Así como se escribieron historias paralelas de héroes y grandes hombres de la Antigüedad, pudieran escribirse unas vidas correspondientes entre Joselito y Belmonte. Teniendo en cuenta que el motor de la tauromaquia es la lucha o competencia entre figuras complementarias –que no antagónicas–entre sí, la existencia de ambos supuso un antes y un después en la historia de la más culta de nuestras fiestas.
Cualidades, técnica y valor aparte, hace tiempo que los aficionados echan en falta la lid entre dos artistas que, al coincidir en una misma época, den al arte taurino el empujón que necesita para seguir creciendo. Por supuesto, las competencias, por más que se empeñen hoy en día, no las eligen sus protagonistas, sino el público, quien, con su pasión encontrada, es y será siempre soberano. De las muchas que registran los anales del toreo (Pepe Hillo y Pedro Romero; Chiclanero y Curro Cúchares; el Tato y el Gordito) llegamos a finales del siglo XIX ante la primera de las grandes divisiones de la afición española en pro de sus partidarios. Hablamos de Lagartijo y Frascuelo, de la partición de España entre lagartijistas y frascuelistas durante el largo tiempo que duró el cénit de los dos colosos, nada menos que un cuarto de siglo.
Tras un interregno protagonizado por el Guerra, la locura colectiva retornaría un 22 de agosto del año 1912, concretamente en Cádiz, cuna del toreo a pie. En los chiqueros, una guapa novillada de Miura, primera de las 258 tardes contabilizadas en que coincidieron nuestros protagonistas. Tarde importante que apenas aparece en la historiografía, donde se retrasó la hora de la novillada para que el personal de talleres y comercios tuviera tiempo de ir a la plaza. Desde entonces, y hasta la fatídica tarde de Talavera, el 16 de mayo de 1920, la afición entera formó banderías. En torno a José, torero de escuela, se reunieron los viejos partidarios de Lagartijo y Machaquito, además de la aristocracia de la época. Juan, autodidacta, de la escuela de Tablada, acaparó al pueblo llamo junto a los intelectuales del 98.
Pero si por algo han pasado a la historia y siguen en la boca y mente de los aficionados José y Juan es por dotar a la tauromaquia de caracteres áureos a través de la necesidad vital que tenían de competir entre sí, gracias a la cual el toreo vivió su auténtica Edad de Oro. Joselito representaba lo clásico, la inteligencia, el estilo y la pureza, es decir, lo apolíneo del toreo. Nunca antes se había visto torear a nadie así. Tal era su buen hacer con las reses, tal su dominio de las suertes, que nadie se imaginaba que moriría con solamente veinticinco años. “A éste no le coge un toro ni tirándole el pitón”, apostilló Guerrita en la temporada de 1914. Y no precisamente porque su toreo no fuese puro ni verdadero, sino justamente por dicha razón, porque de tanto dominar las suertes, las reglas de torear que, desde los tiempos de Pepe Hillo apenas habían cambiado, hacía de ello un juego birliburlesco del que, sin embargo, carecía su opuesto, su Dionisos particular.
Esta deidad terrenal que representaba el genio creador, la caricatura, la fealdad y lo castizo, no podía ser otro que Juan Belmonte. Si José, debido a sus cualidades y buen hacer, caracterizaba su obra limpia y sencillamente, lo contrario sucedía con el genio de Triana, que, debido no a sus escasas sino a sus nulas facultades físicas y asu temprano desconocimiento de las reglas, estaba obligado a realizar un torero más espontáneo, caracterizado por la quietud –sus piernas no le permitían lo contrario – en la que se pasaba al toro tan sumamente cerca que era difícil distinguir a uno de otro, naciendo, por vez primera, la escultura efímera que, con cada pase, forma el toreo. Si García Lorca tildó de toreros con duende a Lagartijo y Joselito –duendes romano y judío – , su calificativo hacia Belmonte como torero de duende barroco es más que acertado ya que, como sabemos, los dos periodos de más potencia en cualquier periodo artístico son el Clasicismo y el Barroco, y será en el barroquismo belmontino donde el duende alcance un cénit que difícilmente volverá a repetirse. Tal es así, y hasta tal punto el duende únicamente aparece en la constante lucha con la muerte, que sus allegados comentaban: “vete a verlo torear, que a éste pronto lo mata un toro”.
Entonces, ¿quién fue el mejor? Antonio Márquez señalaba que “el mejor era Belmonte. Joselito era un fuera de serie en conocimientos y en estar bien todas las tardes. Pero Belmonte era la renovación. Belmonte era al toreo lo que la penicilina fue a la medicina”. Sin embargo, Marcial Lalanda zanjaba que “el más grande fue Joselito”. Vidas paralelas que no conocen vencedores ni vencidos. Si hubo un vencedor, en palabras de Juan, fue el menor de los Gallo en Talavera.
El Gallo emanaba las virtudes afirmativas del arte de birlibirloque, a saber: ligereza, agilidad, destreza, rapidez, facilidad, flexibilidad y gracia. Mientras que Juan, por otro lado, representaba los vicios correspondientes: pesadez, torpeza, esfuerzo, lentitud, dificultad, rigidez y desgarbo. En otras palabras, virtudes clásicas en contraposición a los vicios castizos que, con Belmonte, alcanzaron el esperpentismo más atroz y fenomenal. Paradojas del destino, el huérfano fue el de Triana, que, tras la muerte de su contrario, jamás volvió a ser el torero con el genio creador de los años veinte.
Si Juan fue la estética, la poesía y el toreo, José era la prosa, la ciencia y la lidia. Complemento perfecto en unas vidas paralelas que llenaron por completo el círculo taurino, porque bien puede afirmarse que Juan fue a José lo que José fue a Juan. Por lo tanto, el apolíneo José y el dionisiaco Juan se necesitaron mutuamente para conseguir que el toreo alcanzase el culmen en cuanto a formas y creatividad se refiere, alcanzando su plenitud como arte gracias a la complementariedad de ambos, pudiéndose observar cada tarde que alternaban torero clásico y barroco a un tiempo, de forma que los aficionados quedaban colmados de toreo verdadero. Si José toreaba para el Universo, Belmonte lo hacía para el pueblo; juntos, para el placer visual y metafísico tanto de los presentes como de los futuros. Abrazados, los héroes solitarios avanzaron por una existencia sólo por ellos entendida, gestando su obra mediante una continua y fulgurante lucha.
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