La expresión "reductio ad Hitlerum" (reducción a Hitler) fue creada originalmente por el filósofo político alemán Leo Strauss (1899-1973), profesor de la Universidad de Chicago, y de origen judío, para quienes consideren que este tipo de detalles son relevantes.
La expresión reductio ad Hitlerum (reducción a Hitler, falacia del tipo ad hominem), argumentum ad Hitlerum o argumentum ad nazium fue creada originalmente por el filósofo político alemán Leo Strauss (1899-1973), profesor de la Universidad de Chicago, y de origen judío, para quienes consideren que este tipo de detalles son relevantes. La reductio ad Hitlerum consiste en la siguiente falacia: "Hitler apoyaba tal cosa (le gustaban, por ejemplo, los perros); en consecuencia tal cosa es forzosamente mala": la típica combinación de asociación y argumento ad nauseam al suponer que no es necesario mayor debate tras la acusación. Por poner un ejemplo. “Hitler era un conservacionista ambiental, ergo los ecologistas son malos”. La famosa ley de Godwin –o regla de analogías nazis de Mike Godwin– de las discusiones en internet: “el primero que utilice la palabra nazi o Hitler pierde el debate”.
Ha salido usted a cenar con amigos, se ha hecho tarde, ha tomado una copa de más y, sin saber cómo, se han puesto a discutir. Los argumentos se suceden, pero la parte contraria no los acepta. El ambiente se enrarece. Le gustaría poner fin a una charla inútil, pero tampoco está dispuesto a ceder sin más, dándole tácitamente la razón al otro. A estas alturas empieza usted a morirse de sueño y tiene la desagradable sensación de estar quedándose sin argumentos.
No se preocupe, tengo la solución. Existe un arma retórica que no falla nunca y que en el futuro le ayudará a finiquitar cualquier discusión desagradable sin necesidad de reflexionar o de encontrar argumentos nuevos: ¡relacione de algún modo a su rival con Hitler! Es un método especialmente eficaz cuando las discusiones se enquistan y ninguna de las partes está dispuesta a dar su brazo a torcer. En alemán se llama Nazikeule o ‘porra nazi’. Su superficie es tan amplia que no requiere puntería. Es un arma de trogloditas: simple, barata y argumentativamente letal.
En 1990 el abogado norteamericano Mike Godwin formuló en este sentido una ley que desde entonces lleva su nombre. Aunque Godwin la aplicaba únicamente a los foros de internet, creo que su vigencia se puede extender a cualquier otro medio: A medida que una discusión online se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno.
Una vez llegado a ese punto, la discusión caduca y se vuelve estéril. La mención de Hitler o la comparación con el nazismo la lleva a un punto tal de maniqueísmo que impide todo razonamiento crítico.
El filósofo alemán Leo Strauss ya había descrito este fenómeno en 1951, denominándolo más refinadamente reductio ad Hitlerum. Trató de desmontar este recurso alegando que “un punto de vista no queda refutado por el mero hecho de que casualmente haya sido compartido por Hitler”. Al fin y al cabo, el dictador también defendió el vegetarianismo, el keynesianismo avant la lettre que tanto se está echando de menos y, naturalmente, las dichosas autopistas.
Hace un tiempo escribí que los nazis fueron los primeros en alertar del peligro del tabaquismo para la salud, lanzando agresivas campañas antitabaco. El objetivo era depurar a la supuesta raza aria de enfermedades cancerígenas que por entonces se creían hereditarias. Pocos años después de que me refiriera a ello se impuso en España la ley que prohibía fumar en los lugares públicos y empezaron a aparecer diversas publicaciones de fumadores empedernidos que se remitían a mi libro para argumentar que las campañas antitabaco eran ilegítimas porque también las habían practicado los nazis. Era un caso claro del empleo de la reductio ad Hitlerum para matar cualquier estrategia argumentativa más compleja y ponderada.
La reductio ad Hitlerum sólo es posible porque los horrores de Hitler (y de Stalin) alcanzaron tales magnitudes que generaron un mecanismo primitivo de asociación: Hitler es el Mal y cualquier cosa surgida del Mal es necesariamente mala. El falso mecanismo retórico era una consecuencia directa de la demonización del dictador, fomentada por algunos estudiosos que han querido ver a Hitler como “una erupción de demonismo en la historia” (Emil Fackenheim) o como “un genio del mal” (Milton Himmelfarb).
El peligro de este punto de vista es que, al alejar a Hitler convirtiéndolo en una categoría abstracta, nos sentimos a salvo de su influjo y olvidamos al pequeño Hitler que puede haber dormitando en el interior de cada uno de nosotros. El Mal no era Hitler, sino sus acciones, y conviene recordar que ninguno de nosotros está a salvo de cometer acciones malas.
Por otro lado, no hay ningún malvado que lo sea a tiempo completo. También los asesinos en serie duermen la siesta, comen tartas de chocolate o acarician distraídamente a un perro, sin que sus atrocidades tengan el menor efecto de contagio sobre las camas, las tartas de chocolate o los perros.
La célebre película de Oliver Hirschbiegel El hundimiento causó escándalo precisamente por mostrar –en mi opinión, de un modo falaz– a un Hitler humanizado.
Liquidar la discusión sobre un asunto trivial apelando a Hitler implica trivializar a Hitler. Como hemos quedado en que Hitler es el Mal, y el Mal, como generador de víctimas, no será nunca trivializable, la reductio ad Hitlerum provoca en nosotros una sensación de escándalo. De ahí que sea un recurso cada vez más empleado, pues en estos tiempos de sobreinformación en que vivimos provocar un escándalo es el modo más barato y eficaz de obtener publicidad y de ganar la batalla por la atención.
Recientemente, durante un discurso dirigido a la Asociación Nacional del Rifle, el político conservador norteamericano Glenn Beck mostró esta imagen del alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, con el brazo en alto. Le recriminaba que intentara limitar el consumo de refrescos, reducir el tamaño de los expositores de tabaco e incrementar el control de armas.
Beck ya tenía un largo historial empleando la “porra nazi”, de modo que preveía perfectamente la reacción que su imagen iba a suscitar y que suele ser siempre la misma: el escándalo y el consiguiente ruido mediático. Hitler, más allá de toda reflexión crítica, se ha convertido en un tabú y la transgresión de ese tabú es una publicidad barata y de mal gusto.
¿Qué tiene todo esto que ver todavía con el auténtico nazismo? Bien poco, creo yo. Salvo que evitar el razonamiento crítico en aras del efectismo irracional ha sido una tendencia característica de los regímenes totalitarios.
Claro que, en puridad, también esta afirmación podría considerarse una reductio ad Hitlerum…