La alquimia adecuada se produce en las bibliotecas solamente cuando un alma elegida entra al lugar, y su conciencia se desplaza hacia los libros, transita por el ámbito sagrado que los contiene, y reconoce su hermandad, su mensaje, la sutil pertenencia a una Patria poco numerosa, pero sin la cual el hombre se convertiría en esclavo de su propia oscuridad.
“La palabra pertenece al hombre en general. La escritura pertenece sólo al hombre culto.”
“La escritura es el primer síntoma de la vocación histórica. Por eso nada hay tan característico en una cultura como su relación con la palabra escrita.”
Oswald Spengler
Las bibliotecas mueren en silencio. Los hombres que atesoraron sus libros pacientemente durante años, ya no están. Presumiblemente hayan muerto, o quizá se encuentren hospedados en esos pequeños campos de concentración, que en este país se denominan “geriátricos”.
No importa quienes hayan sido ellos. No importa a nadie la dimensión de sus obras ni de su espíritu. Un escritor que ganó el premio Cervantes, Augusto Roa Bastos, murió internado de ese modo.
Una vez me tocó desarmar una importante biblioteca. Era de un amigo que había fallecido (siempre tuve amigos más grandes que yo). Fuimos varias veces a cumplir con ese menester, junto con una persona que había sido nuestro amigo en común. Brindamos por el muerto con su espíritu presente todavía. Era fácil percibirlo en la penumbra de la tarde, entre los libros.
La biblioteca, en su mayoría sobre temas de política y de historia, se desarmaba lentamente. Aquella casa estaba cerca del Río de la Plata, y eso entristecía aún más nuestra labor, de por sí bastante triste.
Nuestro amigo fallecido era un patriota. Su biblioteca, que destilaba patriotismo, no era nada sin él. Y no significaba consuelo para ella el hecho de que nosotros también nos consideráramos patriotas.
Quien me acompañaba en aquel momento –nuestro amigo en común– también murió hace poco (ya dije que siempre tuve amigos bastante más grandes que yo), pero afortunadamente, su riquísima biblioteca se mantiene entera, porque su viuda y sus hijos son gente como él.
A veces paso frente a las pocas viejas casas que quedan en pie, y me pregunto si en ellas habrá una biblioteca, respirando recuerdos en la oscuridad de la noche. Percibo entonces la presencia de las almas elevadas que atesoraron los libros uno a uno, y me detengo frente a las puertas, como un Ulises que los vientos arrastraron lejos de las playas de Itaca.
Recuerdo palabras de Borges sobre las bibliotecas, sobre la presencia tutelar de los libros. Pero Borges tampoco está, y el antiguo edificio de la biblioteca nacional se ha convertido en una escuela de música, según creo. Como si a su muerte alguien hubiera ido también a desarmarla.
Recuerdo la biblioteca de la Universidad de La Plata, ciudad capital de la provincia de Buenos Aires, donde se vivía la fuerza del pensamiento fundacional. Esa fuerza que en la lejanía del Sur debió de haber sido casi un esfuerzo místico. Ahora sólo existe soledad en el inmenso salón, entre las maderas nobles y los sillones de cuero.
Las bibliotecas, son como los templos de una raza perdida. Esos lugares de culto incomprensibles para los hombres contemporáneos, que los observan de reojo, con desinterés o desprecio de turistas cuando pasan junto a ellos, o les dan un sentido muy distinto al que tuvieron.
La conformación intelectual y espiritual de un gran hombre, está en su biblioteca, y hasta que ésta no se desarma, el pensamiento opera su magia en el ambiente. Acaso por eso, los ámbitos reservados a las bibliotecas, tienen tanto de sagrado, y atraen a las personas de espíritu elevado, así como atemorizan y rechazan a la gente baja, ruin o materialista.
Cabe aclarar, aunque resulte obvio, que no hay que pensar aquí en un número de libros, ni en lomos de volúmenes homogéneos, o en otro tipo de característica prefijada. Precisamente ése es uno de los encantos de las bibliotecas, tan variados como los encantos de los hombres que las poseyeron.
La alquimia adecuada se produce en las bibliotecas solamente cuando un alma elegida entra al lugar, y su conciencia se desplaza hacia los libros, transita por el ámbito sagrado que los contiene, y reconoce su hermandad, su mensaje, la sutil pertenencia a una Patria poco numerosa, pero sin la cual el hombre se convertiría en esclavo de su propia oscuridad.