El 15 de diciembre de 2010 falleció en Madrid el artista mexicano Alfredo Castañeda. Su muerte deja un espacio onírico que será imposible que alguien ocupe en la plástica universal; su incomparable visión tan mística como misteriosa y personal inventaba realidades que previamente habitaban el inconsciente colectivo, aunque sólo nos percatábamos de ello cuando su pintura, finalmente, nos las revelaba.
Su creación es un acto de magia permanente: sea en esos barcos que cruzaban mares azules o en la prestidigitación del hombre que señala su corazón junto a una botella, o bien en esas siluetas que tienen la precisión del trazo fotográfico y que pronto se desvanecen mostrando el capricho de un color que se descompone en trozos como fragmentos pequeños y planos que parece llevarse el viento, la pintura de Castañeda es una invitación permanente al asombro y a la reflexión acerca de las aporías del tiempo y de lo insustancial de la materia.
“La vida es fuerza, forma y color” le escribí en un poema que acaso leyó con indulgencia hace poco más de treinta años, cuando apenas yo comenzaba a descubrir la profundidad de cada uno de sus atisbos espirituales en una exposición en el Colegio de México y en la Galería de Arte Mexicano.
Perteneciente a una familia de un linaje espiritual único en la que abundan artistas y hombres y mujeres de fe, Alfredo Castañeda se formó profesionalmente como arquitecto, pero su talento pronto lo condujo a abrazar la carrera artística como uno de los pintores más exquisitos y enigmáticos por sus creaciones siempre tan inusitadas. Pero eso se debía, de manera absoluta, a su pasión como lector avezado e insaciable y a su inconmensurable sensibilidad para las demás artes, con un acento especial en la música y la arquitectura propiamente.
Hay en muchos de sus lienzos, reminiscencias de las sobrias texturas de Magritte y de la luminosidad de Dalí, de los trazos sorpresivos de Escher y de la introspección de Velázquez, pero todo vertebrado por su increíble sentido lúdico y su percepción tan extraordinaria de la psicología obsesiva del hombre que se ha colmado de sí y que se ha vaciado de Dios. Podría decir que toda su producción gravita en torno a la soledad del hombre actual circunscrito en la pequeñez de su razón. En alguna exposición nos invitaba a descubrir el simbolismo del corazón, y en otra muy célebre inventaba libros no escritos. A mí, en lo personal, me gustaba la creatividad de su genio en una serie de dibujos embotellados que maravillan a cualquiera por la perfección con la que los dobleces de un papel hecho bola se adaptan a sus trazos en tinta de rostros enigmáticos, y cuyas miradas nos cuestionan desde su encierro en frascos de cristal.
¿Es él quien aparece multiplicado en muchas de sus obras y que nos ve con una fijeza que, en ocasiones, nos intimida y nos hace sentirnos culpables? ¿Es él quien nos revela el desamparo metafísico y la búsqueda de heroísmos abstractos? Creo que en todos los casos, efectivamente, es él el artista que a través de sus propias obsesiones vueltas sueños nos inventa realidades terribles e insondables a la vez, el exponente único del idealismo concreto, de los sentidos mágicos y de los colores místicos de los sueños profundos. No dudo que si algunos poemas de Rilke cobraran las dimensiones de un lienzo, tendrías los contrastes, la luminosidad y los matices de muchas de las pinturas de Castañeda.
Al enterarme de la noticia de su muerte, no pude evitar pensarlo como una de sus imágenes, desvaneciéndose sutilmente, transfigurándose en una textura evanescente que surcaba un mar celeste que lo conducirá a otra realidad que siempre intuyó o cuya certeza siempre lo guió secretamente, para encontrarse con la única y definitiva respuesta a su vida.