JUAN PABLO VITALI
Es inevitable que la política actual carezca de una dimensión poética, porque es parte del materialismo que la domina. No hay espiritualidad cuando lo que se busca es ocupar posiciones para beneficio propio. Posiciones manejadas por otros, que son los que ejercen el dominio real sobre las conductas, y sobre las cosas. En lugar del antiguo sentido de pertenencia, de lucha espiritual, rige la ficción numérica, lo indeferenciado, el discurso igual, bajo la mirada del crudo poder material.
Las conductas se desarrollan lejos de los valores, de los principios, de lo elevado, de lo que se encuentra más allá de lo meramente material. Por eso, hoy, pocos movimientos políticos se atreven a reivindicar para sí una verdadera dimensión poética. Eso sería ir contra el tiempo, contra todo lo que la política actualmente presupone: lo superficial, la sumisión a lo que los medios de comunicación y los políticos llaman consenso.
Pero aún aceptada formalmente la poesía, no será fácil dar con poetas que entiendan y sientan la dimensión poética de la política. Posiblemente la realidad los haya destruido, porque ellos resultan doblemente malditos, una vez por ser poetas, y otra por responder a una cosmovisión elevada, unívoca, superior. Sólo serán promovidos públicamente como poetas los que aíslan la poesía de lo importante, los que responden al sistema, disfrazados de diferentes, de sensibles, de artistas, pero que en última instancia representan siempre un papel escrito a la medida de sus mandantes.
Pese a todo, no existe otra poesía que aquella que expresa lo superior. Lo demás es un ejercicio menor, decorativo, que nos describe los problemas psicológicos, de patéticos mercenarios al servicio de la decadencia. Pero lo elevado, lo que es profundo y verdadero, aun aislado bajo capas y capas de una realidad adversa, continúa siendo verdadero.
Sabemos que en la antigüedad el lenguaje poético tenía otro valor. No es un secreto que el hombre ha cambiado, que se ha achicado, limitándose a su dimensión más grosera, menos espiritual. Con argumentos falaces, se derribaron los límites que impedían el descenso al abismo, se cortaron uno a uno los lazos con lo que es elevado, superior, espiritual, con todo lo que nos hace ser hombres, y no infrahombres, meras bestias sin espíritu, sin cultura, sin identidad, carentes de un orden que enfrente la destrucción de lo valioso.
El idioma poético se ha tornado incomprensible e innecesario para el hombre actual, del mismo modo, para los movimientos políticos que buscan consenso, en un medio que valora solamente lo superficial, lo material, lo prescindible, lo antojadizo, lo sometido al poder económico, tecnológico y financiero del supracapitalismo.
Lo que actualmente se denomina poesía, es en general una forma más de degradación. Lo es por el fondo y por la forma, ambos necesarios para que exista la creación poética. Y al referirme a la forma, no pienso en las rígidas estructuras estéticas de un determinado tiempo y lugar, sino al modo apropiado en que debe expresarse lo elevado, que debe ser también elevado, aunque como es natural, no se haga siempre del mismo modo. Pero nada de eso es posible sin un espíritu acorde.
La poesía es maldita, cuando responde a una cosmovisión contraria al actual sentido del mundo, cuando sus símbolos expresan una militancia superior, una gran lucha, no del hombre abstracto, o del mero animal numérico, que no puede llevarla a cabo por estar fuera de sus posibilidades, sino del hombre superior, con un espíritu elevado, con una personalidad, orgánico al orden político justo que garantiza su identidad, su pertenencia, a través del cual su alma inmortal se relaciona con el universo desde su morada terrena.
En ese sentido, nuestros poetas responderán siempre al arquetipo del poeta guerrero, porque son parte de una lucha que es en sí misma poética. No existe entre el simbolismo trascendental del poema y la acción combatiente de la espada, más que una distinción de forma. Animadas ambas por un espíritu elevado, orgánico, cercano al núcleo más denso de la luz, de la comprensión y de la acción.
El poeta sólo puede compartir su destino con los de su clase, que pueden no ser otros poetas, pero deben llevar en su conciencia la dimensión poética de las cosas. Cuando un movimiento político representa algo trascendental, busca naturalmente integrarse, encontrarse con esa dimensión. Ella le dará palabras a su espíritu, un verdadero nombre, una verdadera voz. Entonces, por más que el sistema los cubra con capas y capas de anonimato, los símbolos poéticos se trasmitirán, de espíritu a espíritu, mientras queden hombres habitando una misma patria espiritual, con una identidad y un alma, con una esencia primordial que los identifique, y los remita a un territorio más allá de lo cotidiano, de lo que propone el vacío, la nivelación, la carrera hacia la angustia mediante una lógica falsa.
La poesía no es para el infrahombre, sino para el superhombre, es para el habitante de una nación mítica, primordial, más allá del vacío cotidiano. La poesía expresa mediante símbolos los caminos del otro lado de las cosas. Es un mapa trazado por hombres que asumen la militancia otorgada por los dioses, y que en ocasiones, se torna insoportablemente solitaria. Acaso la imagen más clara de lo antedicho sea Ezra Pound, encerrado en su jaula de hierro rumbo al neuropsiquiátrico, siendo posiblemente el más cuerdo de todos nosotros. Posiblemente el único cuerdo.
No es la cantidad de lectores ni la publicidad lo que hace un poeta, sino la capacidad de expresar una realidad superior, que perdura mientras existe el continente mítico al que pertenece su estética. El alma ejerce así su dominio y aspira a permanecer, a justificar su paso por el mundo, su pertenencia al supramundo. Esa conciencia es lo que diferencia a los hombres superiores, y a veces los convierte en líderes, en héroes, en santos, en poetas. Esa dirección vertical nos coloca en un eje ascendente de conciencia, y nos lleva a vivir lo auténtico, lo elevado, lo trascendental, lo sagrado.
Para esos hombres escribe un poeta; para esos, y para ningún otro.