su destino estaba escrito, juzgado y truncado. Mientras pudo, sembró las bases de la historia poética. Y cuando lo cubrieron de tierra, sus ideas, su prosa y versos brotaron por encima para pedir justicia por él y por los que le acompañan.

No siempre la infancia de un poeta influye de manera tan decisiva en su destino de artista, pero en el caso de Federico García Lorca, puede afirmarse sin la menor duda. Esa infancia suya, en contacto con la naturaleza y con el elemento humano más expresivo y rico en fantasía de España —la gente del campo y de los pueblos andaluces— fue decisiva para el nacimiento de su alma de poeta.

Cuando en la primavera de 1919, a los 21 años, llegó Federico a Madrid para ampliar sus estudios universitarios e instalarse en la Residencia de Estudiantes —un “Oxford madrileño”, la llamaría Maurice Martin du Gard— se sentía ya poeta, aunque sólo había publicado un libro de prosas poéticas Impresiones y paisajes, fruto de un viaje universitario por varias regiones españolas.

Tras esa publicación, Federico vivió un fracaso inicial: el desafortunado estreno de su primera pieza teatral El maleficio de la mariposa. Pero no se desanimó en absoluto. Lo recibió con humor y siguió trabajando con ahínco. Por aquel entonces, la Residencia ya era para Federico su laboratorio, su microscopio desde el que mirar el mundo. En ella fraguó y sentó las bases de su trayectoria poética. En este sentido, su sobrina, Laura García Lorca explica que la Residencia fue fundamental para Federico porque "le afectó en todos los sentidos y su paso por esta institución tuvo consecuencias personales, íntimas y, por supuesto, intelectuales y artísticas".

No cabe duda de que la Residencia evoca y significa el reencuentro, la fecunda amistad y el intercambio de propuestas creativas entre Lorca y sus compañeros de generación. Federico ansiaba la residencia. No en vano llegó a declarar que si no conseguía entrar se tiraría "por el cubo de la Alhambra". Y tras grandes cartas de recomendación y con Fernando de los Ríos como padrino, entró un joven poeta y salió uno de los mejores de la historia.

Cuando Federico llegó a su habitación, nunca quiso irse. Así lo demuestra una carta que el poeta envió a sus padres el 10 de abril de 1920 donde defendía la necesidad de quedarse en aquel cuarto: 

"Yo he nacido poeta y artista como el que nace cojo, como el que nace ciego, como el que nace guapo. Dejadme las alas en su sitio."

"¿Qué hago yo ahora en Granada? Escuchar muchas tonterías, muchas discusiones (...) Aquí escribo, trabajo, leo, estudio. Este ambiente es maravilloso. Casi no salgo. (...) Pero lo más principal para no poder marcharme no son mis libros, sino que estoy en una casa de estudiantes ¡que no es ninguna fonda! (...) Yo, por más que por otra cosa te suplico que me dejes aquí (...) A mí ya no me podéis cambiar. Yo he nacido poeta y artista como el que nace cojo, como el que nace ciego, como el que nace guapo. Dejadme las alas en su sitio, que yo os respondo que volaré bien".

Así era Federico. Dicen que quién alcanzó a escuchar su voz nunca podrá olvidarla. Porque era un voz mojada, oscura y cálida, quebrada a ratos por la alegría o la pena. Y esa voz iba a veces acompañada de su risa. Aquella "risa morena", como dijo Vicente Aleixandre, que "contagiaba a todos", hasta los más secos por dentro, y que prodigaba generosamente con la fuerza natural de su radiante juventud, de su inagotable simpatía, con su ángel que a todos conquistaba. No todo era alegría en su vida. Quienes le conocieron bien supieron de sus penas, de sus "dramones" como él decía bromeando. Su vida, su expresión tan rica y tan fulgurante, un torrente de poesía, de pena y alegría, se refleja en cada una de sus obras, cartas o dibujos.

Su sobrina, Laura García Lorca, explica con emoción y ojos vidriosos el carácter tan vivo de Federico que se ve en las cartas que él enviaba a la familia desde la Residencia. El poeta contaba que su habitación "era el cuarto más solicitado de Madrid". Y hablaba también de las "borracheras" que él y sus compañeros de Generación cogían de tanto hablar, fumar y tomar té.

Los versos de Federico, aquellos que enseñaron a sus lectores a sentirse libres, a volar como los pájaros, a escuchar el canto de los chopos y a mecerse en las ramas de los olivos, todavía viven en la Residencia. Es la Residencia la que está bajo la piel de Federico García Lorca. Dejó el lugar pero nunca se desvinculó del todo. Por eso, cuando Rafael Alberti la visitó años más tarde, aseguró que Federico seguía allí "alborotando celdas y jardines". Y Alberti tenía razón. Si se cierran los ojos, todavía se puede ver a Federico, con sus libros bajo el brazo caminando por la Colina de los Chopos. Sus versos retumban en todas las esquinas de la Residencia.

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