Recordando el debate Alain de Benoist-Thomas Molnar

El eclipse de lo sagrado

Es ésta una obra cuyo interés para los hombres preocupados por los horizontes espirituales de nuestra época no hay que demostrar. Dos autores conocidos, un "católico" tradicionalista, Molnar, y un "neopagano", Benoist, se encuentran aquí reunidos y confrontados.

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Lo sagrado constituye un dato constante del espíritu humano, afirma Alain de Benoist, coautor –junto Thomas Molnar– de la obra L´eclipse du sacre. Discours-réponses: una afirmación con la que difícilmente podría discrepar un antropólogo, un historiador o un filósofo exento de prejuicios "evolucionistas". Así, el historiador de las religiones Mircea Eliade había dicho: «lo sagrado es un elemento en la estructura de la conciencia, no una etapa en la historia de la conciencia». Por su parte, Thomas Molnar (1921-2010), de quien también hablaremos a continuación, observa que, hasta la Revolución francesa y la revolución industrial, todas las comunidades humanas se habían constituido sobre un núcleo de creencias que implican la sumisión a Dios o a los dioses; esto ha sido, pues, lo normal para la humanidad durante la mayor parte de su historia. Y sin embargo, es claro que el avance de la llamada Modernidad ha tendido a borrar de la conciencia del hombre "moderno" la noción de lo sagrado, hasta el punto de que tal hombre se comporta, de hecho –no obstante la adscripción, a veces, a alguna confesión religiosa– como si lo sacro no existiese en el mundo. Esta evidente desacralización, podemos preguntarnos entonces, ¿es un acontecimiento "irreversible", o tan sólo un episodio? ¿Lo que vivimos no es más que el eclipse de lo sagrado -y luego éste podrá volver a resplandecer en el mundo?
Tal es el tema del libro, una obra que no ha merecido aún la atención de los editores en lengua española, pero cuyo interés para los hombres preocupados por los horizontes espirituales de nuestra época no hay que demostrar. Dos autores conocidos, un “católico” tradicionalista, Molnar, y un "neopagano", Benoist, se encuentran aquí reunidos y confrontados. Críticos ambos de diversos aspectos de la civilización moderna, se diría que son los más apropiados para abordar el problema de lo sagrado, cada uno desde su particular perspectiva, y mantener un diálogo sobre él. No se trata de un diálogo, sin embargo. Tenemos dos discursos independientes, sin relación directa entre sí, al término de cada uno de los cuales el respectivo autor es, sí, interrogado por el otro. La discusión versa en gran medida sobre virtudes y vicios relativos del cristianismo y del "paganismo". Especialmente en las preguntas y respuestas, el tono se hace polémico, agresivo en ocasiones; no siempre los argumentos son de altura ni pertinentes al tema, habría que decir.
En lo que sigue, vamos a presentar las principales ideas de ambos discursos, pero desglosándolos y volviendo a reunirlos según los grandes temas que se puede distinguir –y que corresponden, aproximadamente, a la subdivisión en capítulos de cada uno de aquéllos–. Así los autores resultarán contrapuestos de un modo más directo.
Molnar nos habla, en primer lugar, de su experiencia religiosa: es ella la que le ha permitido comprender lo sagrado. Sí, en Benares, en Jerusalén, en Delfos, en Roma, en Kairuán, ha sentido "la presencia de lo divino". Porque el hombre es incapaz de vivir fuera de la esfera de lo sagrado; todas las religiones postulan y conocen lo sagrado. Molnar incluso concede que, tal vez, en esta época desacralizada, lo sagrado "no cristiano" resiste mejor que el cristianismo; porque está aquél más estrechamente ligado a "los fenómenos de la naturaleza, a la simple psicología humana". Pero, "sólo la religión católica enuncia plenamente lo sagrado, y esto en el momento de la Encarnación".
Mas, ¿qué es lo sagrado? Lo que encarna u objetiva para nosotros la presencia de Dios, responde el autor. No es lo "divino"; no es un atributo de Dios, sino lo que "fija y rinde compacta" en tal lugar, tal objeto, tal acto, tal "punto" en el tiempo, nuestra fe en el Ser trascendente. Hay, pues, lugares, actos y momentos sagrados. Y he aquí el privilegio del cristianismo: mientras el hombre poco creyente tiende demasiado a razonar en términos abstractos, la Encarnación "concentra" la fe en Dios en algo concreto, un cuerpo humano. El hombre no es solamente espíritu; la materia también porta lo sagrado: "contra Platón, contra los gnósticos, contra los hinduístas", puede ser rescatada.
El politeísmo ve a los dioses por todas partes, por esto "sacraliza" –comillas de Molnar– la naturaleza y las fuerzas obscuras que se agitan en el ser humano. Y puesto que la naturaleza es siempre igual a sí misma, lo "sagrado pagano" es intemporal. Se funda en el mito, "producto de la imaginación" en contacto con esa naturaleza venerada y temida, en cambio, lo sagrado cristiano se funda en un relato; en el relato de la vida, pasión y muerte de Jesucristo, acaecidas en el tiempo; en la Historia, por tanto. Pues, contra el Maestro Eckhart (que decía que nuestra alma es el lugar de nacimiento de Jesús), o contra teólogos modernos como Rudolf Bultmann (que enseña que para la fe las circunstancias históricas del surgimiento del cristianismo son indiferentes), M. afirma la historicidad del relato sagrado como fuente de la autoridad del cristianismo. Con todo, lo sagrado cristiano no está condicionado por la Historia: mediador de lo trascendente extrauniversal –no simplemente mediador y propiciador de las fuerzas de la naturaleza–, su existencia y validez "coinciden con la eternidad".
Sí, sagrado y divino, sagrado y religioso  no  son sinónimos, concuerda Benoist. No es la idea de Dios la que se encuentra en toda religión, sino la idea de lo sacro –agrega–. Pero lo sagrado no es idéntico en todas las culturas; Benoist declara que lo que le interesa es su significación en las culturas europeas.
Partiendo de la etimología indoeuropea del nombre "dios" -que alude al cielo luminoso, fuente de la sacralidad–, Benoist explica que lo sagrado "es trascendente a la condición humana sin ser trascendente al cosmos". El mundo, sede de lo sagrado, es una condición de la existencia de los dioses. Si lo sagrado exige ser distinguido de lo profano, implica también que puede haber comunicación entre una y otra esfera. Lo sagrado es "esencialmente relacional": asocia cielo y tierra, hombres y dioses; "liga" (religare, religio), integra los extremos y reúne los contrarios.
Porque dioses y hombres tienen el mismo origen, recalca Benoist, siguiendo a Hesíodo y a Píndaro. Esto es, pertenecen al mismo ser, no hay entre ellos distancia ontológica insalvable –pero no se confunden ("la tentativa del hombre de instaurarse en el lugar de Dios no resulta del espíritu antiguo, sino... de un ´cristianismo post-cristiano´, característico de una época secularizada"). Aquí, contra la noción cristiana de un Dios creador, de un Dios identificado al Ser, Benoist seguirá con entusiasmo a Heidegger.
Lo sagrado, prosigue Benoist, se manifiesta sobre todo en el rito, en el culto –el autor piensa especialmente en el paganismo antiguo, pero lo mismo vale para el catolicismo, con el papel central de la misa–. Sí, lo sagrado se relaciona también con el mito: en que es inmemorial y en que "da a ver y hace surgir un mundo". El tiempo sagrado va a la par con una concepción no lineal de la historia, en la que pasado, presente y porvenir "no son percibidos como instantes irremediablemente cortados los unos de los otros, su-cediéndose en una línea única, sino como dimensiones de toda actualidad". El tiempo cíclico –agrega aún Benoist– no es estéril repetición, sino "regular redespliegue de los seres y las cosas". El culto, a su vez, está siempre ligado a un lugar. Tal como toda cultura remite a una herencia natal, "lo sagrado sanciona la clara conciencia de un habitar común particular". De aquí que el desarraigo no pueda equivaler sino a la alienación. "Heidegger pone muy justamente en relación el olvido del ser, la desaparición de lo sagrado y la ´ausencia de patria´ ".
La desacralización
La "desaparición de lo sagrado", el "desencantamiento del mundo", Molnar y Benoist están de acuerdo, son rasgos característicos de nuestro tiempo. El primero ha comenzado por distinguir dos aspectos del proceso de desacralización: la "autosacralización" del hombre, por un lado; del racionalismo de Descartes a la Historia de Hegel, a Darwin, Marx, Hitler y Marcuse; falsa autosacralización, habría que decir, que desemboca en la adoración exclusiva del placer. Por otro lado, la desacralización de las cosas: su producción en serie, al principio para satisfacer las necesidades, luego para suscitarlas y sobrepasarlas; la trivialización, a la que contribuye la imagen televisiva. En síntesis, la desacralización se confunde con el proceso a través del cual se implanta y difunde la civilización moderna.
Pero para Molnar la desacralización tiene una manifestación muy principal en la crisis de la Iglesia y en la marginalización que la religión cristiana experimenta en la sociedad actual. "Pérdida de la fe, incluso, y sobre todo, en el seno de la jerarquía (eclesiástica)", denuncia. Hasta el presente, la Iglesia se había opuesto siempre a los "movimientos radicalmente negadores" surgidos de su interior. En cambio, hoy, "el eje de la Iglesia se inclina ... en dirección de la sociedad industrial y de las ideologías que la motivan y emanan de ella, especialmente el liberal-socialismo, otro término para la secularización totalizante". Habiendo perdido la iniciativa en su relación con el "mundo", la Iglesia llega con atraso a proclamar "los grandes objetivos de la sociedad moderna: igualdad, derechos del hombre, derecho a la prosperidad..., pero también derecho a la pederastia, al matrimonio a prueba, al pacifismo –y los pasa por el agua del bautismo". Hace suyos, pues, y consagra, los "ídolos paganos". Herejías, sin duda; pero a diferencia de grandes herejías del pasado, ni siquiera se trata ahora de cierto radicalismo, sino más bien "de un conformismo exasperante".
Sin embargo, Molar no cree –no podría creerlo– que asistamos al fin del cristianismo. La Iglesia ha conocido otras crisis en el pasado y las ha superado; no está ligada tampoco a una civilización determinada. Pese a todas las apariencias, el catolicismo posee fuerzas de recuperación sorprendentes: Cristo, los mandamientos de la caridad y del amor, son "indesarraigables de los corazones humanos y de la historia". "Sus raíces en el cielo impiden a Roma, a menudo en el último minuto, ceder a la tentación humanista, laicista y sociologista". No se puede tomar en serio la "muerte de Dios" ni el advenimiento de una historia de veras "post-cristiana", porque el ser humano es naturaliter christianus, incluso si rechaza el cristianismo, incluso si jamás ha oído hablar de él..."
Benoist, por su parte, es tajante: para él, la desa parición de lo sagrado está en relación directa con la difusión de la "religión judeo-cristiana, caracterizada por la identificación del Ser y de Dios, la disociación del Ser y el mundo, y el papel particular que ella da a la razón". Cita en su apoyo a ciertos cristianos (aunque, probablemente, éstos no serían para M. buenos testigos), como el norteamericano Harvey Cox, quien ve en la secularización "la consecuencia legítima del impacto de la fe bíblica en la historia" y sostiene: "el desencantamiento de la naturaleza comienza con la Creación, la desacralización de la política con el Éxodo, y la desconsagración de los valores con la Alianza del Sinaí".
Continúa Benoist: el rasgo esencial de la religión bíblica es la asociación del monoteísmo con una separación ontológica radical entre el mundo (creado) y Dios (creador). Siendo así, el cosmos se encuentra vaciado de todas las "fuerzas vivificantes" que el paganismo antiguo veía ahí manifestarse. La naturaleza no posee ya más, por sí misma, la posibilidad de lo sagrado. "Toda forma de religiosidad ´natural´ o cósmica, que sancione y exalte la copertenencia de Dios y el hombre al mismo ser.... es denunciada como idolatría". Y las execraciones de Yahvé contra los "ídolos" y sus adeptos llevan a Benoist a afirmar que aquél "instaura en materia espiritual el partido único" y legitima "el genocidio de las almas no conformes".
Toda la historia del Occidente cristiano se explica para Benoist como el gradual desarrollo de las conclusiones implícitas en las premisas desacralizantes del cristianismo. Así, la noción de una historia lineal, concebida como totalidad cerrada y dirigida hacia un fin último: el "sentido de la historia" que, secularizado, pasará al progresismo moderno. Así, el racionalismo, contenido ya en el monoteísmo (un gigantesco esfuerzo de racionalización, según Julien Freund); el mundo creado deviene objeto con el cual el hombre sólo puede tener una relación de conocimiento analítico: de la escolástica al cartesianismo no hay más que un paso.
En conclusión, las consecuencias del cristianismo son paradójicas. "Proclamándose ´única religión verdadera´, ha desembocado en el ateísmo... Habiendo querido asociar íntimamente fe y razón, ha creado las condiciones en las cuales la segunda se iba a volver contra la primera..." Con todo, según Benoist, "el drama no es que el hombre crea hoy poder vivir sin Dios, sino que continúe confundiendo a Dios con el ser y rechazando, al mismo tiempo, toda forma de sagrado".
Perspectivas
Molnar reconoce –y en ello coincide nuevamente con Benoist– que la aparente disyuntiva de la actualidad es poco alentadora: de un lado, un cristianismo que aparece "desecado, demasiado racional, huyendo de su propia sacralidad"; de otro, las "alternativas paganas", que incluyen el esoterismo, la magia, la astrología, etc.; "tentación" evidentemente insatisfactoria para Molnar (y también, se verá, para Benoist). Con todo, y asumiendo la responsabilidad de su historicidad y del "derecho de ciudadanía" que ha concedido a la razón, el papel de la Iglesia debería ser el de guardiana intransigente de lo sagrado. Naturalmente, Molnar discrepa de esos intelectuales cristianos modernos que sostienen que el monoteísmo ha reemplazado la mediación sagrada de las "religiones arcaicas" por la "santidad moral"; por el contrario, piensa él, no hay religión sin una vivencia intensa de lo sagrado y de su función mediadora.
Pero insiste Molnar en la unicidad y en la historicidad de lo "sagrado cristiano": Cristo no se confunde con los dioses sufrientes, que mueren y resucitan (Osiris, Adonis, etc.). Lo sagrado cristiano reside únicamente en Dios encarnado; y todos los otros actos y procedimientos sagrados en el cristianismo se desprenden de la presencia de Cristo en la misa. La restauración de lo sagrado no es imposible partiendo de la divinidad de Jesucristo –en tanto que la divinidad del cosmos es fácil de demoler. En definitiva, el cristianismo se revela como una religión de equilibrio: racionalidad y sacralidad, ni un Dios demasiado abstracto (como el de ciertos teólogos, o de quienes dicen remitirse a lo "esencial" de la religión), ni un Dios garante de un determinado modelo de sociedad (tipo teologías de la liberación, etc.).
Finalmente, el autor se pregunta por las posibilidades del "tercer mundo" (el mundo asiático y africano: musulmán, budista, hindú); ¿ha guardado el sentido de la sacralidad de modo más vivo y coherente que los pueblos occidentales? En principio, sí: "el hombre no occidental guarda siempre una parte de su yo en el centro invisible del Ser, núcleo de misterio que in-fluencia su sistema de pensamiento y de vida". Pero este mundo ha sufrido el impacto brutal de la occidentalización; la consecuencia ha sido la disociación de estos pueblos, "hasta la esquizofrenia"; la tradición respectiva es marginalizada y se transforma en ideología. No obstante, todo considerado, el mundo no occidental, a remolque de Occidente bajo tantos respectos, no está enteramente desacralizado. En cualquier caso, puede reencontrar las huellas de su hogar espiritual más fácilmente que Occidente... ¿Lo reencontrará mediante el cristianismo? Pues la "planetarización de la Iglesia" es un signo que per-mite a Molnar ser optimista.
En la visión de B., la secularización es una especie dentro de la desacralización, y consecuencia de ésta; la responsabilidad de la cual, como hemos apreciado, recae sobre el propio cristianismo. Hay secularización "cuando la sociedad no está más sometida a la empresa estructurante de la religión, cuando las Iglesias ya no legitiman allí nada, y los ´creyentes´ no encuentran más en la vida colectiva un eco masivo a su propia fe". Las sociedades occidentales son hoy sociedades ateas, en cuanto la creencia en Dios ya no las organiza; y frente a un cristianismo "desestructurado", el ateísmo argumentado no tiene ya razón de ser; ha dejado el lugar al indiferentismo de las masas.
Ante la muerte de lo sacro, se distinguen dos actitudes principales según Benoist: la de los cristianos "tradicionalistas" –las comillas son suyas-y la de los sustentadores de las "teologías de la secularización". La primera representa un "cristianismo inhabitable", que se pretende fiel a su tradición –tradición que se había incorporado elementos de sacralidad "pagana" para llegar a ser aceptable– pero está condenado a ser cada vez más marginal. Las "teologías de la secularización", por el contrario, se felicitan por el sentido de la evolución actual, viendo en lo sacro un "momento irracional" en la historia de la fe, y predicando la vuelta a la esencia original del cristianismo (K. Barth, R. Bultmann). En su conjunto, observa Benoist, estas tendencias se muestran incapaces de inventar fórmulas nuevas, "adaptadas a los tiempos", de la relación con Dios; su verdadera función es ideológica, y en ella se incluye la justificación de la retirada histórica del cristianismo y el precaverse de un resurgimiento de lo sacro fuera de éste.
Como Molnar, Benoist repara con esperanza en la existencia del tercer mundo –ese tercer mundo que no ha conocido la sucesión de racionalismo e individualismo, de igualitarismo cristiano y de filosofía de las Luces–, y recuerda al respecto la fórmula de Guénon: que Oriente pudiese venir en auxilio de Occidente, para ayudarlo a reencontrar su propia tradición. Son significativas a este propósito –dice– las periódicas denuncias del peligro de un "renacimiento del paganismo", como si bajo la trama de ideas de la superficie hubiese una naturaleza profunda de otro orden; es que, "bajo la adopción superficial de la temática bíblica, la espiritualidad específica de los pueblos europeos está siempre allí, ignorante de ella misma y sin embargo presta a resurgir". Y si, por lo demás, el cristianismo se quiere hoy menos "occidental", tendiendo a colocar entre paréntesis el momento histórico que lo había asociado a la cultura europea, ¿no llega para Occidente el momento de disociarse del cristianismo?
Benoist se apresura a salir al paso de objeciones posibles. La idea de una "elevación progresiva" del sentimiento religioso, del animismo al politeísmo, y de éste al monoteísmo, no es más sostenible. Como ha demostrado la historia de las religiones, las viejas teorías sobre el totemismo, el mana, las creencias en "fuerzas naturales", etc., son inadecuadas para describir las capas más antiguas de la espiritualidad europea. No hay, pues, progreso en la historia de las religiones; lo contrario sería más bien verdad. Por ende, no cabe la eventual acusación de "retroceso" a "etapas superadas". Pero, por otra parte, hay que guardarse de admitir sin más todas las formas pretendidas de reemergencia de lo sacro. En la mayoría de los fenómenos actuales más corrientemente mencionados –sectas, esoterismos, mesianismos, drogas, presunta permanencia de temas míticos–, señala Benoist, "falta... la mayor parte de los elementos verdaderamente constitutivos de lo sagrado". En síntesis, lo sagrado no puede ser cuestión de "opinión", de elección individual. Ese "sagrado de substitución" es mucho más un síntoma mayor de la crisis espiritual de nuestro tiempo que una promesa de auténtico renacimiento de lo sagrado.
"Sólo un Dios podría salvarnos": la famosa sentencia de Heidegger sirve a Benoist para expresar lo que espera hacia el porvenir. Entre los dioses antiguos, muertos o retirados, y los dioses aún no nacidos, lo sagrado está al abrigo en su retiro, y es allí donde se le ha de aprehender; así la interpreta. Haciendo suyo el pensamiento de Heidegger sobre el "olvido del ser", Benoist sostiene que el "retorno de lo sagrado" es inseparable de un interrogarse sobre el ser. Es también volver al origen... Y concluye: "estamos en la noche del mundo. Se trata de saber si la medianoche ha pasado".
Como ha podido apreciarse, Benoist y Molnar tienen un amplio campo para encontrarse de acuerdo. Desde luego, en la apreciación general del proceso de desarrollo de la Modernidad. También concordarán en aceptar ciertos hechos específicos; sólo que en la valoración de los mismos diferirán. Así, Molnar reconocerá de buena gana que el cristianismo ha vaciado al cosmos de sacralidad, al concentrar ésta en Jesucristo; y bien, esto es precisamente lo que le reprocha Benoist. Con esa "concentración" de lo sagrado basta, viene a decir Molnar; pero Benoist replicará que ella lleva a la desaparición de lo sagrado, pues de Dios no puede predicarse que sea "sagrado" (se dice de Él que es "santo", concepto semítico-cristiano de un orden diferente). Igualmente, Molnar establece que el pensar la Historia sin referencia a Cristo es lo característico de las ideologías modernas; sí, apunta Benoist, el sentido de la historia del progresismo, del marxismo, etc., es el mismo del cristianismo, aunque secularizado.
La limitación principal de Molnar está, obviamente (y pese a toda la buena voluntad de que quiere hacer gala hacia confesiones no cristianas), en su condición de católico. Queremos decir, en la limitación propia de un plano religioso-teológico particular que le impide elevarse a un plano superior y más comprehensivo, aquél en que se resuelven las contradicciones entre confesiones diferentes. Es éste el plano "metafísico", en el sentido de Rene Guénon, el de la sophia perennis, en términos de Frithjof Schuon –y no, por cierto, el del sincretismo y el ecumenismo–. El punto de vista religioso implica esencialmente un elemento de orden sentimental –explicaba Guénon–, mientras que el metafísico es exclusivamente intelectual. De la misma manera, el primero es un punto de vista particular, en tanto que el segundo es universal. "Una sola vía no puede llevar a tan gran secreto", para decirlo en las palabras del pagano Símaco en su postrera defensa de la tradición religiosa romana, invocando un cierto "pluralismo" frente al absolutismo religioso (y político) representado por el obispo de Milán, Ambrosio, y por el emperador Teodosio.
De lo anterior, el tono fideísta en el discurso de Molnar; esto es, algunos de sus argumentos se basan en la sola fe. Por ejemplo, lo que un no cristiano puede discutirle no es tanto la historicidad de Jesucristo, cuanto el supuesto de que Jesucristo sea Dios hecho Hombre e Hijo de Dios. Y el dar por garantida para toda la eternidad la concepción cristiana de lo sagrado representa, asimismo, una petición de principios (es, precisamente, la pervivencia de lo sagrado lo que se está debatiendo).
En su polémica con el paganismo, Molnar insiste en reducir éste a una "religión de la naturaleza", a puros fenómenos psicológicos, cuando no a la magia. Habría que comenzar por estar de acuerdo sobre de qué se está hablando. Benoist lo refuta adecuadamente en cuanto al primer punto: los dioses (a lo menos, los dioses del mundo heleno-romano) no se identifican con la naturaleza. El paganismo antiguo tampoco se fundabaen el psiquismo, no más que el propio cristianismo. Igualmente, la magia no es más inseparable del paganismo que de las sociedades cristia-nas7. En lo que se refiere a la pretendida "refutación" de la visión pagana del mundo por la ciencia moderna, Benoist replica con razón que este argumento es tan ridículo como aquél de que el Dios cristiano no existe porque no fue visto por los cosmonautas en su vuelta por el espacio (Jruschov dixit).
Lo que, a su turno, se puede reprochar a Benoist es ser en ocasiones tan unilateral como Molnar. A sus ojos, el cristianismo es la fuente, si no exclusiva por lo menos sí principal, de todos los males: del racionalismo cartesiano a la democracia, al totalitarismo, III Reich incluido (“¡Un solo Dios, una sola Iglesia, una sola verdad", puede traducirse por "ein Volk, ein Reich, ein Führer"!). El cristianismo es responsable no sólo de sus formas principales y "canónicas", sino también de sus corrientes secundarias y hasta de sus herejías. Lo que habría que aclarar aquí es la relación entre cristianismo y civilización occidental: ¿es una relación de causalidad o de simple concomitancia? Vale decir, si la decadencia de esta civilización –que no es discutida por Benoist ni por Molnar– es producto del cristianismo, o si tal decadencia constituye una manifestación global, de la que puede esperarse se den igualmente los síntomas en el orden religioso como en otros órdenes. Guénon, entre otros, ha mostrado bien que la decadencia comienza para Occidente aproximadamente entre los siglos XIV-XVI –el advenimiento del "Mundo moderno"– y que, bajo cierto respecto, ella no representa más que el cumplimiento de lo que se podía prever para determinado momento del ciclo de que se trata. En suma, si para aspectos específicos del pensamiento moderno puede establecerse una filiación con el cristianismo, un fenómeno tan amplio como la "decadencia" o la "crisis" de una civilización no puede explicarse mediante una única clave.
Benoist emplea la expresión "judeo-cristianismo" para significar "judaísmo-y-cristianismo", subsumiendo así los dos monoteísmos bíblicos en un  género común. Es claro que hay una intención polémica al subrayar la fuente judía del cristianismo; ello no dejará de complacer a ciertos cristianos "oportunistas" (como dice Molnar) respecto del judaísmo. Con todo, históricamente, tan importante como lo que el cristianismo comparte con el judaísmo es lo que separa de éste; en verdad, esto último es más importante, si consideramos que ideas fundamentales como la Encarnación o la Trinidad son absolutamente impensables para el judaísmo. Apenas menos relevante es el hecho de que el cristianismo fuera modelado desde el mismo comienzo por la cultura griega (los Evangelios, escritos en griego; el concepto de logos para designar a la Segunda Persona, etc.). En todo caso, Benoist parece tener razón cuando observa que la oposición "Atenas-Jerusalén", turbadora para algún Padre de la Iglesia, no cesa de agitar los espíritus.
Europa está en crisis desde que no puede decir como Cicerón: "cada ciudad tiene su religión, nosotros tenemos la nuestra", afirma Benoist. Pero él no ignora que la realidad "Europa" no existía más que como simple expresión geográfica en tiempos de Cicerón, e igualmente en los de Marco Aurelio. Es ése concepto moderno que ha substituido al de "Cristiandad"; por un tiempo, "Europa" y "Cristiandad" coincidieron –aunque, seguramente, no es esta unidad religiosa la que gusta a Benoist–. A la inversa, y grosso modo, la constitución de "Europa" como tal coincide con la pérdida de esa unidad; en último término, con la aceptación de que la religión no era más "de la ciudad", sino asunto privado. Seguramente aquí se encuentra una dimensión importante de la crisis de la civilización europea; pero ¿no es algo exagerado decir que Europa vive por quince siglos una "crisis de identidad"?
Por último: ¿en nombre de qué "paganismo" habla Benoist? Según él declara, le interesa la tradición indoeuropea de lo sacro; de hecho, la mayoría de sus referencias aluden al "paganismo" antiguo (es decir, heleno-romano). La precisión es necesaria, porque el concepto "paganismo" suele emplearse muy flojamente hoy día; a veces, para designar esos "sagrados de substitución". Al mismo tiempo, diversas distorsiones modernas han impedido la comprensión de la visión pagana antigua: ¿Benoist no recurre a la escuela de C. G. Jung para la interpretación de símbolos y arquetipos de lo sagrado, en circunstancias de que el psicologismo de dicha escuela difícilmente da cuenta de esas realidades espirituales? Y está bien reivindicar a Heidegger, sin duda el mayor filósofo de nuestro tiempo, y que tal vez pueda ser llamado "filósofo pagano" (aunque los más de quienes lo hagan tendrán intención descalificatoria, probablemente); con seguridad Heidegger puede decimos mucho de lo sacro, pero hay que tener en cuenta que la suya es una visión muy personal, no necesariamente la de la Antigüedad.
Para concluir, L´éclipse du sacré es una obra valiosa y, en muchos respectos, esclarecedora. Una razón más para que, dejando de lado prejuicios sectarios, los hombres sensibles al llamado de lo sagrado puedan encontrarse; en el respeto de sus diferencias, pero en la firmeza de su oposición a la desacralización del mundo.
© Ciudad de los Césares

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