EL MARQUÉS DE TAMARÓN
Esta insólita novela tiene varias singularidades, casi todas indecibles. Y digo indecibles pues resulta difícil explicar cómo coexisten algunas de ellas, cualidades que casi siempre se excluyen mutuamente en la narrativa, como la acción y las ideas. Pero su singularidad más indecible es la agilidad de la intriga, que mantiene en vilo al lector como cuando a los diez años descubrió a Stevenson. Esta capacidad de sorprender y cautivar al lector es la esencia de la novela, pero exige que se llegue al libro con una ignorancia casi edénica: es lo contrario de la tragedia, donde el efecto catártico en el espectador en nada depende de la sorpresa, ni ésta, si la hay, de la ignorancia. De ahí que sea indecible el argumento de La Muerte, so pena de ser tachado de desleal al lector y al autor.
Ni siquiera cabe esbozar el argumento del anterior volumen de la trilogía, El Dolor, pues quienes lo han leído no necesitan resúmenes y quienes no lo conocen deberían preservar su ignorancia para disfrutar de la recapitulación que el propio autor hace en la primera parte de esta segunda novela. Basta, pues, con describir el escenario histórico de estas estupendas aventuras futuristas. Se desarrollan en una distopía surgida tras revoluciones y guerras –descritas también en El Dolor– que dan a luz un mundo física, moral y espiritualmente enfermo. No se crea, sin embargo, que el tenebroso escenario y los sombríos títulos de estas dos novelas albergan unas aventuras tristes. Muy al contrario –quizá porque el título general de la trilogía es El final de los tiempos, pero más aún por la esencial alegría del relato– el lector intuye que más allá de las humaredas y estrépitos apocalípticos hay algún tipo de salvación.
La acción, como en toda buena novela, tiene un ritmo juvenil. No se ve entorpecida en ningún momento por el hondo trasfondo filosófico o religioso. Es curioso que un novelista tan cristiano como Esparza invente un mundo enteramente nuevo, e incluso una religión post-cristiana, aunque cabe suponer que el culto a la Madre se trata de una primera etapa en el regreso al cristianismo. Bien mirado, más curioso aún es que otro escritor muy católico, Tolkien, inventase otro mundo de arriba abajo, hasta con lengua propia, pero sin ninguna religión, más que unos leves ecos marianos y celestiales al final. Por cierto que Tolkien, con su gran lucha entre el Bien y el Mal, no es del todo ajeno al mundo de Esparza, aunque el mayor influjo literario y político en El final de los tiempos sea, a mi entender, Ernst Jünger. Me refiero al Jünger de Sobre los acantilados de mármol y demás novelas entre utópicas y distópicas. A veces piensa el lector de La Muerte que Esparza, con su philosophia perennis y su amor gozoso por la aventura, es una mezcla de Jünger y Tintin, hasta que cae uno en la cuenta de que eso sería una tautología, puesto que el propio Jünger es una mezcla de Jünger y Tintin. Aunque Esparza dice que no, que Jünger es una mezcla de Goethe y Tintin, y uno le replica que de dónde viene entonces el lado guerrero, y dónde nos dejamos a Hölderlin y a Nietzsche, y la cuenta telefónica es astronómica, ya que Esparza es polémico y culto y simpático…
Pero el análisis psicológico de los personajes no es ni juvenil ni filosófico, está en la sólida tradición novelística europea: algunos malvados conservan su dignidad aun en el mal y otros incluso se redimen. Sobre todo, no cae en la torpeza de buena parte del pensamiento cristiano de los últimos cien o doscientos años, que parece creer que la civilización contemporánea, al ser materialista o impía (o ambas cosas a la vez como el mundo comunista o el nacionalsocialista), es pagana. ¡Ojalá! –decía otro católico lúcido, Christopher Dawson– pues el paganismo está lleno de sentido espiritual, cosa de la que carecen los seguidores de Stalin y los de Hitler. Eso lo sabe muy bien Esparza, uno de los pocos escritores españoles de hoy que logran ver las hierofanías allí donde se producen y no sólo donde tienen que producirse.
Por eso esta novela, además de ser una alegoría política del presente y barrunto del futuro, y un relato de aventuras, y una historia de amor, y una descripción, a veces cómica, de la estupidez suicida del género humano, es una búsqueda de lo sagrado. El que esa búsqueda, como en la épica clásica, pero con formas estilísticas modernas, incluya persecuciones, batallas, conjuras, traiciones y amores, hace que el lector lea los dos volúmenes ya publicados con la rapidez y curiosidad que se tributa a las novelas que cautivan, categoría poco numerosa hoy, y con la esperanza de poder pronto leer el tercer tomo. Confieso que a mí eso no me pasaba desde que, hace ya muchos años, me encontré en un verano parisino sin el tercer volumen de Los gozos y las sombras y al año siguiente, en pleno invierno danés, sin el tercero y final tomo de La espada de honor. Quien como Esparza provoca la misma hambre de letra impresa que Gonzalo Torrente y Evelyn Waugh es todo un novelista.