En 1908 el joven don José Ortega y Gasset escribe en carta a don Ramiro de Maeztu, con glorioso arrebato de juvenil pedantería, “o se hace literatura o se hace precisión o se calla uno”. Luego Ortega se pasó casi medio siglo haciendo literatura. Sin precisión y sin silencios. Literatura hermosa y brillante, tal vez la mejor prosa española desde el siglo XVII. Y con seguridad los mejores aforismos desde 1658, cuando murió Gracián, y hasta que en 1954 empezó a escribir sus notas y escolios don Nicolás Gómez Dávila.
Ocurre, sin embargo, que Ortega coloca sus aforismos en ensayos de diverso género, como flores en un prado. A veces la proporción de aforismos en el texto aumenta hasta el punto de que las flores ocultan el prado, o los árboles ocultan el bosque. La filosofía de Ortega y Gasset es muy literaria y su literatura, como su filosofía, es en esencia aforística.
Claro que no es Ortega el único partidario consciente o inconsciente de los aforismos. Unamuno es otro gran aficionado y Eugenio d’Ors también. Y Juan Ramón Jiménez otro tanto, pero con la mala suerte de que sus aforismos son narcisistas y blandos, es decir cursis.
Sin embargo, en español, desde mucho atrás, no hay autor de aforismos comparable al gran escritor colombiano Nicolás Gómez Dávila (1913-1994). Cuestión distinta es si está justificado prestar poca atención a los ensayos de don Nicolás concentrándose siempre en sus escolios. Quizá eso ocurre por no comprender que, al igual que en los ensayos de Ortega o de Eugenio d’Ors, el ensayo y su contenido aforístico son inseparables. Claro que a veces un párrafo con mayor trabazón lógica y discursiva conduce a un aforismo final, y lo realza con la fuerza y la belleza de la prosa más seguida. Sirvan de ejemplo estos dos párrafos, el primero y el último, de un texto que se considera de capital importancia por ser «la idea seminal» del «texto implícito» al que aluden los Escolios:
Indiferente a la originalidad de mis ideas, pero celoso de su coherencia, intento trazar aquí un esquema que ordene, con la menor arbitrariedad posible, algunos temas dispersos, y ajenos. Amanuense de siglos, sólo compongo un centón reaccionario. (Textos, pág. 55.)
El propósito democrático extingue, lentamente, las luminarias de un culto inmemorial. En la soledad del hombre, ritos obscenos se preparan.
El tedio invade el universo, donde el hombre no halla sino la insignificancia de la piedra inerte, o el reflejo reiterado de su cara lerda. Al comprobar la vanidad de su empeño, el hombre se refugia en la guarida atroz de los dioses heridos. La crueldad solaza su agonía. El hombre olvida su impotencia, y remeda la omnipotencia divina, ante el dolor inútil de otro hombre a quien tortura. En el universo del dios muerto y del dios abortado, el espacio, atónito, sospecha que su oquedad se roza con la lisa seda de unas alas. Contra la insurrección suprema, una total rebeldía nos levanta. El rechazo integral de la doctrina democrática es el reducto final, y exiguo, de la libertad humana. En nuestro tiempo, la rebeldía es reaccionaria, o no es más que una farsa hipócrita y fácil. (Textos, págs. 83-84.)
Obsérvese la fuerza de los dos aforismos finales, en los respectivos párrafos. Si el autor los hubiese escrito para un discurso leído diríamos que empleaba técnicas como un domador con su látigo para despertar al público. Pero encajan perfectamente en el argumento lógico del ensayo, donde por lo demás hay muchos más aforismos de los mencionados. Su corta obra ensayística constituye una procesión espectacular de escolios, aforismos, apotegmas, sentencias y epigramas.
De todo menos refranes.
Pero los refranes más populares sí que constituyen parte del «texto implícito». Con perdón de nuestro maestro olímpico. Por ejemplo, su ensañamiento en una profusión de escolios contra los tontos, los imbéciles y la imbecilidad. Ocupan más la atención del maestro que los propios protervos y su maldad:
En toda época, felizmente, hay tontos indefinidamente capaces de lo obvio. (Escolios a un texto implícito, págs 7-9)
Nada hay en el mundo que el entusiasmo del imbécil no logre degradar. (loc. cit., pág. 220)
Los políticos, en la democracia, son los condensadores de la imbecilidad. (loc. cit., pág. 221)
Pero en realidad para don Nicolás el malo es tonto porque se pasa de listo y su miopía lo conduce, nos conduce a todos, a la perdición. Y el tonto es malo por motivos similares. O, dicho en habla vulgar, No hay tonto bueno.
Por cierto que constituye algo más que una curiosidad moral y literaria el hecho de que Gómez Dávila saca no sé si lo peor o lo más tonto de sus admiradores antagonistas, que también los tiene. Por ejemplo García Márquez dijo, al parecer en privado, «si no fuese de izquierdas estaría de acuerdo en todo con Gómez Dávila». ¿Por prescripción facultativa ha de callarlo? ¿De qué instancia política? ¿O lo dice como el enfermo de colesterol, «si estuviese sano me comería este jamón»?
Y Savater prefiere el escolio «lo contrario de lo absurdo no es la razón sino la dicha». Porque, interpreta Savater, «supera la dicotomía pesimismo/optimismo». No lo creo. Nicolás Gómez Dávila dice que «con buen humor y pesimismo no es posible ni equivocarse ni aburrirse». Así es que, allá donde esté ahora el maestro colombiano, comprobará a diario eso que acabo de decir: incluso póstumamente saca o lo peor o lo más tonto de sus admiradores antagonistas.
Yo sólo veo cuatro cosas seguras en el pensamiento de Nicolás Gómez Dávila:
1º. Sabía escribir.
2º. Creía en Dios. Pero «más que cristiano, quizá soy un pagano que cree en Cristo» (Escolios, pág. 44).
3º. No creía en la democracia. Sí era liberal, en cuanto que nunca hubiera dicho, aplicándolo a nadie, lo que dijo Juan Benet sobre Solzhenitsyn: que su existencia justificaba la existencia del Gulag, necesario para mantener encerrado al debelador del comunismo. Y es que Juan Benet era un bellaco y Gómez Dávila no. Este último, en cambio, sí era capaz de una severa ironía, cosa muy distinta de la saña bellaca de Benet. Don Nicolás escribió:
«La algarabía desatada por el Segundo Concilio Vaticano ha mostrado la utilidad higiénica del Santo Oficio.»
Asistiendo a la «libre expresión del pensamiento católico», hemos visto que la intolerancia de la vieja Roma pontificia fue menos un limes imperial contra la herejía que contra la ramplonería y la sandez".
4º. También era reaccionario; no creía en el dogma moderno del progreso. No era conservador: «Si el reaccionario no despierta en el conservador, se trataba sólo de un progresista paralizado». No era tanto de derechas cuanto reaccionario:
«El sufragio popular es hoy menos absurdo que ayer: no porque las mayorías sean más cultas sino porque las minorías lo son menos».
Este escolio que acabo de citar es el más clarividente de todos los que versan sobre la política. Es también el más pesimista.
Ojalá hubiera más colombianos reaccionarios y librepensadores como éste, paseando su «buen humor y pesimismo» por el mundo o encerrados en su biblioteca, libres, reaccionando y pensando. En fin, tal vez existan y permanezcan ocultos, por pudor y elemental prudencia.
© Botones de muestra (XX)
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