Durante mucho tiempo el genial autor de Viaje al fin de la noche ha sido considerado un escritor fascista, equívoco que se inició en 1938 con la publicación de Bagatelas para una matanza –obra que alcanzó 42 ediciones en un solo año– y que se prolongó con la aparición de La Escuela de los cadáveres, otro panfleto ferozmente antisemita. Con la edición de la primera obra citada, Louis Fuch Destouches, luego transmutado en Louis-Ferdinand Céline, fue tenido en adelante por el más radical de los escritores de la extrema derecha de Francia.
“Era un error –afirma Maurice Bardèche, uno de sus mejores biógrafos–. Pero la imagen que llega a formarse de un escritor facilita las certezas. Se trata de errores que suelen durar mucho tiempo. Éste dura aún”. La mayoría de los críticos y escritores de aquella época no se daban cuenta de que, como por entonces apuntara André Gide, Céline era un enamorado de la invectiva por encima de todo y que “la judería no es aquí más que un pretexto que ha escogido, el más tosco que sea posible, el más trivial”. A pesar de lo cual, Louis-Ferdinand Céline había errado el tiro, pues aquellos dos panfletos no eran novelas sino arengas, por mucho que luego su autor los defendiera como simples productos literarios.
Céline, desde luego, no fue culpable de “hechos de colaboración” con los nazis; pero sí tuvo una responsabilidad moral respecto a las actitudes de los franceses durante la ocupación alemana. Además, del erróneo concepto que se haya tenido sobre el escritor únicamente él tuvo la culpa, porque en La Escuela de los cadáveres –obra que profetizó la Segunda Guerra Mundial– dejó sentado que sólo el fascismo (“auténtico enemigo del capitalismo”, según dijo, intuyendo el fondo socialista del totalitarismo negro y pardo) le parecía una solución política idónea a los problemas de su tiempo, y a aquél se apuntó con mayor o menor convicción. Sí, con mucha o poca convicción, ya que años después, en sus novelas Norte (1960) y De un castillo a otro (1957), atacaría a los alemanes con la misma virulencia con que en su día embistiera contra los judíos. Siempre, pues, la invectiva; nunca el canto racional de la palinodia.
Lo que ocurre con Céline es que se trata de un nihilista, aunque creía en el Premio Nobel y en la Biblioteca de la Pléiade, cuya trayectoria intelectual va de un inicial escepticismo, que no odio, respecto al prójimo
–“un escepticismo lamentable es todo lo que la vida se merece”, asegura– a un absoluto pesimismo antropológico que le llevaría a definir al hombre como “un gorila destructor y lúbrico” y al amor como “el infinito al alcance de los perros”, convicciones que pasan por el prólogo casi obligatorio del cinismo.
Mas no todo es sombrío en nuestro autor; en una de sus primeras entrevistas decía de los seres humanos: “¡Ah! ¡Si fuesen capaces de amarse!”. Y al final de su vida escribiría: “La gente dice ‘es un bruto’; pero no es cierto, yo soy todo corazón”. Un sentimental que tuvo sin duda más suerte que esos otros dos malditos de la cultura francesa contemporánea: Pierre Drieu La Rochelle y Robert Brasillach; ciertamente, también su compromiso con el gobierno de Vichy fue menor. “A Laval le cuidé un poco […], nunca me acerqué a Pétain”, dice en D’un château l’autre.
Ya se ha dicho: se le tuvo por fascista. Antes, cuando en 1932 publicó Voyage au bout de la nuit, se le había tomado por comunista, siéndolo únicamente desde un punto de vista sentimental y sin adscribirse a la dialéctica marxista. Su lenguaje escandaloso y la presentación descarada de las miserias humanas, así como su pesimismo extremo, no le fueron perdonados por los virtuosos jacobinos bolcheviques. Así, Máximo Gorki intuiría en la novela y en su protagonista –Bardamu, parcial trasunto de Céline– “el nihilismo de la desesperación”. “Bardamu –afirma el escritor ruso– ha perdido su patria, desprecia a la gente, llama ‘perra’ a su madre y a sus amantes ‘prostitutas’, es indiferente a todos los crímenes y, como no tiene datos para ‘adherirse’ al proletariado revolucionario, está perfectamente maduro para aceptar el fascismo”. Y eso fue lo que le ocurrió, en cierto modo, al creador del personaje.
Si Blas de Otero dejó sentado aquello de “escribo como escupo”, Céline dijo antes: “Hago esto igual que meo”..., y molestaba mucho que alguien hiciera sus necesidades en público. Del mismo modo que desagradaba su condición de voyeur –y lo fue no sólo en el sentido sexual, sino también en el literario, porque todo espectáculo humano, toda situación, toda virtud y vicio eran apresados en su condición de escritor para usarlos como material–, ofendía su obscenidad. Esta era alimentada, entre otras costumbres, por la simpatía que le merecían las mujeres bellas y lesbianas, según le confesara a Milton Hindus, un judío norteamericano admirador y estudioso de su obra; simpatía compartida por su primera compañera sentimental y a la que dedicó Voyage, Elizabeth Craig, con la que frecuentaba los burdeles en caso de que ella no hubiera conseguido ninguna jovencita para disfrutarla juntos.
El autor de Muerte a crédito (1936) sufrió manía persecutoria y un obsesivo antisemitismo, producto no de razones “intelectuales”, sino del hecho de haber sido en su día desplazado profesionalmente por un hebreo en el dispensario donde trabajaba como médico. Céline también padeció de inestabilidad nerviosa y de tendencia a la paranoia, y, tal como señala Bardèche, fue un irresponsable que en su exilio en Dinamarca –posterior al fin de la guerra y durante el cual fue condenado a muerte y más tarde indultado– vivió obsesionado por el miedo a los comunistas y con la preocupación permanente por el dinero.
Por otra parte, junto al supuesto fascismo de Céline existe otro error respecto a su obra: el de considerarla autobiográfica. En realidad, el escritor no fue sino un fabulador que supo usar como cañamazo su itinerario biográfico, utilizando como instrumento de trabajo lo que él denominaba el “delirio”, que no se trata de un estado del novelista, sino de una disposición intencional en virtud de la cual se deforma lo que la realidad le ofrece para hacerla emocionante. Falsificación, por lo tanto, de la realidad; recreación de la misma a través de la encarnación literaria de esas otras personalidades que habitaban inconscientemente en él y que de forma tan magistral supo explotar Louis-Ferdinand Céline.
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