Quentin Tarantino

Cowboys versus hippies

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Érase una vez, otra vez más, Quentin Tarantino. La suya es una historia clásica, propia de un cuento, que merece ser destripada con pormenor: el joven obsesionado con las películas que, sin tener que pasar por escuela de cinefagia alguna más allá del videoclub donde trabajó de dependiente o del cine donde se empleó como acomodador, se convierte en un revolucionario director de los años 90 donde confluyen el cine independiente, los productos financiados por el estudio, el inconfundible sello autoral, los exacerbados elogios de la crítica, las alabanzas de los colegas más reputados y los sinceros aplausos del público. Algo que sólo podía tener lugar en la mágica tierra de los sueños filmados: estamos hablando de Hollywood, por supuesto: el Imperio cultural del hasta hace apenas unos años gran Imperio económico y político de nuestro tiempo.

Recuerdo bien cuando por vez primera llegó a mí esa historia. Entonces tenía diez años, era verano y mi hermana mayor se disponía a instruirme con todo lujo de detalles antes de sentarme frente a un televisor donde emitían Pulp Fiction (1994). Un niño ante una televisión que mira pasmado lo que de adulto hizo el que una vez no fuera más que un niño pasmado, a su vez, ante una televisión. Según ella, no se podía ser cinéfilo sin haber visto previamente esa película estrenada cuatro años antes de mi nacimiento; y, claro está, yo quería ser un maldito cinéfilo. Así que de esa forma empezó todo: los diálogos originales, la cronología fragmentada (no lineal ni unidireccional), una erudición cinematográfica que brota a raudales, una banda sonora cuidada al hilo de la imagen, un humor exorbitante y muchas veces zafio, la creación de inolvidables personajes con carisma, la puesta en escena de una violencia que va más allá del simple gore y, en una etapa final, incluso la ucronía histórica. Donde la serie B (y hasta Z) se da la mano con lo más snob y chauvinista del cine europeo: el universo narrativo tarantiniano a modo de inmersión iniciática en la Historia Subterránea del Cine.

Sendos guiones para Amor a quemarropa (1993) y Asesinos natos (1994), dos road movies lisérgicas y desquiciadas que recomponen el argumento clásico de Malas Tierras (1973) para los tiempos de Kurt Cobain y The Cure, marcan además el inicio de algo que ya había señalado la dirección novel de Reservoir Dogs (1992): el nacimiento de un talento insólito que sabe aunar el cine cutre de kung-fu, el género noir más pulp, los bolsilibros del oeste, la música surf y el rock grunge, la metarreferencia culta y el fetichismo rancio, la virilidad clásica y el feminismo sangriento, los cowboys recalentados y el blaxploitation mal disimulado, entre un largo listado interminable de referencias. Todos esos elementos confluyen en el espacio de un encuadre perfectamente diseñado por alguien que llegó a la dirección con todo lo demás ya pensado. La Palma de Oro en Cannes por la citada Pulp Fiction (1994) y la creación de un clásico demodé del cine negro contemporáneo con Jackie Brown (1997) terminan de certificar y de cerrar lo más genuino del Tarantino cineasta.

Con la forja del estilo vienen siempre los imitadores, que a veces empiezan con uno mismo. Es difícil salir indemne del estilo propio: otorga una identidad pero también delimita una jaula. La mejor película de Tarantino hasta la fecha sigue siendo, para mí, Death Proof (2007): una perfecta cinta de serie B que desmonta desde dentro la mirada masculina al tiempo que homenajea a los especialistas de cine de acción y encumbra como se merece uno de los rasgos más característicos del cine norteamericano: las brutales persecuciones de coches. Lo hace a través de la historia de un psicópata, un auténtico killer a modo de cazador de mujeres, en una cinta hermanada con el Planet Terror (2007) de su viejo colaborador en Abierto hasta el amanecer (1996) Robert Rodríguez: se trata de un homenaje grindhouse a la explotation-fiction más freak, más weird y más hard-boiled que se pueda concebir. Todo funciona en la película: aquello reconocible tanto en la obra de su director como de las infames y gloriosas cintas en las que su talento se sustenta. Una mirada-homenaje puesta en conjunción con la ausencia total de pretensiones más allá del puro remake cinéfago y narcisista que se retroalimenta en un ejercicio delicioso de (auto)voyerismo obsesivo.

Siguiendo la estela de los dos interminables volúmenes de Kill Bill (2003 y 2004) vendrían una serie de fiascos cuya calidad viajaría en grado descendiente, hasta casi tocar fondo: Malditos bastardos (2009), Django desencadenado (2012), Los odiosos ocho (2015) y, finalmente, Érase una vez en Hollywood (2019). Al revés constante confirmado por cada nuevo título le seguiría un anuncio impactante: tras la décima y última película, aún por hacer, Tarantino se retiraría de la dirección para poder dedicarse a la escritura. Principalmente, orientada al propio cine: mezclando historia con crónica, análisis con memorias, crítica con ficción; lo más cortado, sucio y ecléctico que te puedas echar al coleto sin terminar de enloquecer. Al poco llegaría la primera anticipación, a modo de sensacional declaración, acerca de esta nueva dedicación: la novelización, en clave fan-fiction, de la película Érase una vez en Hollywood. Y, después, el primer ensayo, todavía inédito en nuestra lengua: Cinema Speculation.

La última película hasta la fecha de Tarantino es síntoma y respuesta, por parte de uno de los más representativos nombres de una generación que incluye a Paul Thomas Anderson o David Fincher, de la influencia más evidente que están teniendo las series de plataformas como HBO o Netflix en la obra de los grandes cineastas de nuestro tiempo. Actualmente se está generando un audiovisual que se acerca mejor al universo inabarcable de la novela: creando historias donde el ambiente, los grandes temas y el desarrollo de los personajes priman sobre la trama; algo, en definitiva, que hubiera sido impensable en el Hollywood Dorado de los años 50 pero que retoma, al tiempo, las ambiciones en buena medida frustradas que trataron de poner en práctica los grandes integrantes del así llamado “New Hollywood” en los años 70. La cultura pop, forma hodierna de la cultura popular para tiempos de reproductibilidad técnica, horizontalización temática y agotamiento formal; es el equivalente norteamericano de lo que la filosofía, la estética y la literatura suponen para Europa: un pastiche o palimpsesto de ideas, arquetipos y ecos artísticos heredados sobre los que es imposible no seguir garabateando hasta la extenuación.

El cine del futuro pasa, pues, por retomar el trabajo dejado a medias por la generación más subversiva y outsider del pasado: se trata de rescatar el imaginario colectivo de las manos de las grandes compañías capitalistas y de los productores sin talento creativo: todos ellos empeñados en generar franquicias serializadas e interminables de blockbusters empaquetados por publicistas como productos estrictamente comerciales. No en vano, nos dice Tarantino, Ad Astra (2019) retoma Apocalipse Now (1979) o Joker (2019) glosa Taxi Driver (1976) para nuestros días. Ahí están las películas de S. Craig Zahler, Nic Pizzolatto o Dan Gilroy, entre tantos otros, para probarlo. El modus operandi básicamente consiste en coger lo ya hecho para (re)introducirlo en un contexto distinto, con un mensaje nuevo: salvando el escollo pueril de lo kitsch o la mirada petrificadora de la que con acierto habla Ángel Faretta. El arte, o por lo menos lo que aún queda de la técnica audiovisual, se encuentra en pleno repliegue romántico sobre sí mismo: ha pasado de la vanguardia a la retaguardia en un claro giro reaccionario que conserva e innova a un tiempo. Más allá de la posmodernidad la única alternativa artística viable parece ser una premodernidad bastarda.

Sólo que, frente a la mediocridad de una cinta inane, repleta de anécdotas y sin verdadera consistencia, su correlato literario resulta ser todo lo opuesto: los dos protagonistas, Rick Dalton y Cliff Booth, resaltan con brío genuino sobre el morboso, tímido y escabroso asunto Manson-Tate que protagoniza el tramo final de la fallida película. La novela Érase una vez en Hollywood trata de levantar un gran escenario para mejor profundizar en la historia de amistad protagonizada por dos anti-héroes memorables: a modo de Don Quijote y Sancho Panza en los tiempos de los hippies. A través de un par de viejos vaqueros de celuloide en buena medida acabados y por ello cargados de nostalgia por el tiempo perdido de un cine que cambia tan rápido como el propio mundo en el que se enmarca.

Aunque la estructura, los personajes y las situaciones coinciden de forma casi idéntica con lo escenificado en la película, todo está mucho mejor desarrollado en la novela: el drama irónico y hasta tragicómico de un actor televisivo, alcohólico, pasadísimo y en buena medida depresivo cuya carrera ha periclitado; junto con el desengaño melancólico de un ex-soldado, especialista de cine, amigo de primera categoría y galán en retirada al que la soledad embarga cada vez con más fuerza. Los secundarios están mucho mejor trazados (ahí está la genial niña Trudi Frazer para demostrarlo), las escenas respiran con mayor libertad expresiva y el espacio que gana cada una de las múltiples facetas de la historia terminan de redondear aquello que antes estaba (literalmente) aprisionado en el limitado diámetro que ofrecen las dos dimensiones.

Aquello que en la película apenas estaba esbozado —eclipsado, quizás, por la pirotecnia visual de una encomiable reconstrucción histórica—, en la novela se vuelve central: un discurso ideológico nada velado que rezuma resentimiento por cada poro contra la deriva puritana del imaginario estadounidense. Más aún: el Tarantino más conservador y defensor de legado hollywoodiense (recordemos su reivindicación de un cine filmado en formato de 70 milímetros) carga sin ambages contra la corrección política y contra la deriva pueril del cine actual en particular y de la sociedad en general. Lo hace a través de uno de los mejores retratos literarios jamás hechos sobre la década de los 60 y sobre la mentalidad hippie que ha colonizado nuestras supuestas formas subversivas.

Lo que cuenta, en resumidas cuentas, la novela Érase una vez en Hollywood es una polifónica historia de historias sobre el fracaso. Un quijotesco relato de relatos en torno a la figura del perdedor que explica de qué forma la carrera musical frustrada de Charles Manson dará lugar a una de las sectas más perversas jamás registradas. Algo que, tomado de la biografía del autor de la novela, es a un tiempo legitimación y elegía: como Rick Dalton, protagonista de su última película hasta la fecha y de su primer libro conocido, Tarantino se siente una vieja gloria qua ya ha dejado lo mejor de su carrera detrás y que se muestra plenamente desencantada frente a la espuria deriva del cine mainstream y de la sociedad contemporánea. Frente a un Manson que no acepta cómo actúan el azar y tiempo sobre las posibilidades de lo vivo, está la otra cara del fracaso: la transición de Dalton hacia una resignación bien regada de alcohol, anécdotas y, sobre todo, amistad. De diablo a héroe en lo que implica apenas un gesto: dependiendo de la dignidad con la que uno decide asomarse a la realidad y sus miserias. El artista musical frustrado terminará por devenir psicópata; mientras el actor que, según reza la archiconocida leyenda, estuvo a punto de protagonizar La gran evasión (1963), termina por grabar espeluznantes cintas de spaghetti-western en Almería.

La muerte creativa de un cineasta decisivo pero muy sobrevalorado, Quentin Tarantino, se salda con el nacimiento de un novelista ágil, (auto)irónico digresivo y portentoso, de nuevo Quentin Tarantino, que es deudor de maestros tan destacables como lo son Walter Percy, Elmore James, Jim Thompson o J.D. Salinger. Al igual que ocurriera con los brillantes inicios de su carrera como cineasta, sólo queda aplaudir con regocijo el nacimiento, a modo de reformulación, del universo narrativo tarantiniano como superación del agotamiento imaginativo del cineasta consumado.

La obra literaria Érase una vez en Hollywood está muy lejos de ser una primera novela cualquiera destinada a inflar el sobrecargado mercado de lo ficticio: se trata de la crónica épica de un mundo acabado. Sin embargo, entre las páginas del libro se esconde también un alegato político: puesto que sin los vaqueros que bajo toda forma y condición Occidente se empeña en “deconstruir” en clave revisionista y nihilista, nos encontraríamos abandonados en manos de psicópatas cargados de buenas intenciones, cuchillos afilados, delirios de marihuana, consignas biempensantes, mirada asesina y palabras rimbombantes. Contra lo que siempre ha vendido el flower-power de cada tiempo y lugar, no hay cuentos felices ni grandes moralinas en la vida: los sueños sólo existen en el cine. Y justo por eso es que lo amamos tanto.

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