Fue Proudhon quien dijo –y no se le entendió- que “la propiedad es un robo”. Como dijo Jünger, esa frase cobra más fuerza cuando la pronuncian los expropiados. La barrabasada del canon digital –usted pagará de más por si acaso delinque, y el dinero irá a la SGAE porque sí- ha lanzado el debate sobre la propiedad intelectual en España. Hay quien llega aún más lejos y se pregunta qué significa “propiedad intelectual” cuando se habla de compuestos farmacéuticos, semillas o, incluso la imagen de la Virgen de Guadalupe. El periodista mejicano Pedro Miguel reflexionaba acertadamente sobre el asunto en La Jornada. Un punto de vista provocador, interesante y, en muchos aspectos, cargado de razón. Que se lo lean en la SGAE.
Pedro Miguel
En su ensayo ¿Qué es la propiedad? (1840), Pierre Joseph Proudhon respondía de entrada, y sin medias tintas, "la propiedad es un robo", y pasaba de lleno a la defensa de esa definición que se volvió consigna universal e incendiaria: "¡Qué inversión de ideas! Propietario y ladrón fueron en todo tiempo expresiones contradictorias, de igual modo que sus personas son entre sí antipáticas; todas las lenguas han consagrado esta antinomia. Ahora bien: ¿con qué autoridad podréis impugnar el asentimiento universal y dar un mentís a todo el género humano? ¿Quién sois para quitar la razón a los pueblos y a la tradición?" Desde el primer momento sus contemporáneos, incluidos muchos de izquierda, como Marx, lo denostaron con acritud.
¿Propiedad?
Si algo queda de cierto en la homologación conceptual de Proudhon después de las ingentes críticas que ha recibido a lo largo de 16 décadas y desde todos los puntos del espectro ideológico, entonces la propiedad intelectual también es un robo. Así lo han considerado numerosas organizaciones del siglo XXI que buscan poner un freno a la voracidad de las corporaciones que gobiernan el mundo y que se apoderan, por medio de patentes, de especies vegetales ancestrales, genomas humanos, iconos religiosos y manifestaciones culturales en las que confluye el trabajo, muchas veces gratuito y desinteresado, de numerosos individuos a lo largo de generaciones.
La desmedida ambición de los emporios corporativos -Microsoft, Monsanto, Disney, Lockheed Martin, Vivendi, Sony, por nombrar sólo algunos de los más destacados- así como de logreros siempre dispuestos a pasarse de listos, ha dado una inesperada vigencia al pensamiento de Proudhon, quien desde la tumba sigue increpando con una candidez brutal a las trasnacionales: "¿Quién sois para quitar la razón a los pueblos y a la tradición?"
El siglo XXI empieza sobre una apabullante concentración de riqueza en unas cuantas manos, legalizada por las instituciones de propiedad industrial e intelectual, que afecta a los indios del Amazonas y a los consumidores de música en formatos digitales, a los seropositivos de Sudáfrica y a los oficinistas de la India, a los fieles mexicanos de la Virgen de Guadalupe y a los académicos de Argentina.
El Norte emprende campañas, presiones y guerras para obligar a los miserables del Sur a respetar sus copyrights y los sumisos tecnócratas de este lado hacen la vista gorda ante las mafias de la piratería y la falsificación de productos, pero lanzan operativos de amedrentamiento para disuadir, con penas de cárcel, al potencial usuario de software no registrado o al posible espectador de un disco o de un video copiados sin permiso.
Los explotados
No voy a meterme en la discusión de si los transgénicos son buenos, malos o todo lo contrario. Pero hay un dato duro: las trasnacionales que hoy producen semilla de maíz transgénico aprovecharon los recursos incalculables invertidos por los pueblos mesoamericanos en investigación y desarrollo para generar diversas clases de maíz comestible. Sin pagar un centavo, usufructuaron esa enorme inversión histórica para producir, a su vez, sus propias variedades, y hoy llegan, con su sonrisita de conejo y sus guardias privados, a pretender cobrar a los descendientes de los auténticos desarrolladores del maíz, por la amortización de laboratorios y salarios de científicos.
No deja de ser un robo el que una empresa de Luisiana (McIlhenny Co.) haya registrado como suyo el nombre de Tabasco y que así lo presuma en su sitio web: "TABASCO® is a registered trademark & servicemark exclusively of McIlhenny Co., Avery Island, LA 70513".
No hace mucho, el Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial (IMPI) cometió la tremenda burrada de aceptar la solicitud de registro de derechos presentada por un empresario chino sobre la figura de la Virgen de Guadalupe. "Por sentido común, una imagen que es propiedad de todos los mexicanos no puede adjudicarse a un particular", dijo entonces el cardenal Juan Sandoval Iñiguez. La santa indignación eclesiástica ocultaba, sin embargo, la preocupación por las implicaciones legales de un contrato celebrado el 31 de marzo de 2002 -un año antes- entre la Basílica de Guadalupe y la empresa estadounidense Viotran, mediante el cual la primera cedía a la segunda, por un lapso de cinco años y a cambio de 12,5 millones de dólares, los "derechos de propiedad" de la Virgen de Guadalupe para reproducir la imagen religiosa "en cualquier tipo de artículos que quiera comercializar: carteles, llaveros, estampas, velas, veladoras, relojes, tarjetas telefónicas, chamarras, objetos de oro y plata, etc.", y que incluían en cada objeto una "bendición especial" del arzobispo Norberto Rivera o de monseñor Diego Monroy Ponce, rector de la basílica.
Hay casos mucho más graves. "Recoger una planta de un huerto familiar de Ecuador fue suficiente para que la International Plant Medicine Corporation, con sede en Estados Unidos, obtuviera una patente estadunidense de variedad vegetal de una planta sagrada de la Amazonia: la ayahuasca".
O bien: "En marzo de 2001, la Organización de la Propiedad Intelectual (OMPI) (WIPO por sus siglas en inglés) anunció el lanzamiento de un concurso de ensayo estudiantil en el que se pedía presentar trabajos con el título: ´¿Qué significa la propiedad intelectual en su vida cotidiana?´ Cualquiera que escribiera un ensayo en el que dijera que la misma significaba: ´no puedo comprar drogas contra el sida debido a los derechos de patente´, o ´como agricultor no puedo acceder a las semillas protegidas por patentes y luego volverlas a sembrar´, o ´como profesor no puedo distribuir material a mis estudiantes, debido a las restricciones impuestas por los derechos de autor´, no ganaría el premio de la OMPI, sin importar qué tan bien sustentado estuviera o válido fuera su ensayo."
Y los explotadores
Quienes deseen bucear en las críticas al ejercicio y las reglas actuales de la propiedad intelectual pueden encontrar información esclarecedora en los lugares enlistados a continuación.
Las empresas farmacéuticas gringas pretenden que los sidosos de Sudáfrica paguen a precios de mercado los medicamentos que les resultan indispensables para seguir vivos: cuestión de propiedad intelectual, aducen.
Por su parte, la trasnacional Walt Disney ha ganado unos 15 millones de dólares con la canción Mbube (león, en zulú), del compositor sudafricano Solomon Linda, quien en 1939, en Johannesburgo, la grabó en un disco de 78 revoluciones por minuto, en compañía de su grupo musical, The Evening Birds. Diez años más tarde, en Nueva York, el legendario Pete Seeger adoptó la canción, la rebautizaron como "El león duerme esta noche" y la lanzaron a la fama mundial. Poco después Linda se vio obligado a vender los derechos de la pieza a un editor sudafricano que le pagó una bicoca. Cuando el compositor murió, en 1962, tenía menos de 25 dólares en su cuenta bancaria. Un fragmento de la hermosísima canción en disputa puede escucharse -y salvarse en archivo MP3- en su versión original en el sitio club.vitaminic.
Actualmente, Disney, que entró en tratos con el explotador sudafricano de Linda, usa el tema musical en la película El Rey León (1994), en la secuela El reino de Simba y en la producción musical Rey León, en cartelera en muchos teatros del mundo. Tres de las hijas del compositor, por su parte, sobreviven en la miseria en la ciudad perdida de Soweto, cerca de Johannesburgo. En los últimos diez años las herederas del músico recibieron unos 15 mil dólares de regalías (el 0,1 por ciento de las utilidades generadas por la pieza), valga decir, menos de 42 dólares mensuales cada una. Pero las hermanas se acogieron a una ley que estaba vigente en la Commonwealth cuando Solomon vendió su obra y según la cual los herederos de un compositor pueden reivindicar derechos de autor 25 años después de la muerte del ascendiente. Con esa base legal, a principios de este mes, demandaron a Disney por 10 millones de rands (un millón 600 mil dólares). Si ganan el pleito y Disney se niega a pagar, la justicia sudafricana podría ofrecer en subasta las marcas registradas de la alicaída empresa de entretenimiento, incluyendo al Pato Donald y a Mickey Mouse. Muchos accionistas de Disney y yuppies ejecutivos han de estar murmurando, con la boca torcida por el coraje, que la propiedad es un robo.