En esta entrevista concedida al diario francés "Le Figaro", Otto recuerda la figura de sus padres, sus memorias del Imperio y repasa su vida al servicio de la construcción europea en el Parlamento de Estrasburgo. En la persona del Archiduque vive un pedazo de la historia contemporánea de Europa, por ello cuando escuchamos hablar tan serenamente a este anciano que nació en la cúspide del poder y de la tradición centenaria y luego conoció los rigores y miserias del exilio y oímos los típicos discursos de los advenedizos hablando de democracia en Iraq o alianza de civilizaciones, uno no puede menos que volver la cabeza para esbozar una irónica sonrisa.
"Sólo un príncipe puede ser anarquista"
El Archiduque Otto vino al mundo en Viena, un veinte de noviembre de 1912, hijo de Carlos de Habsburgo, sobrino nieto del emperador Francisco José y heredero del trono austrohúngaro, y de la princesa italiana Zita de Borbón-Parma. El padre de Otto nació alejado del trono, pero la súbita y nunca esclarecida muerte del hijo del Emperador, el Archiduque Heredero Rodolfo, en el pabellón de caza de Mayerling junto a su amante, la baronesa Mary Vetsera, y el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, situaron a Carlos en la línea directa de sucesión.
Todos sabemos cómo el Imperio de siete siglos de los Habsburgo, en Europa central, fue desmembrado sin piedad por parte de las potencias aliadas, durante la Primera Guerra Mundial y las consecuencias directas fueron cincuenta años de totalitarismos en la región y una desestabilización total que ha llegado hasta nuestros días.
El archiduque Otto ha sabido llevar dignamente el gran prestigio de una dinastía como la suya, LA dinastía, por excelencia. El Imperio no fue centralista y respetó las lenguas y religiones de sus súbditos en todos sus confines, con Viena como corazón del Imperio, la culta y alegre capital de finales de siglo XIX. Hoy al recorrer las calles de Viena, el recuerdo de la dinastía está tan presente que uno percibe un cierto aire de nostalgia en la antigua capital del Imperio que tal pareciera que añorará los días de gloria que jamás han de volver.
Otto von Habsburg-Lothringen ha trabajado toda su vida en pos del interés general de Europa, más que por sus intereses personales o por el trono, lo ha hecho con el sentido de servicio y deber de un príncipe europeo medieval y haciendo honor a aquel lejano día en el ducado de Suabia (hoy Suiza), cuando su familia se erigió en servidora de los destinos de Europa. Una estirpe aristocrática que ya no existe en ninguno de los actuales miembros de la realeza europea.
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A sus 96 años, el primogénito del último emperador de Austria habla de su pasado y sigue atentamente la actualidad
Él es el niño de rizos rubios que, justo antes de la I Guerra Mundial, aparece fotografiado junto al emperador Francisco José, y quien dos años más tarde asistirá en Budapest a la coronación de su padre, el nuevo Emperador de Austria, Carlos I, como Rey de Hungría, y de su madre, la emperatriz y reina Zita. Esas escenas, Otto de Habsburgo las recuerda como si hubiese sido ayer. El mundo de su juventud ha desaparecido, pero para él sigue vigente.
Este 20 de noviembre ha celebrado sus 96 años. Nos recibe en su casa de Pöcking, en Baviera, adquirida cuando en Austria y Hungría le estaba prohibida la entrada. Pero no es esto de lo que más le interesa hablar. Cuando lo he dejado, tras un debate de varias horas, el Archiduque tenía trabajo: preparaba una serie de artículos sobre la elección estadounidense. Comparar los méritos respectivos de Obama y John McCain le apasionaba más, en el fondo, que rehacer la película de su vida. Volvía por otra parte de un viaje de estudios a Suecia, y preparaba una conferencia que debía pronunciar en Budapest...
La historia es importante para Otto de Habsburgo, evidentemente, pero el presente le ilumina aún más el rostro. Al escucharle hablar sobre la guerra de Irak como una consecuencia del desmantelamiento del Imperio Otomano, o exponer la estrategia de Putin en el Cáucaso como la continuación de la política de los zares, es aprender una lección de geopolítica de un hombre cuya memoria cruza las fronteras y los siglos. Atribuye su longevidad a su herencia materna (su madre murió a 97 años). ¿El secreto de su vitalidad intelectual? Sin duda, el deseo de servir que le fue inculcado desde la infancia.
Su padre se exilia y muere prematuramente en Madeira en 1922. El archiduque Otto es educado por su madre con la esperanza de que reine algún día y pase a ser Jefe de la Casa Habsburgo a su mayoría de edad, en 1930. Cuando Hitler amenaza Austria, exhorta a todas sus fuerzas y sus fieles contra el nazismo. En 1940 la GESTAPO pone precio a su cabeza y se ve obligado a huir a Estados Unidos. Ante Roosevelt lucha para que los aliados, después de la guerra, restauren una Austria independiente. Sin embargo, será desterrado de su país, donde no podrá regresar hasta 1966.
Durante veinte años, de 1979 a 1999, trabajará en el Parlamento de Estrasburgo, cuyos asuntos conoce a fondo. Hoy, a una edad que pocos alcanzan, Otto de Habsburgo no se encierra en su pasado, sino que se esfuerza sin cesar por descifrar el futuro. ¿Cómo no pensar en el gran estadista que habría sido?
¿Cuáles son sus recuerdos del Emperador Francisco José?
Mi tío bisabuelo tenía algo de Dios. Tendría yo dos años cuando se tomó la foto donde estoy apoyado en sus rodillas. Me hicieron ir al Palacio Imperial, en Viena, para tomarla. En aquel entonces, para iluminar, los fotógrafos ponían unos polvos en una plataforma que encendían antes de efectuar la instantánea. Es como si estuviera viendo la escena. Me acuerdo también del entierro del Emperador, un frío día de noviembre de 1916. Recuerdo la larga y sombría ceremonia, la entrada en la cripta de los Capuchinos, en medio de los tumbas de la familia. Yo tenía cuatro años, pero podía percibir la emoción general. Hay que tener en cuenta que Francisco José reinaba desde 1848. En Austria-Hungría, la inmensa mayoría de los ciudadanos habían nacido y vivido bajo su reinado, y muchos de ellos hasta habían muerto mientras reinaba el Emperador. Por consiguiente, su persona constituía en sí misma toda una institución.
Su padre, sobrino nieto de Francisco José, le sucedió con el nombre de Carlos I de Austria y Carlos IV de Hungría. Los reyes de Hungría eran coronados. Recuerda la coronación de su padre, en Budapest, el 30 de diciembre de 1916...
La ceremonia la recuerdo con más claridad que los funerales de Francisco José. Esta coronación era una consagración en toda su dimensión religiosa. El monarca ceñía la corona de San Esteban, rey de Hungría en el año mil, que es la misma que, en la actualidad, se encuentra en el centro del Parlamento de Budapest. Seguí esta fastuosa ceremonia y la recuerdo hasta en sus más pequeños detalles. Los asistentes llevaban el traje nacional magiar, pero era rojo para los católicos y negro para los protestantes. Después de la coronación propiamente dicha en la iglesia Mathias, EL rey subía a caballo y se lanzaba hacia la colina de la consagración: un montículo levantado con tierra de todas las regiones de Hungría. Cuando regresé por primera vez a Budapest, hace unos veinte años, visité el lugar en compañía de historiadores. Mientras que éstos me mostraban el lugar donde se había construido la colina de la consagración con ocasión de la coronación de mi padre, les dije que se estaban equivocando y les indiqué otro lugar. Algunas horas más tarde, habiendo buscado en los archivos, llegaron a la conclusión de que yo tenía razón.
¿Qué es lo que le ha marcado durante el reinado de sus padres, de 1916 en 1918?
Mi padre estaba casi siempre ausente, pues viajaba por todo el Imperio y muy a menudo estaba en el frente. Es por ello por lo que, desde su ascensión al trono, buscó activamente la paz: mientras que otros Jefes de Estado seguían en sus despachos dando órdenes, él presenciaba de cerca el sufrimiento de los combatientes y conocía los horrores de la guerra. Mi madre, la emperatriz Zita, se ocupaba de ir a los hospitales para visitar a los heridos y enfermos. Hasta la caída de la monarquía no pude vivir diariamente con mis padres.
Su padre falleció en el exilio, en Madeira, en 1922...
Después de su último intento de restauración del trono en Hungría, los ingleses lo desterraron a esta isla. Lo habíamos perdido todo. Lo que nos consoló fue la actitud de la población, que se portó con nosotros admirablemente. Los campesinos nos traían alimentos: era emocionante. Al final de su enfermedad, que no pudo ser atendida porque no teníamos de dinero, mi padre quiso que yo asistiera a su muerte. Mi madre mostró un gran valor. Hoy, algunos desearían que se trasladaran a Viena los restos de mi padre, que sigue enterrado en Madeira. Nunca lo consentiré, porque ello iría en contra del deseo de la población local, que aún menos quiere separarse de estos restos cuanto que en el año 2004 Juan Pablo II beatificó al emperador Carlos.
¿Cuáles han sido las consecuencias de la desintegración de la monarquía dual?
El presidente de la república checa, Benes, dijo en su día que prefería a Hitler en Viena que a los Habsburgo: ya hemos visto el resultado. Después del nazismo vino el comunismo. Europa central ha sufrido cincuenta años de totalitarismo.
Después de la guerra, usted se ha dedicado de lleno a trabajar a favor de la construcción europea...
Me ocupé en primer lugar de cuestiones relacionadas con el Danubio, continuando las ideas de mi padre. Pero me di cuenta de que se trataba de un espacio insuficiente para una política a escala mundial. Europa constituye una respuesta común a la ambición de las naciones del viejo continente.
¿Cuáles son los más grandes hombres de Estado que usted ha conocido?
El general de Gaulle merece ser citado en primer lugar. Se dijo de él algo muy cierto: que era el hombre de anteayer y de pasado mañana. Sólidamente establecido sobre el fondo de la historia, iba sin embargo hacia delante. Konrad Adenauer, el renano, era un pensador de la misma vena, dotado de una gran visión internacional.
Incluso cuando el Telón de Acero dividía en dos al continente, usted ha permanecido en contacto con los pueblos de Europa Central...
Mientras que, a comienzos de los años sesenta sufrí grandes dificultades para regresar a Austria, un país libre, pude volver a Hungría, en los años ochenta, cuando el sistema comunista reinaba aún. Pero todo iba ya en la buena dirección. Mantuve muy buenas relaciones con Imre Pozsgay, que entonces era uno de los dirigentes del Partido Comunista húngaro. Hizo mucho por que su país se abriera. En el fondo era más húngaro que comunista.
¿Cuál es la gran baza de Europa?
Su cultura. Está tan profundamente arraigada que puede conocer renaceres insospechables. También cabe que se produzca una vuelta a la religiosidad: mire el éxito del reciente viaje de Benedicto XVI a Francia. Tengo una gran confianza en su país. Mi madre era una Borbón, el francés, junto con el alemán y el húngaro son mis tres lenguas maternas. He vivido algunos años en París, y soy miembro del Instituto: en Francia, me siento un poco como en mi propio país.
¿Le preocupa la actual crisis financieras?
La heridas del dinero nunca son mortales. Las heridas políticas, sí.
Con sus 96 años de edad, usted viaja siempre y es consultado...
Sí, especialmente en los nuevos países europeos. Mire usted, es normal: mi familia se ocupa de política desde hace setecientos años. En cierto modo, lo tengo en los genes.
¿Qué es lo que la experiencia le ha enseñado?
Que uno siempre gana trabajando para los demás. Es algo que prolonga considerablemente la vida, al darle a uno objetivos que cumplir. Yo siempre me he fijado metas.
(Entrevista publicada por Jean Sévillia en Le Figaro.)
El archiduque Otto a la edad de dos años con su tío bisabuelo,
el emperador Francisco José.