“Cerrad los burdeles y la lujuria lo invadirá todo”, dejó dicho y escrito San Agustín, Padre de la Iglesia igual que san Jerónimo y san Ambrosio. Los tres por separado y cada uno por su cuenta, al igual que Pero Gelasio, obispo de Sevilla entre 1390 y 1394, llegaron a la conclusión de que la prostitución bajo permiso de la autoridad evitaba males mayores, como el galanteo de jóvenes ardorosos cegados por el reclamo de la carne y, claro está, los distraimientos de señoritas de buena familia, algunas de las cuales terminaban engendrando bastardos, “con grave quebranto de los derechos hereditarios de hijos legítimos de buenas familias”, apostillaba Gelasio, muy sabiamente sin duda; asimismo, por pura lógica, la prostitución servía de remedio a conductas intolerables como el adulterio y el amancebamiento, a vicios terribles como la sodomía y el onanismo, y otras malas costumbres como, Gelasio dixit, “el andorreo de las cantoneras” –prostitutas clandestinas a la pesca de clientes—, espectáculo que debía de ser lamentable por la mala fama que tuvo en su tiempo y lo degradado del término “cantonera” hoy en día.
La iglesia católica y las gentes de bien siempre tuvieron bastante claro que la prostitución cumplía una función social: ya que no podía evitarse el pecado, por lo menos regularlo y desterrarlo más allá de la cotidianeidad visible. Los burdeles y casas de tolerancia hicieron méritos durante siglos para mantenerse dentro del orden legal y conservar el privilegio del “Fornication Under Consent of the King”, cartelón que se exhibía desde el siglo XV en los lupanares ingleses al día en el pago de impuestos. Eso se cuenta al menos.
Las gentes de bien siempre fueron así: cada cosa en su sitio y el mundo a dar vueltas, hasta que el Creador se canse y nos lleve a todos a juicio en el valle de Josafath. Por el contrario, las gentes con una idea del bien no concordada con el orden social y “lo establecido”, han mantenido históricamente una relación ambigua, más bien contradictoria, con la prostitución. De Buenaventura Durruti y sus altercados por la actividad de barraganas, coimas y rufianes en la famosa columna militar-anarquista del mismo nombre —Durruti, no rufianes—, durante la guerra civil española, se han contado un montón de historias, algunas verosímiles por crasas y otras demasiado espantosas para ser ciertas… aunque del bueno de Durruti podía esperarse cualquier bondad y de sus lugartenientes y seguidores cualquier barbaridad.
Me acordaba el otro día de Durruti y de san Agustín, lo que son las cosas: paseando al perro llamado Claudio me topé con el desfile promocional, a las diez de la mañana, de media docena de chicas originariamente de alterne, aunque con tal condición perdida por la manía de nuestro gobierno de prohibir el ocio nocturno y el sexo recreativo; convertidas, por tanto, en cantoneras a la aventura. A ver, que no tengo yo ningún prejuicio sobre cómo se gane la vida la gente siempre y cuando a mí no me fastidien, pero este pueblín donde habito es muy pequeño y, la verdad, media docena por aquí y media docena de cantarinas colipoterras por allá, todas metiendo bulla como si fuesen de Santurce a Bilbao, hacen vistoso y no bueno. Por no mencionar el hecho, del todo pintoresco, de que ya no puede uno echarse la siesta con la puerta abierta, escuchando el rumor de las olas, sin que la voz de una de estas benditas me espabile desde la calle: “Perdone que le moleste, caballero… ¿Vive aquí al lado la Juani?”. Que digo yo, flor de pecado, que si crees que Juani vive en la casa de al lado, pregunta en la casa de al lado, no a mí que soy ignorante en juanis, y además lo que quiero es dormir la siesta mientras los leones acaban de zamparse a los ñus en el documental eterno de La2.
Total, que estamos invadidos.
El cierre nocturno ha trasladado sus inquietudes al día, y el día se ha llenado de...
El cierre nocturno ha trasladado sus inquietudes al día, y el día se ha llenado de mariposas con las alas quemadas, gorriones sin nido y proxenetas apostados en las esquinas. Nunca se vieron en este rincón minúsculo de la pequeña isla tantas señoritas por redimir en busca de quien las aparte aún más del buen camino, ni a tantos holgazanes explotadores de la carne ajena paseando su indecencia, ojo avizor, navaja en la guantera del coche y medio gramo de farlopa en el calcetín. Un sindiós. Y la Guardia Civil ocupada en multar a los viandantes que se quitan la mascarilla para echar un cigarro.
Ya lo dijo, muy bien dicho, mi vecino Jaime —anda el hombre aún más mosca que yo con este asunto—: “Esto pasa por cerrar los puticlubs y dejar a tantas putas en el paro sin consultar antes con los expertos”. Con los técnicos de los EREs andaluces, por ejemplo, pensé yo. “Exacto”, añadió Jaime.
Jaime, a veces, hasta me lee los pensamientos.
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